Institución y alcance del Corpus Christi
La solemnidad del Corpus Christi es la fiesta que la Iglesia instituyó para celebrar la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, proclamar nuestra fe en Ella y adorarla con el mayor esfuerzo posible. Empezó a ganar acogida en toda la Iglesia de Occidente del el siglo XIII -por interés del Papa Urbano IV- mediante la adoración permanente del Santísimo Sacramento, y más tarde en las procesiones con su Divina Majestad tanto dentro como fuera de los templos. De tal suerte perduró hasta nuestros días que en poco tiempo acabó por convertirse en autentico movimiento de piedad popular.
Surgió a fines del siglo XIII en Lieja, Bélgica, un movimiento eucarístico cuyo centro fue la Abadía de Cornillon, fundada en 1124 por el Obispo Albero de Lieja. Es él un movimiento al que deben su origen varias costumbres eucarísticas, entre ellas la exposición y bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi, de cuya difusión se hizo pronto adalid santa Juliana de Mont Cornillon, priora por entonces de la Abadía.
El Concilio de Trento, por su parte, declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre de que, en determinado día festivo, se celebre todos los años este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente procesione por las calles y lugares públicos, para que los cristianos mostremos fervorosos nuestra gratitud y recuerdo por tan inefable y verdadero beneficio divino, por el que se hace de nuevo presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
El Concilio Vaticano II apostó por una Iglesia más abierta y participativa, Iglesia viva, con nuevos y renovados aires en las celebraciones litúrgicas donde el sacerdote se dirige directamente al pueblo y donde el pueblo se integra plenamente en la liturgia. Poco a poco, sin embargo, se fue abriendo camino un Corpus interiorista y casi para salir del paso, idea ella que llevó, incluso, al planteamiento de reducir a la mínima expresión la solemne procesión con el Santísimo Sacramento, en dirección contraria a las doctrinas que la antigua Iglesia había promovido y que por su propia importancia entre los cristianos han llegado hasta nosotros.
Esta costumbre, por cierto, no hace sino ayudar a que los valores fundamentales de nuestra fe se acentúen con la presencia real y personal de Cristo en la Eucaristía. La procesión no es más que el obligado, notorio y popular homenaje rendido por la Iglesia a esta sagrada presencia eucarística.
Lo malo es que con el correr de los años se ha ido afirmando un modelo de Corpus que, con no pocos cambios y pruebas, no termina de cuajar ni es tampoco del gusto de todos. Esta festividad es organizada para que participe toda la Iglesia. Por otro lado, conviene no perder de vista que la fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo, de la misa in Coena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía.
Y así, mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, este saludable misterio se presenta en el Corpus Christi a la adoración y meditación del pueblo de Dios. El Santísimo Sacramento procesiona por ciudades y pueblos con el fin de manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Cuanto Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, lo manifestamos abiertamente nosotros el día del Corpus, pues el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que se destina a todos.
El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» —«acción de gracias»— expresa precisamente que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. He aquí la razón de que la Eucaristía sea alimento de vida eterna, Pan de vida.
Del corazón de Cristo, de su «oración eucarística» horas antes de su pasión, brota el dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmica, humana e histórica. Todo viene de Dios, de la omnipotencia de su Amor uno y trino, encarnada en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo. De ahí que sepa él dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambiar las cosas, las personas y el mundo.
Bella expresión la de «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía.
San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a Dios como vida espiritual del alma con las siguientes palabras: «Yo soy manjar de adultos. Crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas corporalmente la comida, sino que tú te transformarás en mí» (Confesiones VII, 10, 16).
Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino que nos asimila él a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él. Decisiva transformación, ciertamente. Porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él; nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria.
La Eucaristía, de este modo, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino al contrario: somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado -con quien tal vez ni siquiera tengo una buena relación-, y asimismo a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo.
De la Eucaristía, por eso, deriva el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia: así lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre, por cierto, grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo hace de igual modo en el hermano que sufre, tiene hambre y sed, es extranjero, está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, o sea se compromete, de forma concreta, en favor de cuantos padecen necesidad.
Del amor de Cristo proviene, siendo así, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, en el que la globalización nos hace cada vez más dependientes unos de otros, el cristianismo puede y debe procurar que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos.
El Evangelio mira desde siempre a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, el de Cristo, porque hemos aprendido, y aprendemos constantemente del Sacramento del altar, que el gesto de compartir el amor es el camino de la verdadera justicia.
Cuando Jesús dijo en la última Cena: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, anticipó el acontecimiento del Calvario. Él aceptó toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte así, la transformó en un acto de donación. Se trata de la transformación que el mundo necesita, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo.
Todo en el cristianismo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Quiere por eso Dios seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra redentora, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos.
Caminamos por los senderos del mundo llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo, tenemos la certidumbre de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para los hombres todos cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También nosotros nos ponemos en camino: y con nosotros, Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,21).
El Corpus Christi, por eso, es la fiesta de la plenitud de Cristo y el auto sacramental por excelencia, cuando hasta el tomillo, la salvia y el espliego rinden su aroma al paso procesional del Señor de cielos y tierra, y las almas sencillas entonces exclaman a la luz del Misterio y llenas de singular deleite y dulzura: Oh Jesús, pan verdadero y fuente de piedad: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos.