«El Reino de Dios está cerca»

El Reino de Dios está cerca

El evangelio presenta hoy a Jesús que envía a setenta y dos discípulos a las aldeas a donde se propone ir él, para que preparen el ambiente (cf. Lc 10, 1-12. 17-20). Se trata, pues, de un envío especial, no para que le dispongan habitación y alimento, como san Lucas sugiere cuando menciona la travesía por tierra de samaritanos (9,52), tan hostiles estos a los judíos, sobre todo  los peregrinos en marcha hacia Jerusalén (de ahí que se evitase en lo posible su territorio), sino para que le sirvan de precursores espirituales.

Misioneros tiene aquí el sentido de precursores -los envía por delante de dos en dos- y portadores de paz; ya que su saludo tenía que ser: Paz a esta casa. Mateo y Lucas  se remiten a un discurso de misión paralelo al de Marcos (6,8-11). Ocurre, sin embargo, que mientras Mateo combina las dos versiones en un solo discurso, Lucas las mantiene por separado en dos discursos dirigidos uno a los Doce, cifra de Israel, y el otro a los setenta y dos (o setenta) discípulos, cifra tradicional de las naciones paganas. Es esta, insisto, una particularidad de san Lucas, el cual subraya que la misión no está reservada a los doce Apóstoles, sino que se extiende también a otros discípulos. 

Dice Jesús, en efecto, que  «la mies es mucha, y los obreros pocos» (Lc 10,2). Y es que, en el campo de Dios, hay trabajo para todos. Pero Cristo no se limita a enviar: se preocupa también de dar a los misioneros reglas de comportamiento claras y precisas. Ante todo, los envía, ya digo, «de dos en dos», para que se ayuden mutuamente y den testimonio de amor fraterno. Les hace saber que serán «como corderos en medio de lobos», o sea, que no lo van a tener fácil, es decir, deberán ser pacíficos a pesar de todo y llevar en cuantas situaciones se presenten un mensaje de paz.

Precisamente a propósito de la paz, la frase de Jesús es nítida de puro cristalina:  «En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si hubiese allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros» (vv.5-6): tenemos, siendo así, a la vista un hebraísmo -«un hijo de paz» (v.6), o sea, alguien que sea digno de la «paz», es decir, del conjunto de bienes temporales y espirituales que este saludo reporta.

Tampoco han de llevar consigo ni alforja ni dinero, para vivir de lo que la Providencia les proporcione; curarán a los enfermos, como signo de la divina misericordia; se irán de donde sean rechazados, limitándose a poner en guardia sobre la responsabilidad de rechazar el reino de Dios. 

Paz a esta casa

San Lucas pone de relieve el entusiasmo de los discípulos por los frutos de la misión, y cita estas hermosas palabras de Jesús: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos, más bien, de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10, 20). Ojalá que este evangelio de hoy despierte en los bautizados todos la conciencia de ser misioneros de Cristo, llamados a prepararle el camino con sus palabras y con el testimonio de su vida. 

La liturgia dominical nos emplaza hoy al comienzo del viaje de Jesús hacia Jerusalén, viaje presentado como una larga subida hacia el Padre de la mano de su Hijo. Él es quien nos llevará a la nueva Jerusalén, a la ciudad celeste: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones…y en Jerusalén seréis consolados» (Is 66,12.13). En ese camino Jesucristo nos va a ir enseñando cuál es nuestra misión y cómo debemos realizarla. Nos ofrece hoy el evangelio, además, un mandato explícito: «¡poneos en camino! ¡Marchad!»

Los términos de la misión a los setenta y dos son idénticos al del envío de los doce (Lc 9,1.6): «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias…curad a los enfermos que haya, y decid: “Está cerca de vosotros el Reino de Dios”» (Lc 10,4.9s). El trabajo a realizar es mucho, seguramente por eso no basta con los Doce. Hay que pedir ayuda al «dueño de la mies» para que haya nuevo personal que realice la labor, una labor que es obra de Dios. Este mandato de Jesucristo es concreto y va dirigido a nosotros todos, a su entera Iglesia. En cuanto a ser mandados de dos en dos, hemos de interpretar que el Señor nos envía a predicar la Buena Nueva como comunidad, como Iglesia y no a título personal.

«Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo», afirma san Pablo (Ga 6,14). La gloria es de Él y sin él nada podemos hacer. Él es quien nos envía, el que nos pone en marcha. La Iglesia está marcada por el envío de Jesús, más aún, «la Iglesia existe para evangelizar» (Evangelii Nuntiandi, 14), y evangelizar un mundo en cambio. De ahí que no se la pueda concebir solo como una institución que conserva, cuida y mantiene, sino también como comunidad profética que camina saliendo de sí misma y dando a conocer la buena noticia de Dios. ¿Qué se puede esperar de una Iglesia estancada? ¡Nada! La Iglesia es misión, es salida, es búsqueda, es desafío, es arrojo, es valentía, es civilización del amor abierta siempre a nuevos y renovados horizontes.

Dejó dicho Benedicto XVI que «la Iglesia no está ahí para sí misma sino para la humanidad». Esta es una tarea en la que todos estamos implicados pues «la mies es mucha y los obreros son pocos». El Concilio Vaticano II recuerda a los laicos que sean «laicos adultos» en la Iglesia y en el mundo. Ello implica que es también suya la tarea misionera y que están llamados a trabajar no solo dentro de sus comunidades, sino especialmente fuera de ellas.

¡Ay de mí si no predico el Evangelio!

Dejar de preocuparnos tanto de cómo funcionamos o cómo están organizados nuestro grupos y estar, en cambio, más atentos a los que viven fuera de nuestros muros y no conocen a Cristo. ¡Seamos verdaderos corresponsables en la acción misionera de la Iglesia! «¡Ay de mí -exclama san Pablo-, si no predicara el Evangelio!» (1Co 9,16). Estamos llamados a evangelizar, a salir de nosotros mismos y hacernos presentes en el corazón de todo lo humano.

¡Qué verdad es ese dicho del Vaticano II de que nada humano es ajeno al corazón de la Iglesia! «Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1). Estamos llamados por medio del Evangelio a renovar la humanidad, a ser portadores del evangelio y anunciar la salvación que nos ofrece en medio de este mundo, sabiendo que no es tarea fácil ni efímera. Vayamos «como corderos en medio de lobos», sí, pero sin miedo, pues Él es quien nos envía. Y sin nada, sin alforjas, sin sandalias, pero con las manos llenas de su amor, de su paz.

Nos envía no solo a predicar con la palabra, sino también a ponerla en práctica: «curad a los enfermos que haya…». Nos envía a escuchar, a acoger, a devolver la esperanza a los que sufren. Los setenta y dos regresaron llenos de alegría porque se habían enfrentado a las fuerzas del mal y con la ayuda de Dios habían vencido. Habían puesto su granito de arena en la trasformación del mundo para convertirlo en un lugar mejor. El poder de la palabra es infinito cuando, en marcha ella para servir a la humanidad, se pone previamente al servicio de la Palabra.

¿Por qué, pues, a veces se nos ve tan tristes? ¿Dónde está el quid de esa falta de alegría? ¿No será que no salimos al camino ni acertamos a vivir la misión a la que el bautismo nos llama? En ocasiones vivimos una fe replegada sobre nosotros mismos, una fe triste, inhibida, enclenque, sin el entusiasmo de proclamar a los cuatro vientos que Cristo es nuestro salvador. Perdemos a menudo de esta suerte la esperanza en un mundo nuevo, lleno de justicia y de amor, un amor que se nos presenta como una fuerza trasformadora de la humanidad.

Lo que el Señor nos da este domingo es un mandato: ¡Marchad! Salgamos fuera, situémonos en el mundo de hoy como sus testigos veraces. El Señor nos manda ponernos en las esquinas y ser como los antiguos profetas «voceros de Dios». Es este un mandato a discurrir sin miedo, «como corderos en medio de lobos», con la seguridad de que el Señor nunca abandona. Volverá de esta suerte la alegría a nosotros, producto ella o consecuencia de la confianza en Dios, una alegría que proviene de no tener miedo porque Él camina a nuestro lado. «Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles la verdadera alegría, para que quienes han sido liberados de la esclavitud del pecado alcancen la felicidad eterna» (Oración colecta).

Como corderos en medio de lobos

No envía, pues, Jesús a los setenta y dos discípulos con medios potentes, sino como corderos en medio de lobos, sin bolsa ni cayado, ni sandalias. San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: «Siempre que seamos corderos, venceremos y aunque estemos rodeados de muchos lobos, conseguiremos superarlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos derrotados, porque nos faltará la ayuda del Pastor [...] Jesús envió a los setenta y dos discípulos y estos partieron con una sensación de miedo por el posible fracaso de su misión».

También Lucas destaca el rechazo recibido en las ciudades en las que el Señor ha predicado y ha realizado signos prodigiosos. Pero los setenta y dos vuelven alegres porque su misión ha tenido éxito; han constatado que, con la potencia de la palabra de Jesús, los males del hombre son y serán siempre vencidos.

Los almanaques anuncian para hoy la Jornada de responsabilidad del tráfico. Buena ocasión es ésta, sin duda, para reflexionar sobre una de las tres ces causantes de muerte: cáncer-corazón-carretera. También procede recordar que éste es el Domingo de los artesanos de la paz: en un oráculo sobre el Templo Isaías habla de la paz que alberga Jerusalén como anticipo de la paz que será derramada por todo el mundo. Preludia la paz de la nueva Jerusalén (= la Iglesia).

El misionero se gloría únicamente en la cruz y lleva en su cuerpo las marcas de Jesús. Por mucho que intente ser precursor de la paz, habrá momentos de dolor y sufrimiento: cicatrices del Evangelio. San Pablo escribe a los Gálatas acerca del verdadero mensaje de paz: el que se gloría en la cruz. De la cruz, pues, deriva la paz.

Los envió de dos en dos

La Lumen fidei explica en su capítulo IV que la fe hace fuertes los lazos entre los hombres y se pone al servicio de la justicia, el derecho y la paz. La fe capta el fundamento último de las relaciones humanas, su destino definitivo en Dios, y las pone al servicio del bien común.

La fe es un bien común, no sirve sólo para construir el más allá, sino que ayuda también a edificar el más acá, esto es, nuestras sociedades, avanzando con esperanza hacia el futuro. La fe por eso exige ser vivida, y lo será si al practicarla conseguimos que resulte comunitaria y compartida. Cuando la fe se apaga, la paz se derrumba, ya que una paz sin fe nunca estará iluminada por la fraternidad y la concordia. Y una paz así, para qué vamos a engañarnos, no merece llamarse paz.

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