«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra»
La liturgia de este V Domingo de Cuaresma Ciclo-C, ya con rumbo hacia la Pascua, nos propone el episodio evangélico de Jesús que salva a una mujer adúltera de la condena a muerte (Jn 8,1-11). La verdad es que interesan al respecto, además del perdón en sí, las circunstancias del cómo, empezando por la presentación de la escena.
Mientras Jesús enseña en el Templo, escribas y fariseos le ponen delante a una mujer sorprendida en adulterio. Aquello tiene mala pinta. Por menos han mandado al otro mundo a no pocos desafortunados. La ley de Moisés disponía en casos así la lapidación. Estos justicieros de ahora, por tanto, le piden a Jesús que juzgue a la pecadora con la finalidad de «ponerlo a prueba» y de impulsarlo a dar un paso en falso. Ya se ve el interés de esta turba de energúmenos por las enseñanzas de Jesús.
La escena presagia lo peor: de las palabras del Señor depende la vida de esa persona, pero también su propia vida, ya que estos tarugos de la Ley no brillaban precisamente por sensibilidad misericordiosa. Antes bien, acusadores hipócritas ellos, fingen, de hecho, confiarle a Jesús el juicio de la desgraciada, cuando es precisamente a Él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): sabe lo que hay en cada corazón, quiere condenar el pecado, por supuesto, pero asimismo salvar al pecador y desenmascarar la hipocresía.
San Juan repara en un detalle: mientras los acusadores lo interrogan con insistencia, Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa que el gesto como tal muestra a Cristo como el Legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra (cf. In Io. eu. tr., 33,5). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Sabiduría, es la Justicia en persona. Y ¿qué sentencia es la suya?: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8,7). Así de sencillo y claro.
Palabras son éstas llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13,8-10). Es la justicia que salvó también a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo (cf. Flp 3, 8-14).
Cuando los acusadores «se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos», Jesús, absolviendo a la mujer de su pecado, la introduce en una nueva vida, orientada al bien: «Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no peques más». Dios sólo desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa de la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el sacramento de la Reconciliación.
Aprendamos, pues, a no juzgar y a no condenar; a ser intransigentes con el pecado —¡comenzando por el nuestro!— e indulgentes con el pecador. Ayúdenos en esto la santa Madre de Dios, que, exenta de toda culpa, es mediadora de gracia para todo pecador arrepentido. Es cuanto le pedimos al suplicar que vuelva a nosotros «esos tus ojos misericordiosos».
La página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, pues sólo su amor infinito lo libra del pecado, raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no demos al olvido que es, sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno, y es tan profunda su fidelidad que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el «pan nuestro de cada día».
El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas y consecutivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción del Levítico (cf. 20,10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús -lo llaman «maestro» (Didáskale)-, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y saben largo de su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no deja lugar a dudas, aunque según la misericordia queden todas en pie.
Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; primero, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase ya famosa: «El que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le tire la primera piedra» (Jn 8,7) y comience la lapidación. Comentando el evangelio de san Juan, san Agustín observa que «el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre». Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, «golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro».
Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, «comenzando por los más viejos». Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz. «Los dos fueron abandonados: la miserable y la Misericordia» (In Io.eu.tr., 33,6).
Contemplemos de cerca esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Y su respuesta es conmovedora: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
San Agustín, en su comentario, observa: «El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento. Pero no dijo eso. Dice: Vete y no peques más».
Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: ¿para qué ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica? Su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Vino Jesús para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del que tan poco se habla en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor.
También en este episodio, por tanto, comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: «Vete, y en adelante no peques más». Le concede el perdón, para que «en adelante» no peque más. En un episodio análogo al de la pecadora arrepentida del evangelio de san Lucas (cf. Lc 7,36-50), acoge y dice «vete en paz» a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional.
En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y «no pecar más», para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. La actitud de Jesús, siendo así, se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.
En este camino hacia la Pascua, nos debe acompañar la certidumbre de que Dios jamás abandona, y de que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio.
El Pastor de Almas Agustín de Hipona resulta sagaz de todo punto y sencillamente delicioso en su comentario: «El que vino a perdonar los pecados dice: El que de vosotros crea estar sin pecado, que lance la primera piedra contra ella (Jn 8,7). ¡Oh respuesta! Si hubiesen intentado lanzar la piedra contra la pecadora, en ese mismo instante se les hubiera dicho: Con el juicio que habéis juzgado seréis también juzgados (Mt 7,2). Condenáis, luego seréis condenados. Los judíos, sin embargo, aunque no conocían al Creador, conocían su propia conciencia. Por eso, volviéndose la espalda mutuamente, ya que avergonzados no querían ni verse a sí mismos, se fueron marchando todos, uno tras otro, comenzando por los más ancianos hasta los más jóvenes (Jn 8,9 sec. gr.), según se nos narra en el Evangelio.
El Espíritu Santo había dicho: Todos se descarriaron; ya no hay quien haga bien, no queda siquiera uno (Sal 13,3). Se marcharon todos. Quedaron solos Jesús y la pecadora. Permaneció el Creador con la criatura; permaneció la miseria con la Misericordia; permaneció la que reconoció su pecado con el que se lo perdonó» (Sermón 16 A, 4-5).
Hoy está de moda exigir el perdón, aunque nunca lo esté concederlo. Hace no tanto una mujer fue condenada en los Emiratos Árabes a 150 latigazos por adulterio. Si existiera el mismo castigo en nuestras latitudes se venderían más látigos que bragas. En las grandes afrentas se conocen los grandes corazones, que de sabios es perdonar injurias y olvidar agravios.