La santidad de Mons. Romero, caridad política y justicia con los pobres
Nos llega una buena y bella noticia: al querido salvadoreño Monseñor Oscar A. Romero se le sigue reconociendo su santidad y será canonizado; junto a la ya anunciada de otro testimonio de la fe, al servicio del bien y de la justicia con los pobres de la tierra, como es Pablo VI al que tanto admiraba Mons. Romero. Dos santos y testigos que tanto aportaron a la espiritualidad, a la solidaridad y a un desarrollo humano, liberador e integral en la equidad con los pobres. Siguiendo una de las últimas intervenciones de Mons. Romero, “La dimensión política de la fe desde la opción por los pobres", que está considerada como uno sus legados espirituales-teológicos y éticos, vamos a presentar diversas claves o realidades que nos muestra la vida y santidad de este ya santo del Salvador. Y qué, cómo vamos a ver, actualiza y profundiza el espíritu y enseñanza del Concilio Vaticano II.
Como todo santo, la vida Mons. Romero está entrañada en el amor a Dios y al prójimo. Una existencia en la fe que, en el seguimiento de Jesús, se hace caridad fraterna con el otro, solidaridad transformadora con los pueblos y justicia liberadora con los pobres. Mons. Romero vive esta espiritualidad teologal del Don (Gracia) del Amor de Dios, que le lleva a la vida santa y mística en la comunión fraterna con Cristo, con su iglesia y con los pobres. Es una mística de los ojos abiertos que, con el principio-misericordia y la ética de la compasión, mueve a la encarnación solidaria en la realidad y en las esperanzas, sufrimientos e injusticias que padecen los seres humanos, los pueblos y los pobres.
Por tanto, Mons. Romero es testigo ejemplar de esa constitutiva dimensión social, pública y ética-política de la fe, la caridad política. Tal como nos enseña la teología y el magisterio de la iglesia con los Papas como Pío XI, Benedicto XVI o el Papa Francisco. Siguiendo asimismo al Vaticano II (GS 30), frente a un cristianismo burgués e individualista con un espiritualismo desencarnado, la fe y la ética no se pueden privatizar ni hacer que caigan en un individualimo insolidario. No hay verdadero amor sin promoción de la justicia en la transformación del mundo, para que se vaya ajustando al Reino de Dios. Por la caridad política buscamos la civilización del amor y el bien común más universal. Toda esta caridad social y política, en la promoción de la justicia social (global), nos lleva a la opción por los pobres como sujetos de la misión y del desarrollo humano, liberador e integral.
Frente a todo paternalismo ya asistencialismo, como nos muestra el Vaticano II, “para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es necesario que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor a quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado; se considere como la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la persona que recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con ningún interés de la propia utilidad o por el deseo de dominar; se satisfaga ante todo a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los males, no sólo los efectos, y se ordene el auxilio de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos” (AA 8).
De esta forma, Mons. Romero es símbolo de esta iglesia teologal que vive desde la Gracia de la fe, esperanza y caridad. Y que le lleva a la santidad en la pobreza evangélica con la comunión fraterna de vida, de bienes y de luchas por la justicia con los pobres de la tierra. Tal como nos está mostrando Francisco, Mons. Romero es testigo de la iglesia misionera en salida hacia las periferias. Iglesia pobre con los pobres que asume sus causas liberadoras, en la promoción del Reino de Dios y su justicia, siguiendo a Jesús Pobre-Crucificado. La iglesia de Jesús, como nos transmite Mons. Romero, es la iglesia de las Bienaventuranzas que con su vida de pobreza, paz y compromiso por la justicia con los pobres va transmitiendo la salvación liberadora de todo mal, pecado e injusticia.
Esta vida de santidad, que va unida a la ineludible dimensión profética, orienta a Mons. Romero a anunciar el Evangelio del Reino de Dios con su vida, paz y justicia como iglesia pobre con los pobres. Y a denunciar, asimismo, todo estos ídolos que dan muerte como la riqueza-ser rico, el poder y la violencia. La santidad de Mons. Romero nos muestra el destino del verdadero profeta y auténtico seguidor del Evangelio de Jesús: la persecución y crucifixión que ejerce el pecado del mundo, con todos estos poderes e ídolos del dinero y poder, que sacrifican a los mártires y a las víctimas en la cruz.
En Mons. Romero se cumple y encarna lo que enseña el Vaticano II. “Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas” (LG 8).
Como sigue comunicando el Vaticano II, Mons. Romero es un seguidor real de Cristo que «sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre... purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin” (GS 27). Por todo ello, tal como nos sigue transmitiendo el Vaticano II y los Papas, Mons. Romero nos muestra cual es el primer y principal camino de la misión de la iglesia, para transmitir la fe en el Evangelio de Jesús. Esto es, “el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado” (GS 21).
Mons. Romero es así un santo y testigo de toda esta fe con una vida moral madura, creíble y coherente tal como nos enseña la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Una existencia de amor y compromiso por la justicia para que, en el mundo e historia, se vaya realizando el bien común y la solidaridad. En el principio y valor clave del destino universal de los bienes, que tiene la prioridad sobre el derecho de propiedad, frente al capitalismo o colectivismo. Mons. Romero testimonia toda esta iglesia de los pobres y obreros, que lucha por la justicia y la dignidad del trabajo, con sus derechos como es un salario justo, que está antes que el capital. Con toda esta lucha por la equidad en la distribución de los bienes, con el trabajo decente y un salario justo- frente a los falsos dioses de la propiedad y del capital-, se evita que los trabajadores y sus familias caigan en toda esta desigualdad e injusticia de la pobreza. Como se observa, Mons. Romero es pues un testimonio para los laicos que por el bautismo, como vocación e identidad más específica, tienen la misión de practicar la caridad política en el mundo.
Lo propio del laico con todo el apostolado seglar, como es la acción católica, se ejerce por la praxis de la caridad política en la transformación, más directa e inmediata, del mundo para que se vaya ajustando al Reino de Dios. Mons. Romero muestra a los laicos que, en la caridad política, el Evangelio transformador y liberador de Jesús ha de renovar la cultura, la economía y el trabajo, toda esta vida social, pública y política. Desde su fe y moral, Mons. Romero nos transmite la bioética global que defiende la vida en todas sus fases y dimensiones: desde el inicio con la concepción-fecundación; y en todo el transcurso de la existencia, con la vida digna y el bien común que asegura los derechos humanos, hasta el final. Nos muestra la alegría del matrimonio y de la familia en el amor fiel de un hombre con una mujer abierto a la vida, hijos y solidaridad en la lucha por la justicia con los pobres (Hom. 18/3/1979; Hom. 6/11/1977).
Como iglesia doméstica, es la familia pobre con los pobres, familia militante en la lucha por el Reino de Dios y su justicia en el mundo e historia. En oposición a la familia burguesa, posesiva e individualista, con la vida del lujo, hedonista y conformista. Por todo ello, le damos las gracias a Dios y a San Oscar Romero del mundo, pastor y mártir (testigo) de todos los que viven la fe en la iglesia, modelo para la persona honrada que busca la verdad, el bien y la justicia.
Como todo santo, la vida Mons. Romero está entrañada en el amor a Dios y al prójimo. Una existencia en la fe que, en el seguimiento de Jesús, se hace caridad fraterna con el otro, solidaridad transformadora con los pueblos y justicia liberadora con los pobres. Mons. Romero vive esta espiritualidad teologal del Don (Gracia) del Amor de Dios, que le lleva a la vida santa y mística en la comunión fraterna con Cristo, con su iglesia y con los pobres. Es una mística de los ojos abiertos que, con el principio-misericordia y la ética de la compasión, mueve a la encarnación solidaria en la realidad y en las esperanzas, sufrimientos e injusticias que padecen los seres humanos, los pueblos y los pobres.
Por tanto, Mons. Romero es testigo ejemplar de esa constitutiva dimensión social, pública y ética-política de la fe, la caridad política. Tal como nos enseña la teología y el magisterio de la iglesia con los Papas como Pío XI, Benedicto XVI o el Papa Francisco. Siguiendo asimismo al Vaticano II (GS 30), frente a un cristianismo burgués e individualista con un espiritualismo desencarnado, la fe y la ética no se pueden privatizar ni hacer que caigan en un individualimo insolidario. No hay verdadero amor sin promoción de la justicia en la transformación del mundo, para que se vaya ajustando al Reino de Dios. Por la caridad política buscamos la civilización del amor y el bien común más universal. Toda esta caridad social y política, en la promoción de la justicia social (global), nos lleva a la opción por los pobres como sujetos de la misión y del desarrollo humano, liberador e integral.
Frente a todo paternalismo ya asistencialismo, como nos muestra el Vaticano II, “para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es necesario que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor a quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado; se considere como la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la persona que recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con ningún interés de la propia utilidad o por el deseo de dominar; se satisfaga ante todo a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los males, no sólo los efectos, y se ordene el auxilio de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos” (AA 8).
De esta forma, Mons. Romero es símbolo de esta iglesia teologal que vive desde la Gracia de la fe, esperanza y caridad. Y que le lleva a la santidad en la pobreza evangélica con la comunión fraterna de vida, de bienes y de luchas por la justicia con los pobres de la tierra. Tal como nos está mostrando Francisco, Mons. Romero es testigo de la iglesia misionera en salida hacia las periferias. Iglesia pobre con los pobres que asume sus causas liberadoras, en la promoción del Reino de Dios y su justicia, siguiendo a Jesús Pobre-Crucificado. La iglesia de Jesús, como nos transmite Mons. Romero, es la iglesia de las Bienaventuranzas que con su vida de pobreza, paz y compromiso por la justicia con los pobres va transmitiendo la salvación liberadora de todo mal, pecado e injusticia.
Esta vida de santidad, que va unida a la ineludible dimensión profética, orienta a Mons. Romero a anunciar el Evangelio del Reino de Dios con su vida, paz y justicia como iglesia pobre con los pobres. Y a denunciar, asimismo, todo estos ídolos que dan muerte como la riqueza-ser rico, el poder y la violencia. La santidad de Mons. Romero nos muestra el destino del verdadero profeta y auténtico seguidor del Evangelio de Jesús: la persecución y crucifixión que ejerce el pecado del mundo, con todos estos poderes e ídolos del dinero y poder, que sacrifican a los mártires y a las víctimas en la cruz.
En Mons. Romero se cumple y encarna lo que enseña el Vaticano II. “Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas” (LG 8).
Como sigue comunicando el Vaticano II, Mons. Romero es un seguidor real de Cristo que «sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre... purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin” (GS 27). Por todo ello, tal como nos sigue transmitiendo el Vaticano II y los Papas, Mons. Romero nos muestra cual es el primer y principal camino de la misión de la iglesia, para transmitir la fe en el Evangelio de Jesús. Esto es, “el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado” (GS 21).
Mons. Romero es así un santo y testigo de toda esta fe con una vida moral madura, creíble y coherente tal como nos enseña la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Una existencia de amor y compromiso por la justicia para que, en el mundo e historia, se vaya realizando el bien común y la solidaridad. En el principio y valor clave del destino universal de los bienes, que tiene la prioridad sobre el derecho de propiedad, frente al capitalismo o colectivismo. Mons. Romero testimonia toda esta iglesia de los pobres y obreros, que lucha por la justicia y la dignidad del trabajo, con sus derechos como es un salario justo, que está antes que el capital. Con toda esta lucha por la equidad en la distribución de los bienes, con el trabajo decente y un salario justo- frente a los falsos dioses de la propiedad y del capital-, se evita que los trabajadores y sus familias caigan en toda esta desigualdad e injusticia de la pobreza. Como se observa, Mons. Romero es pues un testimonio para los laicos que por el bautismo, como vocación e identidad más específica, tienen la misión de practicar la caridad política en el mundo.
Lo propio del laico con todo el apostolado seglar, como es la acción católica, se ejerce por la praxis de la caridad política en la transformación, más directa e inmediata, del mundo para que se vaya ajustando al Reino de Dios. Mons. Romero muestra a los laicos que, en la caridad política, el Evangelio transformador y liberador de Jesús ha de renovar la cultura, la economía y el trabajo, toda esta vida social, pública y política. Desde su fe y moral, Mons. Romero nos transmite la bioética global que defiende la vida en todas sus fases y dimensiones: desde el inicio con la concepción-fecundación; y en todo el transcurso de la existencia, con la vida digna y el bien común que asegura los derechos humanos, hasta el final. Nos muestra la alegría del matrimonio y de la familia en el amor fiel de un hombre con una mujer abierto a la vida, hijos y solidaridad en la lucha por la justicia con los pobres (Hom. 18/3/1979; Hom. 6/11/1977).
Como iglesia doméstica, es la familia pobre con los pobres, familia militante en la lucha por el Reino de Dios y su justicia en el mundo e historia. En oposición a la familia burguesa, posesiva e individualista, con la vida del lujo, hedonista y conformista. Por todo ello, le damos las gracias a Dios y a San Oscar Romero del mundo, pastor y mártir (testigo) de todos los que viven la fe en la iglesia, modelo para la persona honrada que busca la verdad, el bien y la justicia.