“¡Nos están matando!” “¡No más asesinatos!”
Colombia, Nicaragua y México encabezan en este momento los países occidentales con más muertes violentas…. no sé si con EEUU también entre los primeros del trágico ranking. Los dos primeros por razones políticas y el tercero por razones políticas y por una delincuencia asesina –narcotráfico, secuestros…- que campa a sus anchas.
El grito “¡Nos están matando!” es común estos tiempos en Nicaragua y Colombia, que llevan en el último año cientos de muertes violentas en las calles, en las veredas, en las casas... Por mi relación con Colombia, donde estuve viviendo recientemente más de dos años, mi sensibilidad, alimentada cada día por una información puntual de esa violencia, me hace más cercano a ella: ya superan los cien muertos en lo que va de año, y casi trecientos con el anterior.
Últimamente, los obispos de ambos países se han unido a este clamor contra la violencia fratricida. Primero los de Nicaragua, a los que acaban de unirse los de Honduras y Guatemala por las agresiones contra miembros del episcopado y el clero en la basílica de una ciudad nicaragüense.
Y hace unos días la Conferencia Episcopal de Colombia publicó un comunicado de “consternación y rechazo” por el asesinato de campesinos y líderes sociales. Desgraciadamente, esta última no ha sido muy explícita al respecto, a pesar de que los asesinatos diarios claman al cielo desde hace mucho tiempo; quizás por su connivencia con la ultraderecha del expresidente Uribe, verdadero creador de las fuerzas paramilitares (eufemísticamente llamadas “Autodefensas de Colombia”) al servicio de los terratenientes colombianos, autoridad que han reconocido incluso algunos comandantes paramilitares encarcelados; aunque hasta ahora no haya sido condenado por ello. Estos grupos han sido los que más muerte y terror han sembrado en Colombia desde hace décadas, con muchas más víctimas de campesinos y líderes que de guerrilleros.
A este respecto, fue muy expresivo la falta de apoyo de la jerarquía eclesiástica colombiana al proceso de paz impulsado por el presidente Santos. La mayoría de los obispos y curas tuvieron una postura poco clara, y otros muchos llegaron a pedir claramente el No en el Referendum, para vergüenza de miles de colombianos; del mismo modo que una parte importante de las iglesias protestantes, por miedo a los presuntos “castrochavistas” y la “ideología de género”. Cierto que algún obispo como Ómar Sánchez, dijo inmediatamente después del triste resultado del Referéndum de paz: “¡Qué dolor de patria! ¿Qué celebran? ¿Qué han ganado? ¿Que el monstruo de la guerra se les ría en la cara? ¿Que los muertos los pongan otros?”.
“Nos están matando y no nos hemos querido dar cuenta. La eliminación es sistemática y organizada. En silencio se van yendo uno por uno… Colombia va enterrando cientos de líderes sociales que soñaban con un país mejor… Uno a uno nos están matando… los mismos de siempre… ¿Será posible que antes de que nos maten a todos seamos capaces de reaccionar?” (Cofradía para el cambio). El contador de los asesinatos de líderes campesinos, sindicales, políticos o simplemente pobres, con nombres y rostros -que recibí por el chat de la Corporación claretiana- circula en los medios sociales como una muestra del horror que padecen los más pobres y los que se comprometen con ellos en Colombia. Tic-tac-tic-tac… casi uno cada día. “Ayer estábamos reclamando vida y grupos armados asesinaron a tres más”; un mensaje trágicamente habitual. “¡Ser líder social no puede ser un delito!”, gritan en las redes, carteles y paredes de Bogotá.
“En otros lugares de la Tierra, estas mujeres y estos hombres serían héroes nacionales; aquí los matamos”, escribía estos días el jesuita colombiano Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad. “Eran seres protagónicos y esto incomoda a un Estado que no es democrático –añadía el P. de Roux-… Se plantaban delante de los que tenían armas para hacer respetar la dignidad de su gente… Eran hombres y mujeres de paz”. Algunas de estas personas hicieron claramente campaña por Petro, la esperanza del cambio, frente a Duque, el alevín de Uribe y las fuerzas conservadoras.
Colombia es un país rico de gente pobre: el tercero con más desigualad del mundo; una desigualdad así solo puede mantenerse con mucha violencia. Y en este país quedan impunes ceca del 90% de los delitos, como me reconio hace un año un representante jubilado del poder judicial en Bogotá en una conferencia. Los líderes políticos gobernantes de la derecha confunden a los paramilitares con soldados y a los soldados con sus escoltas personales pagadas con miles de millones de pesos por el mismo estado; ellos son los que imponen presidentes, gobierno y gobernadores de modo legal o ilegal. Las últimas elecciones, en las que por primera vez había la posibilidad real de que saliera electo un presidente que cambiara las cosas, han significa un verdadero resurgir de las acciones criminales de los grupos paramilitares para impedirlo violentamente; y lo consiguieron.
A los millones de pobres colombianos solo les que sufrir y, de vez en cuando, unirse a sus líderes para pedir que se les respeten su derecho a la vida, a la tierra, a que no les destrocen el habitat, a tener trabajos dignos y percibir sueldos dignos. Las manifestaciones por la paz y la justicia han sido multitudinarias en el último año. Pero esto cuestiona los planes económicos y políticos de los ricos que quieren ser cada vez más ricos. La “amenaza” que supone para ellos esas reivindicaciones se soluciona con la eliminación, con muerte de sus líderes; pues es muy barato pagar sicarios y grupos paramilitares que descabecen los movimientos opositores.
Colombia querida, ¡levántate y anda sin temor!
El grito “¡Nos están matando!” es común estos tiempos en Nicaragua y Colombia, que llevan en el último año cientos de muertes violentas en las calles, en las veredas, en las casas... Por mi relación con Colombia, donde estuve viviendo recientemente más de dos años, mi sensibilidad, alimentada cada día por una información puntual de esa violencia, me hace más cercano a ella: ya superan los cien muertos en lo que va de año, y casi trecientos con el anterior.
Últimamente, los obispos de ambos países se han unido a este clamor contra la violencia fratricida. Primero los de Nicaragua, a los que acaban de unirse los de Honduras y Guatemala por las agresiones contra miembros del episcopado y el clero en la basílica de una ciudad nicaragüense.
A este respecto, fue muy expresivo la falta de apoyo de la jerarquía eclesiástica colombiana al proceso de paz impulsado por el presidente Santos. La mayoría de los obispos y curas tuvieron una postura poco clara, y otros muchos llegaron a pedir claramente el No en el Referendum, para vergüenza de miles de colombianos; del mismo modo que una parte importante de las iglesias protestantes, por miedo a los presuntos “castrochavistas” y la “ideología de género”. Cierto que algún obispo como Ómar Sánchez, dijo inmediatamente después del triste resultado del Referéndum de paz: “¡Qué dolor de patria! ¿Qué celebran? ¿Qué han ganado? ¿Que el monstruo de la guerra se les ría en la cara? ¿Que los muertos los pongan otros?”.
“En otros lugares de la Tierra, estas mujeres y estos hombres serían héroes nacionales; aquí los matamos”, escribía estos días el jesuita colombiano Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad. “Eran seres protagónicos y esto incomoda a un Estado que no es democrático –añadía el P. de Roux-… Se plantaban delante de los que tenían armas para hacer respetar la dignidad de su gente… Eran hombres y mujeres de paz”. Algunas de estas personas hicieron claramente campaña por Petro, la esperanza del cambio, frente a Duque, el alevín de Uribe y las fuerzas conservadoras.
Colombia querida, ¡levántate y anda sin temor!