Una Iglesia sin tensiones, ni crisis es una quimera
En la historia de la Iglesia no se cuenta un sólo período del que se pueda afirmar tajantemente, que ha sido una balsa de aceite o un remanso de paz. Y si esto ha sucedido, sin duda ha sido forzado por algún elemento exterior, que ha violentado las dinámicas internas. Por eso las nostalgias de otros tiempos mejores, sólo conducen a épocas hiper-autoritarias o quiméricas.
El sueño de una Iglesia sin tensiones, ni crisis es irreal. De la misma manera que los seres humanos crecemos y maduramos al compás de las distintas crisis, también las Instituciones. Y mucho más la Iglesia, que tiene un tesoro en vasijas de barro, parafraseando a Pablo. Sin olvidar el “ya, pero todavía no” de una Iglesia, que camina al hilo de los los siglos, hacía una deseada santidad. La gracia y el pecado conviven cotidianamente. El trigo y la cizaña crecen juntos…
La Iglesia de los primeros decenios es un amasijo de tensiones e intereses de distinta índole. La literatura apócrifa de esos primeros tiempos y la arqueología del Nuevo Testamento reflejan perfectamente esas luchas entre los cristianos provenientes del paganismo y los que venían del judaismo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, junto a una visión idealizada de la comunidad cristiana, aparecen muchos contrapuntos, que culminan con el llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15). Esta ha sido la constante de una Iglesia, que necesitaba comprender el misterio que la sustenta. Sin duda la fidelidad a esa comprensión, en el fondo del misterio de Dios, ha llevado a la Iglesia a reconocer: por un lado, un sano y necesario pluralismo y, por otro lado, la necesidad de establecer unos límites.
Por eso, la mayoría de los Concilios de los primeros siglos han sido siempre intentos de responder más fielmente al mensaje evangélico y adaptarlo a los tiempos. La definición de los dogmas no fue una tarea fácil. Una larga historia conflictiva precedió la definición de cada uno de ellos. La Iglesia, ante la aparición de diversas interpretaciones, tenía la necesidad de fijar unos límites. Unos mínimos, no unos máximos, que marcaran el camino de una necesaria ortodoxía. Y esto, contando con la misteriosa acción del Espíritu Santo, que guía a su Iglesia. Pero también teniendo en cuenta a los hombres que la conducen, con sus luces y sus sombras. Las luces se llaman santidad y las sombras, por ejemplo Inquisición, intereses políticos, económicos, etc. La definición de los distintos dogmas, sin duda está condicionada por el lenguaje propio de la época. De ahí la necesaria hermenéutica de cada uno de ellos, para que digan en el hoy de nuestra fe, lo mismo que decían en el ayer. Un esfuerzo histórico lingüístico se impone en cada momento para su comprensión y actualización. La Teología Fundamental sale al encuentro de esta tarea.
La iglesia de hoy no está tampoco exenta de tensiones. Sin embargo cabe preguntarse: qué tipo de conflictos la atraviesan en estos momentos. Muchos de estos son aceptables, necesarios y fecundos…otros responden a otro tipo de intereses. No podemos olvidar que la Universalidad de la Iglesia, gracias a la globalización y a los medios de comunicación, hoy, es más palpable y patente que nunca. En ella conviven, y somos cada vez más consciente de ello, gentes de distintas experiencias, cosmovisiones y sensibilidades, aunque tengamos básicamente una misma fe. Las consecuencias de esto se reflejan en muchos ámbitos. La homogeneización es cada vez más complicada. La inculturación hace siglos que se abrió camino, y es imparable. Esta es una fuente de conflictividad. Algunos no aceptan el pluralismo, que nace de la comprensión y vivencia distinta de la fe. Esta necesaria y fecunda conflictividad se palpa cada vez más en los Sínodos y en los conclaves. Los muros del Vaticano, en estos últimos tiempos, oyen cosas muy diversas y muy interesantes, nacidas de la fidelidad al Dios de la Historia y de la Geografía.
Las conjuras palaciegas y las viejas inercias, particularmente de la Curia Romana, las denuncia cada año por estas fechas el Papa Francisco. Esto levanta sin duda ampollas, que difícilmente se curan, ya que afectan a intereses de personas y colectivos, bien enraizados en la Institución, que ven peligrar sus puestos y sus privilegios. La reforma de la Curia es una fuente de conflictividad siempre presente en la Historia de la Iglesia. La conexión entre la Curia Romana y el Sumo Pontífice no ha sido siempre ni fácil, ni fluída, ya que la aspiración de aquella era sentirse en cierto modo autónoma. El objetivo era siempre el mismo, que el Papa se ocupe de lo espiritual, y la Curia de lo material. En tiempos de crisis curiales, han nacido muchas “ententes cordiales” para hacer frente al enemigo común: la reforma papal. Estas conjuras ya son viejas en la Historia de la Iglesia. Incluso en algunas de ellas se han llevado, en otros tiempos, algún Papa por delante. Estos conflictos generan escándalos en el pueblo de Dios sencillo y no son deseables. Pero muchas veces inevitables. La miseria humana anida por doquier y el Vaticano no está exento.
Finalmente los conflictos nacen también de ciertos personalísmos, que bajo pretexto de una mejor comprensión de la fe, se sitúan, sin ningún reparo, frente a la autoridad Papal. Probablemente estos personajes echan de menos el protagonismo, la cercanía o el cariño de otros tiempos. Siempre hay damnificados o daños colaterales. Alguien me decía que estos señores, en el ocaso de sus vidas, quieren todavía pintar algo, en una Iglesia que rechaza cada vez más sus posiciones fosilizadas. En estos momentos, lo razonable es no hacerles frente, ya que sería ofrecerles oxígeno. Este tipo de oposición, generalmente en la historia de la Iglesia se ha diluido poco a poco o se ha situado al margen de la misma.
En resumidas cuentas, nada nuevo bajo el sol. Todos tenemos que aprender a integrar ese cierto nivel de conflictividad de manera activa y madura. Esto significa asumirla, desenmascararla y aislarla inteligentemente. A mí me parece que esa es la actitud del Papa y su entorno en estos momentos. La reforma de Francisco sigue…y, a pesar de las resistencias, es imparable. No se trata de dar carta de naturaleza a la conflictividad, sino de entender la dinámica de una Institución ya con muchas arrugas y canas…Y, sobre todo, no perder el tiempo en guerras innecesarias, cuando los frentes abiertos para un vida cristiana más comprometida y coherente con el evangelio son muchos. El papa Francisco cada día los pone ante nuestros ojos.
El sueño de una Iglesia sin tensiones, ni crisis es irreal. De la misma manera que los seres humanos crecemos y maduramos al compás de las distintas crisis, también las Instituciones. Y mucho más la Iglesia, que tiene un tesoro en vasijas de barro, parafraseando a Pablo. Sin olvidar el “ya, pero todavía no” de una Iglesia, que camina al hilo de los los siglos, hacía una deseada santidad. La gracia y el pecado conviven cotidianamente. El trigo y la cizaña crecen juntos…
La Iglesia de los primeros decenios es un amasijo de tensiones e intereses de distinta índole. La literatura apócrifa de esos primeros tiempos y la arqueología del Nuevo Testamento reflejan perfectamente esas luchas entre los cristianos provenientes del paganismo y los que venían del judaismo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, junto a una visión idealizada de la comunidad cristiana, aparecen muchos contrapuntos, que culminan con el llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15). Esta ha sido la constante de una Iglesia, que necesitaba comprender el misterio que la sustenta. Sin duda la fidelidad a esa comprensión, en el fondo del misterio de Dios, ha llevado a la Iglesia a reconocer: por un lado, un sano y necesario pluralismo y, por otro lado, la necesidad de establecer unos límites.
Por eso, la mayoría de los Concilios de los primeros siglos han sido siempre intentos de responder más fielmente al mensaje evangélico y adaptarlo a los tiempos. La definición de los dogmas no fue una tarea fácil. Una larga historia conflictiva precedió la definición de cada uno de ellos. La Iglesia, ante la aparición de diversas interpretaciones, tenía la necesidad de fijar unos límites. Unos mínimos, no unos máximos, que marcaran el camino de una necesaria ortodoxía. Y esto, contando con la misteriosa acción del Espíritu Santo, que guía a su Iglesia. Pero también teniendo en cuenta a los hombres que la conducen, con sus luces y sus sombras. Las luces se llaman santidad y las sombras, por ejemplo Inquisición, intereses políticos, económicos, etc. La definición de los distintos dogmas, sin duda está condicionada por el lenguaje propio de la época. De ahí la necesaria hermenéutica de cada uno de ellos, para que digan en el hoy de nuestra fe, lo mismo que decían en el ayer. Un esfuerzo histórico lingüístico se impone en cada momento para su comprensión y actualización. La Teología Fundamental sale al encuentro de esta tarea.
La iglesia de hoy no está tampoco exenta de tensiones. Sin embargo cabe preguntarse: qué tipo de conflictos la atraviesan en estos momentos. Muchos de estos son aceptables, necesarios y fecundos…otros responden a otro tipo de intereses. No podemos olvidar que la Universalidad de la Iglesia, gracias a la globalización y a los medios de comunicación, hoy, es más palpable y patente que nunca. En ella conviven, y somos cada vez más consciente de ello, gentes de distintas experiencias, cosmovisiones y sensibilidades, aunque tengamos básicamente una misma fe. Las consecuencias de esto se reflejan en muchos ámbitos. La homogeneización es cada vez más complicada. La inculturación hace siglos que se abrió camino, y es imparable. Esta es una fuente de conflictividad. Algunos no aceptan el pluralismo, que nace de la comprensión y vivencia distinta de la fe. Esta necesaria y fecunda conflictividad se palpa cada vez más en los Sínodos y en los conclaves. Los muros del Vaticano, en estos últimos tiempos, oyen cosas muy diversas y muy interesantes, nacidas de la fidelidad al Dios de la Historia y de la Geografía.
Las conjuras palaciegas y las viejas inercias, particularmente de la Curia Romana, las denuncia cada año por estas fechas el Papa Francisco. Esto levanta sin duda ampollas, que difícilmente se curan, ya que afectan a intereses de personas y colectivos, bien enraizados en la Institución, que ven peligrar sus puestos y sus privilegios. La reforma de la Curia es una fuente de conflictividad siempre presente en la Historia de la Iglesia. La conexión entre la Curia Romana y el Sumo Pontífice no ha sido siempre ni fácil, ni fluída, ya que la aspiración de aquella era sentirse en cierto modo autónoma. El objetivo era siempre el mismo, que el Papa se ocupe de lo espiritual, y la Curia de lo material. En tiempos de crisis curiales, han nacido muchas “ententes cordiales” para hacer frente al enemigo común: la reforma papal. Estas conjuras ya son viejas en la Historia de la Iglesia. Incluso en algunas de ellas se han llevado, en otros tiempos, algún Papa por delante. Estos conflictos generan escándalos en el pueblo de Dios sencillo y no son deseables. Pero muchas veces inevitables. La miseria humana anida por doquier y el Vaticano no está exento.
Finalmente los conflictos nacen también de ciertos personalísmos, que bajo pretexto de una mejor comprensión de la fe, se sitúan, sin ningún reparo, frente a la autoridad Papal. Probablemente estos personajes echan de menos el protagonismo, la cercanía o el cariño de otros tiempos. Siempre hay damnificados o daños colaterales. Alguien me decía que estos señores, en el ocaso de sus vidas, quieren todavía pintar algo, en una Iglesia que rechaza cada vez más sus posiciones fosilizadas. En estos momentos, lo razonable es no hacerles frente, ya que sería ofrecerles oxígeno. Este tipo de oposición, generalmente en la historia de la Iglesia se ha diluido poco a poco o se ha situado al margen de la misma.
En resumidas cuentas, nada nuevo bajo el sol. Todos tenemos que aprender a integrar ese cierto nivel de conflictividad de manera activa y madura. Esto significa asumirla, desenmascararla y aislarla inteligentemente. A mí me parece que esa es la actitud del Papa y su entorno en estos momentos. La reforma de Francisco sigue…y, a pesar de las resistencias, es imparable. No se trata de dar carta de naturaleza a la conflictividad, sino de entender la dinámica de una Institución ya con muchas arrugas y canas…Y, sobre todo, no perder el tiempo en guerras innecesarias, cuando los frentes abiertos para un vida cristiana más comprometida y coherente con el evangelio son muchos. El papa Francisco cada día los pone ante nuestros ojos.