Volver siempre a la casa de su Amor incondicional: al vernos “se le conmueven las entrañas, se nos echa al cuello y nos cubre de besos” (Lc 15,20) En vez de “agobio”, mirar el amor del Padre y vivirlo (Domingo 3º Adviento C 2ª lect. 15.12.2024)
| Rufo González
Comentario: “alegraos siempre en el Señor”(Filipenses 4,4-7)
El capítulo cuarto de Filipenses se inicia con una llamativa expresión de amor comunitario y un testimonio sobre hombres y mujeres que trabajan conjuntados en la Iglesia: “hermanos míos queridos (ἀγαπητοὶ: amados de modo desinteresado) y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos (ἀγαπητοὶ). Ruego a Evodia y también a Síntique que piensen lo mismo en el Señor. Y a ti en particular, leal compañero, te pido que las ayudes, pues ellas lucharon (συνήθλησάν: combatir, fatigarse, esforzarse en compañía) a mi lado por el Evangelio, con Clemente y los demás colaboradores (συνεργῶν: actores conjuntos) míos, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida” (Flp 4,1-3). No existía el clero: masculino, célibe, con títulos y privilegios, vestido de forma singular... La comunidad era “clero (porción, suerte, herencia) del Señor”. Todos “han recibido el perdón de los pecados y `parte en la herencia´ (κλῆρον) entre los que han sido santificados por la fe en mí” (He 26,18).
La lectura insta a disfrutar de la “alegría en el Señor”: “alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos” (v. 4). Es un fruto del Espíritu Santo: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí”(Gál 5,22-23a). La “alegría en el Señor” nace del Espíritu que nos habita, don del Padre y de Cristo. Espíritu que nos da conciencia de ser hijos de Dios, nos convence de su amor concreto y liberador. No es, pues, fruto de circunstancias externas, casuales, accidentales. Fortalece, aporta siempre realismo optimista, revive y saborea que “el Señor está cerca”, es Enmanuel (Dios con nosotros) en todo momento.
“Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca” (v. 5). El original (τὸ ἐπιεικὲς ὑμῶν γνωσθήτω πᾶσιν ἀνθρώποις): “lo conveniente (justo, equitativo. amable, indulgente, benigno, bueno, condescendiente) de vosotros sea dado a conocer a todos los seres humanos”. Hoy diríamos: que todo el mundo “llegue a conocer” la “buena gente” -“buenas personas”- que sois. Para lo que hay que ser transparentes. Daña mucho a la Iglesia la hipocresía, el no poder manifestar lo que se piensa de verdad, la ocultación de los vicios clericales o de los piadosos de prácticas religiosas que no cuadran con su vida real. El versículo 8, no leído hoy, llama también a la sinceridad: “todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta”.
“Nada os preocupe” (v. 6a). Igual expresión (“μηδὲν μεριμνᾶτε”) aparece en Mt 6,25 (μὴ μεριμνᾶτε): “no estéis agobiados por vuestra vida” y en 1Pe 5,7 (πᾶσαν τὴν μέριμναν ὑμῶν ἐπιρίψαντες ἐπ’ αὐτόν): “Descargando en él todo vuestro agobio”. Es la paz interior, fruto del Espíritu que nos hace confiar en el amor divino. Elimina el agobio vital sustancial. El amor divino sostiene nuestro ser, le da armonía interior y sitúa cada cosa en su sitio. El creyente en el amor divino acepta todo como un don y articula la vida en la dirección de agradecer y amar. Toda necesidad, crisis, preocupación... encuentra salida desde esta actitud amorosa.
“Sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios” (v. 6b). En vez de “agobio y preocupación”, “oración”. Siguiendo a la gran experta, Teresa de Jesús, “orar es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de la Vida 8,5). Hay que escuchar en lo profundo de nuestra conciencia la voz del Padre a todo ser humano: “eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo” (Is 43,4). La fe en su amor incondicional impide culparnos y creernos incapaces de responder a su amor. A veces nos escuchamos a nosotros mismos: nuestro superego tiránico, vengativo, despiadado. El Padre de Jesús es el Padre del hijo pródigo: al vernos “se le conmueven las entrañas, se nos echa al cuello y nos cubre de besos” (Lc 15,20).
“Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (v. 7). Los frutos del Espíritu nos llevan a la oración “como Dios quiere”, fortalece el amor, unifica interior y exteriormente (en la acción). Es la mejor preparación para celebrar la Navidad: alegría, confianza básica en la vida penetrada de amor divino, vivencia de la paz incomprensible que el Espíritu nos da, oración expresiva del amor que sentimos con acción de gracias y compromiso de evitar todo sufrimiento.
Oración: “alegraos siempre en el Señor”(Filipenses 4,4-7)
Jesús, “lleno de alegría en el Espíritu Santo” (Lc 10,21):
Pablo, transparenta tu amor y tu alegría a los cristianos de Filipos:
“hermanos míos queridos y añorados,
mi alegría y mi corona,
manteneos así, en el Señor, queridos” (Flp 4,1);
“Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos.
Que vuestra mesura la conozca todo el mundo.
El Señor está cerca.
Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión,
en la oración y en la súplica, con acción de gracias,
vuestras peticiones sean presentadas a Dios.
Y la paz de Dios, que supera todo juicio,
custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.
Nos recuerda tu amor a los discípulos:
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor;
lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre
y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros,
y vuestra alegría llegue a plenitud.
Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros
como yo os he amado” (Jn 15, 9.11-12).
Hablas, Jesús, de “tu alegría”, fruto de “tu amor”:
del amor del Padre, que llenaba tu corazón;
del amor que siente a los demás como entrañas propias;
del amor que suscita confianza vital plena;
del amor incondicional que dice a nuestra conciencia:
“eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo” (Is 43,4);
del amor que retratas en la parábola del hijo pródigo:
amor que al vernos “se le conmueven las entrañas,
se nos echa al cuello y nos cubre de besos” (Lc 15,20).
Este amor-confianza es un regalo de la Vida:
esta confianza no es exclusiva de los creyentes;
se vive como osadía que lleva a decir sí a la vida;
se concreta en las conciencias personales:
personas de corazón abierto a todo el mundo:
que comparten “gozos y esperanzas, angustias y tristezas”,
que se complican la vida por suprimir el dolor y la injusticia.
Tú, Jesús de Nazaret, eres un creyente, enteramente humano:
confías en las personas, en la historia necesaria...;
interpretas la vida como un regalo del misterio de Dios;
crees que en todos habita el Amor incondicional;
Amor visible en tu conducta:
en tu cuidado por los enfermos,
en tu afán por saciar el hambre de pan y de respeto;
en tu esfuerzo por la convivencia en amor.
Tú, Jesús, invitas a la confianza incondicional en el Padre:
“No andéis agobiados pensando qué vais a comer,
o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir.
Los paganos se afanan por esas cosas.
Ya sabe vuestro Padre celestial
que tenéis necesidad de todo eso.
Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia;
y todo esto se os dará por añadidura” (Mt 6,31-33).
Propones, Jesús, “buscar sobre todo el reino de Dios y su justicia”:
en vez de “agobio y preocupación”, mirar el amor del Padre,
conocer su voluntad y vivirla;
escuchar en lo profundo de la conciencia la voz del Padre:
“eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo” (Is 43,4);
volver siempre a la casa de su amor incondicional:
al vernos “se le conmueven las entrañas, se nos echa al cuello
y nos cubre de besos” (Lc 15,20);
su amor incondicional impide centrarnos en nosotros,
escuchar nuestro superego tiránico, vengativo, despiadado;
su amor incondicional nos capacita para responder a su amor
amando a todos, especialmente a los más débiles,
alegrándonos al curar, al ser honrados y transparentes.
Que tu Espíritu, Cristo Jesús, penetre nuestra vida:
la unifique y fermente como unificó y fermentó la tuya;
la fortalezca para curar y liberar de lo que oprime y deshumaniza;
la llene de tu alegría, de tu oración, de tu paz.