"Hay que redescubrir y potenciar el sacerdocio bautismal" Dime qué poder quieres y te diré qué guía eres

Jerarquía con mitra y báculo
Jerarquía con mitra y báculo

"No hay forma humana de gestión del poder que, en su pureza, pueda adaptarse a la esencia de la Iglesia"

"En los primeros tiempos, la Iglesia en su conjunto vivió casi como una democracia de la fe que exige y establece un cierto grupo minoritario o reducido"

"La participación de todo el pueblo fiel en la elección del obispo y del resto del clero, en la admisión a los sacramentos de la iniciación cristiana, en la reconciliación de un pecador con la Iglesia"

En un horizonte más sinodal de una Iglesia ¿cómo caminar juntos para aprender a caminar juntos? ¿Cómo entender y ejercitar la gestión del poder dentro de la Iglesia? ¿Qué nos pueden sugerir la creatividad y la fidelidad al Espíritu Santo para construir una forma de gestión del poder eclesial adecuada al estilo evangélico?

La Iglesia es guiada por el Espíritu Santo, por supuesto (Iglesia Pueblo de Dios), pero puesto que Cristo está hoy encarnado en la humanidad (Iglesia Cuerpo de Cristo). ¿Tiene la Iglesia una forma evangélica de gestión del poder?

Seguramente un recorrido histórico nos mostraría cómo las formas de la gestión concreta del poder en la Iglesia han variado de época en época. Y hasta se podría decir que, en su conjunto, la dinámica histórica nos diría que:

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Demetrio

1.- no hay forma humana de gestión del poder que, en su pureza, pueda adaptarse a la esencia de la Iglesia. Porque es cierto que la Iglesia no es una democracia, pero tampoco es una monarquía o una oligarquía. Tampoco es una anarquía o una dictadura. Ninguna de estas formas «puras» traduce fielmente la esencia de la Iglesia en acción;

2.- en cada época hay siempre trazas de democracia, oligarquía y monarquía, diversamente conectadas entre sí según los equilibrios que permite la condición cultural en que se encuentra la Iglesia en ese momento.

En los primeros tiempos, la Iglesia en su conjunto vivió casi como una democracia de la fe que exige y establece un cierto grupo minoritario o reducido: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15,28). Donde el nosotros no era sólo de los doce, sino de toda la comunidad de Jerusalén (15:4, 22-23). En ella ciertamente los doce tenían una preeminencia, que era, sin embargo, fundamentada y reconocida por el resto de los fieles, que no se sentían excluidos de la toma de decisiones y podían aportar sus experiencias y reflexiones para que la «oligarquía del grupo minoritario o reducido» estuviera más iluminada (Hch, 9:32; 10:45; 1 Pe 5:12).

Esta dinámica se dio también en las comunidades singulares, donde los fieles solicitaban y designaban al obispo, que actuaba como referencia en la que todo el pueblo se reconocía. En ese momento se producía un «caminar juntos» bastante verdadero, pero ciertamente no perfecto (Hch 5,1-11), que también por la fuerza de la fe naciente consiguió equilibrar discretamente el poder, la participación de todos y la verdad de las decisiones tomadas.

Este sistema se mantuvo más o menos hasta principios del siglo III, cuando el desarrollo de las grandes comunidades planteaba una serie de problemas de gestión, pastorales y teológicos que sólo podían ser abordados por el conjunto de las comunidades. Así pues, la gestión de las decisiones a gran escala se confió a los concilios, que, por mayoría, marcaban el rumbo de la Iglesia universal. El obispo de Roma adquirió ya entonces un significado especial, pero su poder específico era reconocido por los concilios, los padres de la Iglesia y los obispos, sin que, por el momento, estuviera autorizado a tomar decisiones organizativas en el seno de cada una de las Iglesias. Los fieles que no pertenecían a la jerarquía seguían teniendo voz y podían ofrecer orientaciones y reflexiones incluso a los concilios, pero su presencia ya tendía a disminuir un poco.

Poder en la Iglesia

Fue el momento de una oligarquía extendida y elástica, con la identificación de un «líder», cuya autoridad, sin embargo, surgía desde abajo, del reconocimiento de los demás y no como su propia auto-fundación o auto-reclamación. Había, sí, un caminar juntos que seguía siendo real, pero en el que el espacio para el «Pueblo de Dios» tendía a ser menos evidente, mientras que el de la jerarquía se iba haciendo más sustancial. Se elevaba el centro de gravedad del poder eclesial, pero sin eliminar la participación de todos. La certeza de la verdad de las opciones comenzaba a tender a basarse más en el papel del decisor que en la participación de todo el Pueblo de Dios.

Con el Concilio Vaticano II, la situación se trató de mover quizá más en la teoría que en la práctica... En cualquier caso, se movió fundamentalmente en dos direcciones. Por un lado, el reequilibrio a favor del papel de los obispos en relación con el obispo de Roma. Por otra, un intento de reactivar una praxis sinodal típica de las primeras etapas del cristianismo, que de hecho se había vuelto muy nebulosa. Tal vez haya sido el estilo del Papa Francisco el que ha permitido, no sin reticencias ni oposiciones, a la reanudación del proceso iniciado por el Concilio Vaticano II en un horizonte de sinodalidad que nos ha conducido hasta estos últimos años de un proceso más sinodal.

Partiendo de esta base, ¿qué forma de gestión del poder podría ser apropiada para la Iglesia en la época en que vivimos? La esperanza es que esta respuesta pueda ser el fruto del camino del actual Sínodo sobre la sinodalidad. Quizá algunas sugerencias pudieran ir en esta línea…

En el ámbito de la Iglesia universal por ejemplo:

1.- Las opciones pastorales que no pertenecen a datos esenciales del «depositum fidei» podrían descentralizarse, asignándolas al ámbito de las conferencias episcopales. Por ejemplo, el celibato de los sacerdotes. Puesto que no pertenece a la esencia de ser sacerdote, ¿podemos permitir que algunas conferencias episcopales lo hagan opcional? O, por ejemplo, la designación del episcopado: ¿sería tan extraño que la conferencia episcopal pudiera decidir sus propios obispos?

2.- Se podría considerar la contribución de los laicos en el seno de las conferencias episcopales, incluidos sínodos y concilios, sancionando esta posibilidad mediante la redefinición jurídica de los estatutos. Para las deliberaciones de fe podrían tener un papel consultivo, pero obligatorio, mientras que para las decisiones pastorales que les conciernen y no pertenecen al «depositum fidei» podrían tener también un voto deliberativo. Por ejemplo, la práctica pastoral para los divorciados vueltos a casar, sería un asunto sobre el que los laicos también tendrían la posibilidad y el derecho a votar. Sobre la consulta para las propuestas de posibles nombramientos al episcopado o sus asignaciones territoriales, los laicos podrían tener un voto deliberativo. Siempre quedaría, sin embargo, la posibilidad de que el obispo de Roma invalidara, a su juicio, una deliberación conciliar, sinodal o de una conferencia regional o nacional.

Baculo-sombrero de Casaldáliga
Baculo-sombrero de Casaldáliga

 En el ámbito local por ejemplo:

1.- Haciendo deliberativos y no meramente consultivos los órganos de gestión comunitaria ya existentes, transfiriéndoles la misma práctica deliberativa presente en sínodos y consejos, de modo que las decisiones deban ser tomadas, estatutariamente, por mayoría cualificada. Con el compromiso de operativizar las decisiones organizativas y de gestión a través del trabajo de laicos cualificados, para liberar a los presbíteros de todo aquello que no pertenezca a la esencia de su ministerio ordenado. Y, en caso de dudas sobre cuestiones de fe y moral, definir legalmente que tanto el párroco como los fieles puedan dirigirse al obispo para verificar la validez de la elección hecha por el consejo. Obviamente, lo mismo se podría aplicas a los consejos diocesanos, con la posibilidad de dirigirse al presidente de la conferencia episcopal.

La participación de todo el pueblo fiel en la elección del obispo y del resto del clero, en la admisión a los sacramentos de la iniciación cristiana, en la reconciliación de un pecador con la Iglesia,…, éstas y otras costumbres eran básicamente todas ellas formas mediante las cuales el Pueblo de Dios públicamente aseguraba su colaboración con el ministerio ordenado de los obispos, de los presbíteros, de los diáconos.

Hace sesenta años, Karl Rahner, uno de los protagonistas de la renovación eclesial que desembocó en el Concilio Vaticano II, planteaba una cuestión que ha vuelto a hacerse evidente en este intenso tiempo sinodal. Es decir, el riesgo de que ante tanta palabrería y multiplicadas ocasiones de confrontación falten instrumentos jurídicos adecuados capaces de dar forma y cuerpo a una auténtica sinodalidad. Una expresión más del paternalismo y del clericalismo que puede impedir pensar en cambios de roles, funciones y prácticas que obliguen necesariamente a rediseñar, al menos en parte, la estructura de la Iglesia, la distribución de responsabilidades y, en consecuencia, el ejercicio del poder en su seno.

No se trata de infravalorar o menospreciar la gracia bautismal que el Espíritu Santo ha depositado en el corazón del pueblo cristiano. El clericalismo -fomentado tanto por los ministros ordenados como por los laicos- genera una escisión en el cuerpo eclesial que fomenta y ayuda a perpetuar no pocos de nuestros males. Es necesario devolver al Pueblo de Dios la personalidad, también en su capacidad de decisión, y no solo de consulta, que el clericalismo ha borrado. Hay que redescubrir y potenciar el sacerdocio bautismal, y para ello hay que erradicar el clericalismo, que ha menospreciado e infravalorado la gracia bautismal que el Espíritu Santo ha puesto en el corazón de nuestro pueblo.

Vino nuevo en odres viejos, ese es el riesgo que corremos. Porque -nos recuerda el Papa Francisco- «caminar juntos -laicos, pastores, obispo de Roma- es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no tan fácil de poner en práctica». Sin embargo, no hay vuelta atrás. No nos falte valor. Incluso para revisar los Códigos de Derecho -escritos por hombres-, para dar, aquí y ahora, forma al Espíritu Santo.

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