Comentario a la lectura evangélica (Marcos 8, 27-35) del XXIVº Domingo del Tiempo Ordinario "Si eres como yo, lo has entendido todo de mí. Y si haces como yo, eres mi mejor imagen"
"¿Qué se decía el domingo pasado? ¡Ábrete! a la escucha de la Palabra y a la profesión de la fe. Y la primera lectura de hoy se hace eco: El Señor Dios me ha abierto el oído"
"Varios nudos están a punto de entrar en ebullición: estamos ante la pregunta: "Pero, ¿quién decís que soy yo?…"
"Pedro se expone como el primero de la clase y da la respuesta correcta: 'Tú eres el Cristo' … Y también nosotros, como Pedro, debemos intentar que no se nos escape la pregunta: Pero, ¿quién decís que soy yo?'"
"Providencial y sabia es la yuxtaposición entre la pregunta de Jesús y las de Santiago en la segunda lectura: ¿De qué sirve, hermanos míos, si uno dice que tiene fe, pero no tiene obras? ¿Puede salvarle esa fe?"
"Pedro se expone como el primero de la clase y da la respuesta correcta: 'Tú eres el Cristo' … Y también nosotros, como Pedro, debemos intentar que no se nos escape la pregunta: Pero, ¿quién decís que soy yo?'"
"Providencial y sabia es la yuxtaposición entre la pregunta de Jesús y las de Santiago en la segunda lectura: ¿De qué sirve, hermanos míos, si uno dice que tiene fe, pero no tiene obras? ¿Puede salvarle esa fe?"
¿Qué se decía el domingo pasado? ¡Ábrete! a la escucha de la Palabra y a la profesión de la fe. Y la primera lectura de hoy se hace eco: El Señor Dios me ha abierto el oído. Evidentemente, el tono es muy distinto. El domingo pasado, el milagro rompía la burbuja de aislamiento en la que estaba encerrado el sordomudo. Hoy, en el Tercer Canto del Siervo, la escucha parece imponerse, como una forma de violencia (Jr 20,7), y se necesita un rostro duro como la piedra para hablar. Este cambio de acentos, si se quiere, ya lo dice todo: la experiencia de quien ha escuchado la Palabra y la ha hecho suya será cualquier cosa menos fácil.
Habíamos dejado a Jesús en un improbable recorrido alrededor del mar de Tiberíades, también conocido como mar de Galilea, y volvemos a encontrarlo en Cesarea, al norte del mismo lago. Es una región bastante periférica, podemos imaginar que el Maestro no quiere ser molestado en su conversación y enseñanza con los discípulos. En efecto, varios nudos están a punto de entrar en ebullición: estamos ante la pregunta: "Pero, ¿quién decís que soy yo?".
El discurso sobre la identidad de Jesús nos acompaña desde hace varias semanas: ¿Quién es? se preguntaron los discípulos cuando amainó la tormenta. En los pueblos de alrededor del mar de Galilea, entre la multitud, podía ocurrir que algunos bienpensantes, quizá un poco escépticos, sugirieran no molestar al Maestro. Los bienpensantes de Nazaret pesaban más que todos ellos, y se tranquilizaron al recordar que no era otro que el hijo del carpintero. Ahora, para el pequeño grupo de discípulos, parece haber llegado el momento de ir al grano: "Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
Pedro se expone como el primero de la clase y da la respuesta correcta: "Tú eres el Cristo". El episodio se relata en los tres sinópticos, y sólo Mateo informa también de las palabras de aprobación de Jesús, con el célebre mandato: "Bendito seas, Simón, hijo de Jonás... tú eres Pedro y sobre esta roca...". Estamos, pues, en el punto culminante.
Y también nosotros, como Pedro, debemos intentar que no se nos escape la pregunta: "Pero, ¿quién decís que soy yo?". Aquí, por supuesto, no vamos a jugar a los "fenómenos". Cada uno puede responder en el fondo de su propia conciencia, comparando tal vez la respuesta que sale de la cabeza con las miles de otras respuestas que salen de las palabras, de los hechos, de las omisiones... El hecho es que la pregunta se dirige a cada discípulo, para ayudarle a convertirse en creyente. Y también es cierto que la pregunta se dirige a un tú, a una comunidad. Por tanto, no basta con mirar hacia dentro, sino que hay que mirar también alrededor: ¿qué decimos nosotros, comunidad de discípulos creyentes, de Jesús? No creo que se nos pida un tratado de teología dogmática. Se nos pide conservar la frescura del primer anuncio, sencillo y apasionado, corroborado por el testimonio genuino de todos.
Providencial y sabia es la yuxtaposición entre la pregunta de Jesús y las de Santiago en la segunda lectura: ¿De qué sirve, hermanos míos, si uno dice que tiene fe, pero no tiene obras? ¿Puede salvarle esa fe? En efecto, cuando respondemos como Pedro a la pregunta de Jesús, corremos el riesgo de una fe sólo declamada; en cambio, si sólo leemos a Santiago, la caridad podría disolverse en filantropía. Volviendo a un tema siempre debatido: la diferencia entre la Iglesia y una ONG, en mi opinión, radica en que los creyentes nos sentimos incesantemente, o al menos con frecuencia, interpelados por esa pregunta: "Pero, ¿quién decís que soy yo?".
Hablando de confesión de fe, con honestidad debemos hablarnos de una distorsión que puede producirse, de vez en cuando, en nuestras comunidades: cuando uno está demasiado ocupado escudriñando la fe de los demás, puede ocurrir que se eluda la cuestión de Jesús. Por otra parte, ¿cómo se mide la fe? La tentación será medir la fe de los demás por otra cosa: en la mayoría de los casos, la lente será la de las prácticas religiosas. Y es la carta de Santiago la que nos recuerda que se necesita otra lente, la de la caridad, y que la fe de los demás sigue siendo un misterio al que hay que acercarse con respeto.
El pasaje evangélico concluye con unas palabras no menos directas: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará". Tres palabras memorables: tome su cruz. Las leemos hoy superpuestas al relato de la Pasión y adquieren un cierto significado, que los teólogos sabrán explicar bien. Pero para los oyentes de Jesús, que aún no habían visto la Pasión, ¿qué significaban esas palabras (suponiendo que fueran exactamente eso)? Es una pregunta legítima que me acompaña.
La última línea del Evangelio es meridianamente clara: sólo es verdadera vida la que no se disipa sino que se dona.
A Jesús no le gustan las respuestas triunfalistas. Esas respuestas le llevan a Jesús a hacer el primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección. Añadiendo peticiones muy exigentes para quienes quieran seguirlo (y no simplemente acompañarlo): negarse a sí mismos y a sus sueños de gloria terrenal, tomar su cruz y perder la vida. Es decir, hacer lo que Él está a punto de hacer. Con este mensaje implícito (para el escritor, evidentemente): "Si eres como yo, lo has entendido todo de mí. Y si haces como yo, eres mi mejor imagen".
Los cristianos estamos fascinados por Jesús que multiplica los panes y los peces, que alimenta a la gente, que cura a los enfermos, que resucita a los muertos... pero queremos conformarnos verdaderamente a Él incluso cuando es arrestado, flagelado, escupido, burlado, azotado, herido, asesinado por crucifixión.
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