Entréme donde no supe VI - (La esperanza de un encuentro cierto con Dios)
6.- Las esperanzas:
Ante tantas dificultades y tan metidas dentro de nosotros mismos nos puede parecer que la "experiencia de Dios" no habrá de conseguirse nunca. O que está sólo reservada a unos pocos privilegiados. Opino todo lo contrario.
Pienso que la experiencia de Dios, en una u otra medida, está al alcance de todos. Es cierto y constatable que no todos estamos igualmente dotados, pero es igualmente cierto que todos podemos crecer, desarrollarnos y dar frutos. Lo recoge muy bien la "parábola de los talentos" y concordancias (Mt 25,14 - Lc19,11 – Mt 13,12 - Lc 8,18).
También es constatable que ese desarrollo de nuestro potencial dependerá en gran medida de nuestra disposición, es decir, de nuestras opciones personales. Si acogemos la vida profunda, ésta por su propia esencia brotará y se expandirá.
Quiero decir que la propia naturaleza humana, aunque deteriorada y desorientada, está dotada de un "dinamismo o instinto de vida" que nos lleva a buscar, a avanzar y a rectificar. Una vez más el "manual de instrucciones" del ser humano lo recoge: "Buscad y hallareis, llamad y se os abrirá" (Mt 7,7 - Lc11,9).
Dicho de otro modo: Desde el mismísimo designio creador la fuerza de Dios está ahí, en el fondo de nosotros mismos, impulsando ese "dinamismo de vida" hacia la vida plena, hacia nuestro orden perfecto, hacia nuestro despliegue total. Ciertamente podemos perdernos, podemos hacer malas opciones, podemos detenernos en lo inmediato, podemos estar heridos y aturdidos por nuestra historia o por nuestro ambiente, ahogados por nuestras necesidades o cegados por nuestras ambiciones.
Pero siempre, siempre, la atracción de nuestro ser, su "dinamismo de vida", nos seguirá llamando, lanzando señales. Esas llamadas se manifestarán por aspiraciones a existir, intuiciones profundas, invitaciones interiores, imperativos puntuales, determinaciones apremiantes y reflejos de ser. Lo diré de forma transcendente: la voz de Dios está grabada en nuestra naturaleza humana, estamos empujados a la plenitud desde el origen.
Lo visualizaré con la imagen de la mina. Nuestras riquezas personales, todos nuestros dones y tesoros, están encerrados en lo profundo de una mina, nuestra mina individual. En ella se abren amplias galerías que nos comunican con otras minas. Y más allá de nuestros preciosos minerales (nuestros dones) están los lagos y corrientes de tesoros inagotables. Emiten tal resplandor, tal música, tal atracción, es tanto el estrépito de la corriente, que puede percibirse desde la superficie a poco que uno preste oído.
Sin embargo, muchas veces nos sentamos en la embocadura de nuestra mina y no acertamos a bajar. Puede, incluso, que nos hayan facilitado un mapa erróneo (educación y formación). Pero si estamos atentos, si sabemos escuchar, percibiremos los sonidos, las vibraciones, las luces de las fuentes subterráneas, de las aguas freáticas.
Si persistimos en la búsqueda, antes o después nos atreveremos a entrar y bajar. Puede que el túnel esté derruido o cortado por los bombardeos de nuestra historia pasada: "heridas del pasado". Puede que las vigas y traviesas estén descolocadas por los terremotos que hemos provocado o nos han provocado: "malos funcionamientos" (los religiosos los llamarían pecados). Puede, incluso, que haya pozos y túneles falsos que nosotros mismos, en nuestra precipitada ambición, hemos cavado: "malas opciones pasadas".
Pero a medida que vamos restaurando, limpiando, ordenando y construyendo galerías bien orientadas, el descenso será posible. Y, a medida que descendemos, las vibraciones y los resplandores serán más intensos y nuestra motivación para descender aumentará más y más.
Allá, en el fondo de nuestra mina, están los tesoros de nuestra personalidad. Ellos nos permitirán salir de la indigencia y la inestabilidad de la superficie. Nos permitirán una seguridad mayor que contrarreste la ansiedad por cubrir nuestras necesidades materiales.
Pero, sobre todo, podremos experimentar que, bajo nuestros concretos y limitados tesoros, existe un océano inmenso que alimenta todos los dones, todos los colores, todas las músicas y todos los gozos. El encuentro con ese Océano se produce a nivel profundo pero su intuición, la captación de sus vibraciones, la visión fugaz de sus resplandores, puede percibirse desde muy pronto.
Por eso no se puede hablar de "experiencia de Dios" de forma unívoca. Hay tantas experiencias de Dios como personas. Pero además hay experiencias de Dios en distinto grado, en situaciones diversas, en circunstancias anómalas, en distancias aparentemente insalvables. Dios se hace el encontradizo muchas veces en nuestra vida.
Puede que la naturaleza humana esté endurecida pero las ondas que emite esa Transcendencia que habita nuestro subsuelo siempre permanecen. Los brazos de luz del Padre se filtran por todos nuestros poros y nos invitan al abrazo, al gozoso encuentro. Nuestra naturaleza "humana" está construida para ser sujeto gozoso de ese encuentro.
Muchos casos lo confirman: la conversión de Pablo, la de André Frossard (1) y tantísimos otros... Esos encuentros extraordinarios de los santos, que se relatan como milagros, no son más que la consecuencia de sus búsquedas, de su apertura -consciente o subconsciente- a ese Dios Torrente que siempre está volcado sobre nosotros. A poco que ponemos la embocadura de nuestro cántaro boca arriba nos llega la inundación o el goteo, según el grado de nuestra apertura.
Nuestra disposición, nuestra búsqueda -"buscad y hallaréis"- nuestra apertura y nuestra constancia son la puerta que podemos abrir al que siempre está llamando. El problema está en la volatilidad y la inconstancia de nuestras decisiones. Eso que la sabiduría popular ha descrito como "poner una vela a Dios y otra al diablo".
El problema nunca es decisión de Dios. Él siempre está, siempre responde, siempre socorre, siempre abraza. No existen las "acciones extraordinarias" de Dios, eso que llaman "milagros". Sería muy injusto que a unos se les diera y a otros se les negara. Por eso es absurdo pedirlos.
.
Él siempre se da, siempre se derrama sobre todos, desde siempre y por siempre. Pero somos nosotros, con nuestras actitudes y nuestras decisiones, los que le recibimos o le rechazamos, los que nos inundamos del Dios Torrente y hacemos posible los milagros.
Por eso Teresa de Jesús insiste que para llegar a la "experiencia de Dios", a la oración profunda, hay que empezar por una "determinada determinación" de hacer oración todos los días. Son, por tanto, nuestra fragilidad, nuestra inconstancia, nuestra superficialidad y nuestros revoloteos, los que nos mantienen escondidos en la oscuridad sin exponernos a la luz vivificadora del Sol. (¡Cuántas culturas religiosas han identificado a Dios con nuestro astro padre!).
Una actitud a evitar es la "comparación" (a veces verdadera envidia). Olvidamos que NO se nos va a medir por nuestros logros sino por la gestión de nuestros dones, de nuestros talentos (habría que meditar bien la parábola). Hay personas que ambicionan ideales o perfeccionismos imposibles para parecerse a tal o cual modelo actual o pasado. Estas inquietudes desproporcionadas dificultan el humilde descenso hacia el encuentro.
Hay un pasaje en el Evangelio en el que hemos meditado poco: "Al verlo, Pedro preguntó a Jesús: Señor y de éste ¿qué? Contestó Jesús: Y si quiero que se quede aquí hasta que yo vuelva, ¿a ti qué te importa? Tú sígueme" (Jn 21,21). Si Dios es Dios, nadie puede pedirle cuentas, ni explicaciones, ni siquiera pretender comprenderle. No cabe más que inclinar humildemente la cabeza y, sin buscar comparaciones, exclamar: ¡Heme aquí! ¡Hágase tu voluntad!.
Y su voluntad nunca es disparatada, desproporcionada o dolorosa. Se equivocan quienes nos proponen "heroísmos". Su voluntad es la gozosa "santidad ordinaria", que cada uno crezca según su ritmo y sus talentos. ¡Pero si la parábola es clarísima...!
Añadiré finalmente otra observación consoladora. Dicen los teólogos que la contemplación es transformante. Destacaré una faceta de esa transformación: la experiencia de Dios es reparadora. Es decir, no es necesario haber terminado la puesta en orden de nuestra persona, ni haber agotado el descenso a nuestra mina interior, para encontrarnos con esa experiencia, con esa Presencia sanadora. Ya he dicho que hay grados, intensidades y circunstancias. Ciertamente Dios no espera sino que sale al encuentro.
Basta ponerse a buscar, iniciar la restauración de nuestra persona, para comprobar que en ese trabajo de desescombro y puesta en orden ya hay una mano que nos ayuda, nos consuela y nos cura.
Conozco a alguna persona que, llorando ante el Sagrario, ha avanzado espectacularmente -a solas y a oscuras- en su proceso sicológico de "curación de las heridas del pasado". Ha experimentado hasta qué punto la "experiencia de Dios" (aún limitada y pobre) constituye una verdadera relación de ayuda, una verdadera terapia humana, una experiencia reparadora y restauradora de toda la persona.
Tengo la certeza de que esa rauda y permanente Presencia es la que ha suplido, en muchísimos casos, los defectos de la formación cristiana y los claros errores de épocas y ambientes.
Intuyo que son y han sido muchísimos los que se han abierto camino hacia esa Presencia interior y han sido guiados por Ella, a pesar de un "ambiente humano" (cultura, principios, métodos, creencias, supersticiones, ejercicio de la autoridad, etc.) muy deficiente o nefasto, a veces "contra natura". Esta constatación supone un enorme caudal de esperanza. Su mano nunca nos suelta y siempre prevalece.
________________________
(1) Véase: "Dios existe, yo me lo encontré" de André Frossard. RIALP.
.
____________________________________________________________________
____________________________________________________________________