En el sacrificio expiatorio de Jesús lo que opera es un amor misericordioso propio de Dios, de modo que toda la humanidad pecadora es sanada por el amor paciente a los enemigos. Es por esto que hay que estar dispuestos a sufrir por el evangelio de la paz, que conduce a los no violentos hasta el corazón de Cristo paciente.
En la fecundidad de ese amor dispuesto al sacrificio entra también la aceptación de un posible fracaso temporal, que se deriva del hecho mismo de no ejercer coacción alguna. El fruto llega a través de fracasos aparentes. Nuestro servicio de reconciliación está vinculado en su raíz a la cruz de Cristo. Necesitamos, pues, una fe firme en la resurrección y una confianza sin límites en la fuerza del Espíritu Santo, ya que, a la amistad mansa de los no violentos se le ha dado un poder mayor que a todas las armas de la violencia por terribles que sean.
Para poder consagrarse con todo el corazón a la causa de la paz, que todo lo abarca, hay que estar llenos de fe en el don de Dios que sobrepasa todos los conceptos y hay que unirse a la misión honrosa de Cristo que es nuestra paz. La tarea es gigantesca y reclama de nosotros un cambio en nuestra manera de pensar, una transformación profunda en nuestro estilo de vida y una colaboración generosa en una transformación radical de toda la vida pública.