Para acercarse a Dios no hay mejor disposición que el desprendimiento de todas las cosas y del propio yo. La experiencia del encuentro con Dios no depende de nuestro propio esfuerzo ni brota de ninguna parte. Se nos es dada de un modo totalmente gratuito: es un acto de amor por parte de Dios, que ilumina los ojos de nuestro corazón. Así, apoyados en Cristo, podemos tener una experiencia de Dios. Se podría definir este estado como un estar dentro de sí mismo, en un vacío total de todo lo que no es el ser humano, donde Dios se revela como el totalmente Otro, que no se puede identificar con la realidad personal más profunda. Experimentando a Dios en su propia conciencia, la persona, por una luz divina, es introducida en la conciencia de Dios. Y en la experiencia de uno experimenta el otro.
Cristo nos hace la propuesta de adentrarnos en una mayor intimidad por el solo hecho de que por la fuerza del Espíritu somos una imagen de este Dios que nos ha creado. Cristo viene a revelarnos el amor del Padre y así, poco a poco, nos va revelando lo que somos y cuál es nuestra misión. Cristo nos da un nuevo “sentido a la vida”. Por la revelación que Cristo nos va haciendo nuestra vida va creciendo hasta adquirir dimensiones del cosmos y acaba desbordándose tomando dimensiones divinas.