El club. Ideología entre la verdad y la mentira, entre el gato y la liebre


Gran Premio del jurado del Festival de Berlín 2015 “El club” es una película inquietante. Describe y adentra en la atmósfera cerrada y enferma de un grupo de sacerdotes confinados en una casa por sus pecados, que también delitos. “El club”, en primera instancia, denuncia los mecanismos de ocultamiento de la iglesia chilena ante cuestiones como la pederastia o el encubrimiento de las atrocidades de la dictadura. Sin embargo, tiene pretensiones más generales, propone una parábola de la iglesia como casa-institución cerrada entre el cielo y la tierra que oculta y consiente el mal. Cuando alcanza este nivel metafórico maltrata la verdad que pretende descubrir y se convierte más en película-ideológica que en film-denuncia sobre los mecanismos de negación y encubrimiento. La iglesia, dixit Larraín, es una institución socialmente nefasta y dios es usado como máscara y tapadera. El ateísmo es defendido mezclando las desviaciones personales y sociales de una institución con un dios que es usado para ocultar el mal de la violencia tanto física como sexual hacia víctimas inocentes.
Cuatro sacerdotes conviven en una retirada casa de un pueblo costero, situados, como muestra en cartel, entre el cielo, la tierra y el mar en un universo cerrado. Los cuatro hombres -bien interpretados por Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking y Jaime Vadell- purgan sus pecados bajo la custodia de lo que parece ser una monja -interpretada una enigmática Antonia Zegers-, exmujer del director. Tres visitas vendrán a cambiar el equilibrio de describe y rige la hermana Mónica: "Nos levantamos y rezamos. Después tomamos el desayuno. Celebramos la misa al mediodía. Comemos a la una. Luego cantamos. A continuación tenemos tiempo libre. Rezamos el rosario a las ocho y media hora después cenamos"- La primera de las visitas es otro sacerdote de oscuro pasado, la segunda de un visitador de la iglesia – interpretado con buena carga de ambigüedad por Marcelo Alonso- que llega con la intención de cerrar la casa y la tercera, y la más explosiva, es Sandokan – con interesantes registros Roberto Farías- una persona desequilibrada por un pasado de sufrimiento.
Pablo Larraín se ha especializado en sacar a la luz historias de ocultamiento de la sociedad chilena, fijándose sobre todo en el tiempo de la dictadura y sus consecuencias. Así títulos como “Tony Manero” (2008), “Post Mortem” (2010) y especialmente “No” (2012) que fue premio de la Quincena de Realizadores de Cannes y nominada a la mejor película de habla no inglesa de los Oscar del 2012. Procedente de una familia de la oligarquía económica y política chilena fue educado en el catolicismo que luego como adulto abandonó junto con el derechismo de sus padres. Así su personal ajuste de cuentas se convierte en una mirada denunciante sobre la sociedad chilena que ha de enfrentarse a la verdad. Cineasta que sabe emplear los recursos limitados con solvencia, este caso nos describe la nebulosa del mal que se oculta agazapado tras la vida “religiosa” de los protagonistas. Buen director de actores parte de un guion tan intrigante como ideológico que escribe con la colaboración de Guillermo Calderón y Daniel Villalobos.
La crítica al ocultamiento a la justicia de los delitos de los sacerdotes va acompañada de un fuerte contenido de símbolos con pretensiones universales. El galgo de carreras, la casa aislada, el homosexual pederasta, la víctima manipulada, la mujer dominadora, el militar violento, el renovador encubridor o el corrupto borracho. Todos ellos son arquetipos que muestran a la iglesia de la oscuridad, que oculta tras la fachada de luz y esconde el mal hablando de Dios. Si el Génesis dice “Y vio Dios que la luz era buena, y separó a la luz de las tinieblas” como comienza la narración, en “El club” la luz y las tinieblas siguen juntas y no parece que Dios hiciera su tarea.
La crítica de Larraín ha de ser admitida, en parte, sin dudar. Las víctimas inocentes de los delitos de pederastia, violencia militar o corrupción y abuso exigen justicia. El ocultamiento no solo daña la institución eclesial sino sobre todo reniega del Evangelio de Jesucristo. Cuando el director chileno va mostrando cómo bajo capa de religiosidad, se ocultan personas enfermas tanto psicológica como espiritualmente, en el fondo realiza un intento de explicar el porqué de lo que ocurre.
Hasta aquí la denuncia necesaria. A partir de aquí la maniobra ideológica resulta bastante menos autorizada bajo capa de verdad. El director también encubre una mirada poco objetiva y por lo tanto engañosa sobre la realidad de la iglesia chilena y su papel en la sociedad. La iglesia no son ni los padres Vidal. Ortega, Silva y Ramírez. Tampoco lo es la falsa hermana Mónica, ni el dubitativo y nuevo cómplice padre García. Su pretensión de hacer culpable a la toda la iglesia del mal que representan sus personajes, entre enfermos y realmente malos, resulta injusta y falta a la verdad.
Además desde el punto de vista espiritual lo más problemático es la forma en que la película “El club” endosa a Dios el problema del mal. El ateísmo de facto del film presupone y prejuzga una imagen de Dios que no es sino una proyección enfermiza que justifica el mal, sea aceptando la muerte de los inocentes, encubriendo la violencia o usando a las víctimas en favor de su interés. Recuerde el espectador que esto nada tiene que ver con la experiencia del Dios de la misericordia que confiesa y vive la iglesia. Aunque son bien recibidos los avisos sobre las artimañas de autojustificación personal y colectiva, la generalización y la interpretación de la raíz del mal parece demasiado interesada en una postura previa. El arte debe decir algo más para combatir el mal y vencer el encubrimiento para no dar el gato por la liebre.
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