Cardenal Martini: Matiza pro-vida, sin crisparse
A personas parlamentarias que me preguntan sobre aborto, en vez de mi opinión, les traduzco esta cita del Cardenal Martini (en L,Espresso, 21, abril, 2006).
"La vida humana debe ser respetada y defendida, pero no es el valor supremo y absoluto. En el evangelio según Juan, Jesús proclama: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 6,25). Y Pablo añade: “No son comparables los sufrimientos de esta vida con la Gloria future que se manifestará en nosotros” (Rom 8,18). Hay una dignidad en la existencia humana que no se reduce a la vida física solamente, sino apunta a la vida eternal.
Dicho esto, me parece que incluso en un tema tan doloroso como es el del aborto (que siempre implica un fracaso) es difícil para un estado moderno no intervenir, al menos para prevenir situaciones arbitraries y sin seguridad jurídica.
Me parece que, en situaciones como la de nuestro país, sería difícil para el estado no hacer una distinction entre lo que es punible por la ley y aquellos actos que no conviene penalizar. Eso no quiere decir que se otorgue, sin más, una “licencia para matar”, sino simplemente que el estado prefiere no intervenir en todos los casos posibles, pero se esfuerza por reducir el número de abortos, impedirlos por todos los medios posibles, especialmente a partir de pasado determinado periodo de tiempo desde que comenzó el embarazo, y hace por disminuir en la medida de lo possible las causas del aborto, así como exigir precauciones para asegurar que la mujer que, sin embargo, decida llevarlo a cabo en situaciones particulares no punibles según la ley, no se vea en peligro serio para su salud o en peligro de muerte. Esto ocurre, en particular, en el caso de los abortos clandestinos.
Así pues, a la vista de todas estas consideraciones, es una buena cosa que la ley contribuya a disminuirlos y, en su día, a que desaparezcan.
Ya comprendo que, en el caso de Italia, tal como están los Servicios Nacionales de Salud, esto conlleva una cierta cooperación por parte de estructuras públicas. Reconozco la dificultad moral de esta situación, pero no sé qué sugerir en este momento, porque cualquier solución que se pudiera buscar conllevaría aspecdtos negativos.
Por eso el aborto es siempre algo dramático, que de ningún modo puede considerarse como remedio al problema del exceso de población, como parece que ocurre en ciertos países.
Naturalmente, yo no pretendo incluir en estas afirmaciones aquellas situaciones límite, que son extremadamente penosas y quizás raras, pero que de hecho se presentan; ocasiones, por ejemplo, en las que un feto amenaza gravemente la vida de la madre.
En tales situaciones me parece que la teología moral ha mantenido siempre el principio de la legítima defensa y del mal menor, incluso en el caso de una realidad que demuestra lo frágil y dramático de la condición humana.
Por esa razón la iglesia ha proclamado también como testimonio evangélico heroico y ejemplar la acción de aquellas mujeres que optaron por evitar cualquier daño a la nueva vida que llevaban en su seno, aun al precio de dar la propia vida.
Pero no soy capaz de aplicar el principio de legítima defensa o del mal menor a otros casos que mi interlocutor plantea hipotéticamente, ni podría suscribir el principio de una “conciencia perpleja”, que no acabo de entender. Me parece que, incluso en los casos en que una mujer no puede por varias razones asegurar el cuidado de su criatura, no deberían faltar personas que se ofrecieran a hacerlo en su lugar.
Pero, en todo caso, mantengo que se debe respetar a cualquier persona que, quizás tras mucho sufrimiento y reflexión, ha optado por obrar de acuerdo con su conciencia, aun cuando yo sienta que no puedo compartir la aprobación hacia esa decisión de ella.
"La vida humana debe ser respetada y defendida, pero no es el valor supremo y absoluto. En el evangelio según Juan, Jesús proclama: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 6,25). Y Pablo añade: “No son comparables los sufrimientos de esta vida con la Gloria future que se manifestará en nosotros” (Rom 8,18). Hay una dignidad en la existencia humana que no se reduce a la vida física solamente, sino apunta a la vida eternal.
Dicho esto, me parece que incluso en un tema tan doloroso como es el del aborto (que siempre implica un fracaso) es difícil para un estado moderno no intervenir, al menos para prevenir situaciones arbitraries y sin seguridad jurídica.
Me parece que, en situaciones como la de nuestro país, sería difícil para el estado no hacer una distinction entre lo que es punible por la ley y aquellos actos que no conviene penalizar. Eso no quiere decir que se otorgue, sin más, una “licencia para matar”, sino simplemente que el estado prefiere no intervenir en todos los casos posibles, pero se esfuerza por reducir el número de abortos, impedirlos por todos los medios posibles, especialmente a partir de pasado determinado periodo de tiempo desde que comenzó el embarazo, y hace por disminuir en la medida de lo possible las causas del aborto, así como exigir precauciones para asegurar que la mujer que, sin embargo, decida llevarlo a cabo en situaciones particulares no punibles según la ley, no se vea en peligro serio para su salud o en peligro de muerte. Esto ocurre, en particular, en el caso de los abortos clandestinos.
Así pues, a la vista de todas estas consideraciones, es una buena cosa que la ley contribuya a disminuirlos y, en su día, a que desaparezcan.
Ya comprendo que, en el caso de Italia, tal como están los Servicios Nacionales de Salud, esto conlleva una cierta cooperación por parte de estructuras públicas. Reconozco la dificultad moral de esta situación, pero no sé qué sugerir en este momento, porque cualquier solución que se pudiera buscar conllevaría aspecdtos negativos.
Por eso el aborto es siempre algo dramático, que de ningún modo puede considerarse como remedio al problema del exceso de población, como parece que ocurre en ciertos países.
Naturalmente, yo no pretendo incluir en estas afirmaciones aquellas situaciones límite, que son extremadamente penosas y quizás raras, pero que de hecho se presentan; ocasiones, por ejemplo, en las que un feto amenaza gravemente la vida de la madre.
En tales situaciones me parece que la teología moral ha mantenido siempre el principio de la legítima defensa y del mal menor, incluso en el caso de una realidad que demuestra lo frágil y dramático de la condición humana.
Por esa razón la iglesia ha proclamado también como testimonio evangélico heroico y ejemplar la acción de aquellas mujeres que optaron por evitar cualquier daño a la nueva vida que llevaban en su seno, aun al precio de dar la propia vida.
Pero no soy capaz de aplicar el principio de legítima defensa o del mal menor a otros casos que mi interlocutor plantea hipotéticamente, ni podría suscribir el principio de una “conciencia perpleja”, que no acabo de entender. Me parece que, incluso en los casos en que una mujer no puede por varias razones asegurar el cuidado de su criatura, no deberían faltar personas que se ofrecieran a hacerlo en su lugar.
Pero, en todo caso, mantengo que se debe respetar a cualquier persona que, quizás tras mucho sufrimiento y reflexión, ha optado por obrar de acuerdo con su conciencia, aun cuando yo sienta que no puedo compartir la aprobación hacia esa decisión de ella.