Derecho, ética y religión
La ministra Bibiana Aído puntualizó sobre delito y pecado. El uso a la ligera (¿o políticamente intencionado?) de la palabra «crimen» por voces de iglesia terciando en debates sobre aborto, obligaba a repasar nociones.
Me lo decía un compañero, que enseña ética cívica en bachillerato: «distingamos penalización legal de un delito e imputación moral por la conciencia».
Lo desarrolló J. G. Bedoya en El País (24, abril). Ni compete al legislador dictaminar sobre pecado, ni a la iglesia llamar pecado al delito o crimen al pecado. Además, no se puede decir, sin más, que la iglesia determine qué es pecado. En perspectiva religiosa, no es algo pecado simplemente porque lo diga una instancia eclesiástica, ni porque lo ponga en una lista como quien fija reglas de club para sus miembros. Cuando el Código de derecho canónico (c. 1398) afirma que quien procura el aborto incurre en excomunión automática (latae sententiae), trata objetivamente un «delito en sentido canónico»; pero, como reza el aforismo: de internis, neque ecclesia, la iglesia no dictamina, en el foro interno, si dicha persona ha pecado.
La confusión en este tema obliga a distinguir para desenredar el embrollo:
1) El fiscal imputa el delito penal y solicita sentencia y penalización apropiada.
2) La conciencia moral acusa en el foro interno y provoca el remordimiento por el mal moral causado, aunque no constituya delito.
3) La conciencia religiosa interpela para reconocer ante la mirada divina el pecado cometido, llamar a la conversión e invitar a creer en el perdón.
Pero hay creyentes con una idea de pecado como mero delito; y hay instancias eclesiásticas que distorsionan la moral religiosa llamando pecado al delito, o perturban la recta autonomía de las legislaturas, intentando imponer a la sociedad una idea de delito como pecado.
Donde la ministra dijo: «A la Iglesia le corresponde decir qué es pecado, no qué es delito», sería más exacto decir: «La ley determina el delito y la conciencia el pecado». (Léase el Elogio de la conciencia, por el teólogo Ratzinger)¿Está en contradicción esta postura con la afirmación del cardenal Rouco cuando dice que «no es hacer política procurar por medios legítimos el reconocimiento efectivo de aquellos valores éticos que trascienden y preceden la misma acción política»? Ojalá se conjugasen ambas afirmaciones. Para ello, en vez de la bina «delito-pecado», pensemos en la terna «delito-mal moral-pecado».
Veámoslo con ejemplos, al hilo de la distinción de Bergson entre moral cerrada o abierta.
Quienes dicen "no me salto el semáforo [delito] para evitar la multa" y quien dice "no me voy con la mujer del prójimo porque mi Dios lo prohíbe y me va a castigar" están al mismo nivel de moral cerrada (tanto si son creyentes como si no lo son).
En cambio, quien dice "observo las reglas de tráfico, no para que no me coja la policía, sino para evitar accidentes, proteger otras vidas y la mía" y quien dice "no violo a una chica porque merece que la respete y me respete a mí mismo" están a nivel de moral abierta. Esta distinción les separa más que la etiqueta de pertenencia religiosa.
Veamos en tres casos semejantes, la triple imputación: jurídica, moral y religiosa.
Tito, embriagado y sin licencia, se salta el semáforo y atropella fatalmente a un peatón. Llevado a juicio, resulta culpable, no solo de infracción de normas de tráfico, sino de homicidio por imprudencia. Cumplirá la pena correspondiente al delito.
Cayo comete la misma acción que Tito. Lo denuncian; pero, por falta de pruebas, se archiva su caso. A él, sin embargo, le remuerde la conciencia como culpable del mal moral causado, aunque no se le impute el delito. Se plantea presentarse ante la autoridad judicial para admitir y reparar, si es posible, el mal causado.
Flavio, en el mismo caso de Cayo, sufre más. Es creyente. Su conciencia religiosa le interpela ante Dios por el mal causado, percibido ante Dios y antre la conciencia como pecado, y le llama a pedir perdón y a confiar en recibirlo. Además, ve el mal causado, más que como infracción de una ley, como traición a lo mejor de sí mismo: al matar a otra persona se ha matado a sí mismo. «Quien peca, más que cometer una ofensa contra Dios, se ofende a sí mismo» (Santo Tomás Contra gentiles, III, 122). «Quien peca se hace esclavo del pecado» (Jn 8,32).
En vez de polarizar la discusión «entre Rouco y Aído», mejor aclarar la distinción entre penalización legal del delito, reconocimiento moral de la culpa y reconciliación religiosa tras el pecado.
Así se podrá debatir con serenidad sobre el aborto, evitando dos extremos: el de entrometerse indebidamente la perspectiva religiosa en la jurídica y el de legislar sin tener en cuenta el mínimo de valores éticos. La autonomía de la laicidad jurídica y ética puede y debe conjugarse con la autonomía de la conciencia religiosa. Para ello necesitamos aprobar en nuestro país la asignatura pendiente de la «nueva transición»: del paternalismo eclesiástico a la laicidad madura, ni antireligiosa ni religiosamente condicionada.
(Publicado en La Verdad, de Murcia,el 2 de Mayo, 2009)
Me lo decía un compañero, que enseña ética cívica en bachillerato: «distingamos penalización legal de un delito e imputación moral por la conciencia».
Lo desarrolló J. G. Bedoya en El País (24, abril). Ni compete al legislador dictaminar sobre pecado, ni a la iglesia llamar pecado al delito o crimen al pecado. Además, no se puede decir, sin más, que la iglesia determine qué es pecado. En perspectiva religiosa, no es algo pecado simplemente porque lo diga una instancia eclesiástica, ni porque lo ponga en una lista como quien fija reglas de club para sus miembros. Cuando el Código de derecho canónico (c. 1398) afirma que quien procura el aborto incurre en excomunión automática (latae sententiae), trata objetivamente un «delito en sentido canónico»; pero, como reza el aforismo: de internis, neque ecclesia, la iglesia no dictamina, en el foro interno, si dicha persona ha pecado.
La confusión en este tema obliga a distinguir para desenredar el embrollo:
1) El fiscal imputa el delito penal y solicita sentencia y penalización apropiada.
2) La conciencia moral acusa en el foro interno y provoca el remordimiento por el mal moral causado, aunque no constituya delito.
3) La conciencia religiosa interpela para reconocer ante la mirada divina el pecado cometido, llamar a la conversión e invitar a creer en el perdón.
Pero hay creyentes con una idea de pecado como mero delito; y hay instancias eclesiásticas que distorsionan la moral religiosa llamando pecado al delito, o perturban la recta autonomía de las legislaturas, intentando imponer a la sociedad una idea de delito como pecado.
Donde la ministra dijo: «A la Iglesia le corresponde decir qué es pecado, no qué es delito», sería más exacto decir: «La ley determina el delito y la conciencia el pecado». (Léase el Elogio de la conciencia, por el teólogo Ratzinger)¿Está en contradicción esta postura con la afirmación del cardenal Rouco cuando dice que «no es hacer política procurar por medios legítimos el reconocimiento efectivo de aquellos valores éticos que trascienden y preceden la misma acción política»? Ojalá se conjugasen ambas afirmaciones. Para ello, en vez de la bina «delito-pecado», pensemos en la terna «delito-mal moral-pecado».
Veámoslo con ejemplos, al hilo de la distinción de Bergson entre moral cerrada o abierta.
Quienes dicen "no me salto el semáforo [delito] para evitar la multa" y quien dice "no me voy con la mujer del prójimo porque mi Dios lo prohíbe y me va a castigar" están al mismo nivel de moral cerrada (tanto si son creyentes como si no lo son).
En cambio, quien dice "observo las reglas de tráfico, no para que no me coja la policía, sino para evitar accidentes, proteger otras vidas y la mía" y quien dice "no violo a una chica porque merece que la respete y me respete a mí mismo" están a nivel de moral abierta. Esta distinción les separa más que la etiqueta de pertenencia religiosa.
Veamos en tres casos semejantes, la triple imputación: jurídica, moral y religiosa.
Tito, embriagado y sin licencia, se salta el semáforo y atropella fatalmente a un peatón. Llevado a juicio, resulta culpable, no solo de infracción de normas de tráfico, sino de homicidio por imprudencia. Cumplirá la pena correspondiente al delito.
Cayo comete la misma acción que Tito. Lo denuncian; pero, por falta de pruebas, se archiva su caso. A él, sin embargo, le remuerde la conciencia como culpable del mal moral causado, aunque no se le impute el delito. Se plantea presentarse ante la autoridad judicial para admitir y reparar, si es posible, el mal causado.
Flavio, en el mismo caso de Cayo, sufre más. Es creyente. Su conciencia religiosa le interpela ante Dios por el mal causado, percibido ante Dios y antre la conciencia como pecado, y le llama a pedir perdón y a confiar en recibirlo. Además, ve el mal causado, más que como infracción de una ley, como traición a lo mejor de sí mismo: al matar a otra persona se ha matado a sí mismo. «Quien peca, más que cometer una ofensa contra Dios, se ofende a sí mismo» (Santo Tomás Contra gentiles, III, 122). «Quien peca se hace esclavo del pecado» (Jn 8,32).
En vez de polarizar la discusión «entre Rouco y Aído», mejor aclarar la distinción entre penalización legal del delito, reconocimiento moral de la culpa y reconciliación religiosa tras el pecado.
Así se podrá debatir con serenidad sobre el aborto, evitando dos extremos: el de entrometerse indebidamente la perspectiva religiosa en la jurídica y el de legislar sin tener en cuenta el mínimo de valores éticos. La autonomía de la laicidad jurídica y ética puede y debe conjugarse con la autonomía de la conciencia religiosa. Para ello necesitamos aprobar en nuestro país la asignatura pendiente de la «nueva transición»: del paternalismo eclesiástico a la laicidad madura, ni antireligiosa ni religiosamente condicionada.
(Publicado en La Verdad, de Murcia,el 2 de Mayo, 2009)