¿Hace falta rezarle a San José por las vocaciones? Parece que no...
Están de actualidad, sobre todo en el día de San José, las estadísticas sobre la disminución de vocaciones al seminario y a los noviciados. Se empezó a decir hacia la década de los ochenta. Muchas congregaciones religiosas redactaron documentos hablando de la promoción de vocaciones, se preocupan de la disminución de sus miembros y del aumento de la edad media de sus comunidades. Por la misma fecha se comienzaron a construir en muchas congregaciones enfermerías y casas de tercera o cuarta edad montadas con toda clase de instalaciones (¿“privilegio”del voto de pobreza para proporcionar presupuestos de los que no disfruta una gran parte de la humanidad? Lo atestiguo desde la experiencia de haber cuidado a mi madre durante los últimos meses de su vida, con una modestísima pensión, en un apartamento estrecho...).
Sin embargo, los fundadores y fundadoras se preocupaban menos de aumentar el número de seguidores o de cuidar de su vejez.
Lo mismo Ignacio de Loyola que la Madre Teresa decían que, si su grupo se disolvía y desaparecía, lo dejaban tranquilamente en manos de la Providencia. Tampoco se obsesionaron con comodidades para la etapa final. Les preocupaba más la pastoral y la misión. Hoy, las dos señales de decadencia de los grupos religiosos serían la obsesión por la falta de vocaciones y la excesiva preocupación por asegurarse la vejez.
Hay analistas, con prejuicios propios de la época de involución que vivimos, cuyo diagnóstico se formula diciendo que la causa de muchas salidas del sacerdocio y de la vida religiosa fue el Concilio Vaticano II. Hay que rebatirles. Aquí no vale el adagio latino: “post hoc, propter hoc” (“después de esto, luego a causa de esto”). Todo lo contrario. Si no hubiera sido por el Concilio, las salidas habrían sido aún más numerosas. Si no hubiera sido por el Concilio, no estaríamos dentro muchos que permanecemos en la vocación gracias precisamente a la renovación Conciliar.
La Superiora General de una congregación religiosa lo formulaba así: “Si la razón para desear que aumente el número de vocaciones es para rellenar los agujeros que dejamos vacíos al jubilarnos, más vale que no vengan vocaciones. Pero si su motivación es sentirse llamadas por el Espíritu a este Camino nuestro evangélico, bienvenidas sean las vocaciones, aunque no sea para hacer lo mismo que estamos haciendo, ni para rellenar los huecos que dejemos al retirarnos de un trabajo”. Admiré la reflexión de esta religiosa. Me gustaría que hablasen como ella muchos dirigentes en la Iglesia, en vez repetir rutinariamente el eslogan de la promoción de vocaciones.
Más evangelio, en vez de más curas. Más comunidad, en vez de más dirigentes. Más calidad en la práctica del mensaje de Jesús, en vez de más número religiosas y religiosos.
Más bien habría que plantearse las preguntas siguientes:
¿No nos estará queriendo decir algo muy importante el Espíritu mediante la disminución de vocaciones?
¿No llegó hace años el momento de que, además del sacerdocio célibe en la vida religiosa, se ordene a mujeres y varones casados?
¿No es más importante cambiar el modo de realizar en equipo la pastoral y la evangelización, en vez de centrarla en una figura dominante de un responsable de la comunidad, ya sea varón o mujer?
En vez de promover las vocaciones mediante el encerramiento en seminarios o noviciados de estilo invernadero, ¿no será más urgente preparar a la comunidad cristiana para vivir en la frontera y respirar sin resfriarse el aire de la secularidad, viviendo en comunidades esperanzadas y críticas la vocación humana y religiosa, tanto en la vida de matrimonio como en el celibato, ambos con sentido?
Sin embargo, los fundadores y fundadoras se preocupaban menos de aumentar el número de seguidores o de cuidar de su vejez.
Lo mismo Ignacio de Loyola que la Madre Teresa decían que, si su grupo se disolvía y desaparecía, lo dejaban tranquilamente en manos de la Providencia. Tampoco se obsesionaron con comodidades para la etapa final. Les preocupaba más la pastoral y la misión. Hoy, las dos señales de decadencia de los grupos religiosos serían la obsesión por la falta de vocaciones y la excesiva preocupación por asegurarse la vejez.
Hay analistas, con prejuicios propios de la época de involución que vivimos, cuyo diagnóstico se formula diciendo que la causa de muchas salidas del sacerdocio y de la vida religiosa fue el Concilio Vaticano II. Hay que rebatirles. Aquí no vale el adagio latino: “post hoc, propter hoc” (“después de esto, luego a causa de esto”). Todo lo contrario. Si no hubiera sido por el Concilio, las salidas habrían sido aún más numerosas. Si no hubiera sido por el Concilio, no estaríamos dentro muchos que permanecemos en la vocación gracias precisamente a la renovación Conciliar.
La Superiora General de una congregación religiosa lo formulaba así: “Si la razón para desear que aumente el número de vocaciones es para rellenar los agujeros que dejamos vacíos al jubilarnos, más vale que no vengan vocaciones. Pero si su motivación es sentirse llamadas por el Espíritu a este Camino nuestro evangélico, bienvenidas sean las vocaciones, aunque no sea para hacer lo mismo que estamos haciendo, ni para rellenar los huecos que dejemos al retirarnos de un trabajo”. Admiré la reflexión de esta religiosa. Me gustaría que hablasen como ella muchos dirigentes en la Iglesia, en vez repetir rutinariamente el eslogan de la promoción de vocaciones.
Más evangelio, en vez de más curas. Más comunidad, en vez de más dirigentes. Más calidad en la práctica del mensaje de Jesús, en vez de más número religiosas y religiosos.
Más bien habría que plantearse las preguntas siguientes:
¿No nos estará queriendo decir algo muy importante el Espíritu mediante la disminución de vocaciones?
¿No llegó hace años el momento de que, además del sacerdocio célibe en la vida religiosa, se ordene a mujeres y varones casados?
¿No es más importante cambiar el modo de realizar en equipo la pastoral y la evangelización, en vez de centrarla en una figura dominante de un responsable de la comunidad, ya sea varón o mujer?
En vez de promover las vocaciones mediante el encerramiento en seminarios o noviciados de estilo invernadero, ¿no será más urgente preparar a la comunidad cristiana para vivir en la frontera y respirar sin resfriarse el aire de la secularidad, viviendo en comunidades esperanzadas y críticas la vocación humana y religiosa, tanto en la vida de matrimonio como en el celibato, ambos con sentido?