¿Vale la pena dar pena?
¿Recordar que quisiste visitar el Campo de San Francisco en Oviedo y teniéndolo al lado, fuiste incapaz de atravesar sin tener que preguntar? ¿Que pediste un taxi para ir a coger el autobús y el taxista, sin avisarte, te dejó 20 metros más atrás justo en el punto en el que al salir del coche tenías una moto con la que tropezar sin tú saberlo? ¿O que tus propios compañeros ciegos duden de que lo que escribiste en tu último libro sea cierto y que pretendan que les convenzas de que realmente disfrutas viajando?
¿Recordar lo que significa que no puedas ver a las guapas cabezudas vestidas de fiesta por mucha minifalda o top que lleven a la verbena de la plaza? ¿O que seas incapaz de encontrar la escultura de Ana Ozores en la plaza de la catedral ovetense por cerca que esté? ¿O que cuando vas a adorar la reliquia de San Antonio de Padua el sacerdote que la porte no se dé cuenta y te des un golpe en la frente con ella?
¿Vale la pena dar pena? ¿Que te digan que qué pobre eres que siendo tan joven te quedaras ciego o que creas que estás hablando con alguien y se ha ido sin avisarte o que crees que a quien saludas es una persona en vez de otra confundiéndole el nombre?
¡¡No!! No vale la pena dar pena. Lo que vale la pena es dar esperanza, ilusión y ganas de vivir en plenitud.
Y por eso sigo zascandileando, otra vez más, de pequeña odisea en odisea.
Porque no estoy dispuesto a dar pena te diré que me emociono con muchas cosas que hago y a las que no renuncio.
Sonrío porque sonreír sí vale la pena ante la maestría del maitre que me pondera sus propuestas gastronómicas. Al recordar cómo me regalan por el cumple los ingredientes necesarios para guisar una fabada, a mí que no tengo ni idea de guisar o que tenga un ojo excelente para coger la porra más gorda y mojarla en chocolate pasadas las 5 de la madrugada después de haberme librado de que me atraparan los toros de fuego.
No, claro que no vale la pena dar pena cuando vas de acá para allá bien acompañado de amigos y eres agasajado como el que más.
Sonrío ante la curiosidad de quien me pregunta cómo hago las cosas sin ver y cómo ellos sí se creen lo que les cuento. Y, aún más, sonrío al recibir no la compasión sino la admiración de unos y otras.
Y cómo va a valer la pena dar pena cuando me piden seguir siendo el Albertito soñador, sonriente, entregado, entusiasta, optimista, amigo, aventurero y yo qué sé qué más.
Y otro sí, como dirían los clásicos, cómo va a valer la pena dar pena si en todos estos saraos y vivencias hay siempre un sol que brilla a mi lado iluminando mi utopía de normalidad, un sol que lleva por nombre la amistad y apellido la serena discreción.
Escrito por Alberto Gil, autor de un gran libro: "Mis pequeñas odiseas"