Sobre los derechos de Dios en tiempos de Covid-19 En el Crucificado, Dios cedió sus derechos a los pobres
Cristianos que se sienten ofendidos en su fe y acusan a las autoridades civiles y sanitarias de ir contra “los derechos de Dios”.
Cuando una religión es decadente, empieza a alegar por los derechos de Dios y pone en abstracto los de la gente.
Defienden los “derechos de Dios”, los que al final resultan siendo los de la institución religiosa católica.
La única forma de decir Dios, y aquí está la originalidad del cristianismo, es delante del Crucificado que no parece Dios, que desdice todo lo que pensamos de Dios.
Los únicos que pueden decirnos qué es lo que quiere Dios son los crucificados que gritan desde sus cruces, muchas veces sin siquiera pensar y creer en Dios.
Defienden los “derechos de Dios”, los que al final resultan siendo los de la institución religiosa católica.
La única forma de decir Dios, y aquí está la originalidad del cristianismo, es delante del Crucificado que no parece Dios, que desdice todo lo que pensamos de Dios.
Los únicos que pueden decirnos qué es lo que quiere Dios son los crucificados que gritan desde sus cruces, muchas veces sin siquiera pensar y creer en Dios.
Los únicos que pueden decirnos qué es lo que quiere Dios son los crucificados que gritan desde sus cruces, muchas veces sin siquiera pensar y creer en Dios.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Por estos días, y ante las disposiciones de los gobiernos para limitar el aforo en los templos y a evitar contagios en procesiones y otras manifestaciones religiosas de la semana santa, hay cristianos que se sienten ofendidos en su fe y acusan a las autoridades civiles y sanitarias de ir contra “los derechos de Dios”: para estos “muy religiosos”, poco importa si volvemos a otro pico y disparamos los contagios y ocasionamos muerte, lo que sí parece importarles es cumplirle a Dios en lo que se imaginan que lo hace feliz y que le da gloria, esto es, por ejemplo, no omitir ningún rito, llenar las iglesias, salir a las procesiones, recibir la comunión en la boca,…etc. Los invito a que nos pongamos la mano en el corazón y que pensemos esto de los derechos de Dios.
Ante todo, recuerdo a Símaco, personaje del siglo IV, senador romano, que en la decadencia de la religión romana antigua se batía por los derechos de los dioses: era un funcionario bien religioso y para la institución de culto pagana era un político muy querido y esto porque los tales derechos de los dioses no eran otra cosa que el mantenimiento de los lugares de culto, los salarios de los sacerdotes, la institución de las vestales, los sacrificios en los templos y en los lugares públicos. Fue Ambrosio de Milán el que puso en su sitio a este piadoso romano y le dejó claro que no había tales derechos de los dioses y que sus propuestas lesionaban la libertad de los cristianos, los que ya iban siendo bastantes. Por lo visto cuando una religión es decadente, y lo era la del senador de marras, empieza a alegar por los derechos de Dios y pone en abstracto los de la gente. Creo que también hoy los cristianos tenemos que discernir sí estos supuestos derechos de Dios que defendemos no son síntoma evidente de una religión decadente que se salió del Evangelio.
No faltan hoy políticos y activistas católicos, al estilo de Símaco, que hacen muy felices a algunos jerarcas y a muchos devotos porque defienden los “derechos de Dios”, los que al final resultan siendo los de la institución religiosa católica: educación confesional para todos; legislación con atención exclusiva al catecismo; exención de impuestos para las entidades católicas; presencia de símbolos cristianos en espacios públicos; reglamentación del contrato matrimonial en los exclusivos términos de la ley canónica y moral eclesial; oposición a grupos de inmigrantes que por pertenecer a otras religiones podrían “descristianizar” los países tradicionalmente católicos… y, en las circunstancias actuales de medidas para vencer el Covid19, aumento del aforo para las celebraciones, procesiones, ritos tradicionales. Para estos políticos y activistas, las medidas sanitarias van contra Dios mismo, y se imaginan que Dios gusta más de los ritos tradicionales, sus supuestos derechos, y que la salud de la gente le importe bien poco: que haya culto, aunque haya nuevos picos de contagios y riesgo de muerte.
Esta idea de los derechos de Dios es fruto del antropomorfismo y no cuadra en la teología cristiana. Dios, es absolutamente otro y cuando decimos “Dios” lo que tenemos en la cabeza es muy distinto de lo que es Dios: Dios no se deja atrapar en ninguna mente por inteligencia y materia gris que haya en ella. Agustín, un poco después de Ambrosio, decía que si entendemos no es Dios; y es que, querámoslo o no, no raras veces, cuando decimos “Dios”, tenemos un ídolo en la cabeza, una idea vaga de su realidad, una ilusión, una distorsión; y esta es la humildad de la fe y el motivo de caminar en ella sin pretensiones de llegada: no bastará la eternidad, y mucho menos la historia toda, para que podamos definir el misterio de Dios.
La única forma de decir Dios, y aquí está la originalidad del cristianismo, es delante del Crucificado que no parece Dios, que desdice todo lo que pensamos de Dios.La cruz no resiste ídolos, donde haya un crucificado, porque Cristo sigue siendo crucificado, solo allí podemos decir Dios, y sólo allí encontramos derechos divinos para defender; derechos divinos sí, pero ya cedidos, y por tanto derechos de los crucificados. Si alguien se quiere poner en el “partido” de Dios no le queda otra alternativa que el partido de los pobres, de los marginados, de los pecadores, de los excluidos, de los que aguantan hambre, del Crucificado: en ellos Dios queda libre de nuestros razonamientos y cálculos, Dios se sale de nuestra lógica, se resiste a ser idolatrado. Defender los derechos de Dios, normalmente, nos pone en el “establishment”, en la seguridad, en lo oficial; defender los derechos de los pobres, cedidos por Dios, nos exilia, nos lleva contracorriente, nos pone en la periferia, nos deja en las márgenes. Basta pensar en Jesús, que murió fuera de las murallas de la sagrada y “políticamente correcta” Jerusalén.
Los profetas de Israel, y el mismo Jesús, sabían muy bien esto y no defendían los derechos de Dios y menos los de la religión. Isaías, Jeremías, Oseas, Amos y todos los otros, amparaban los derechos de los pobres, de los huérfanos y de las viudas. La lucha de los profetas contra Baal y los ídolos no era para defender a Dios y a la religión de Israel, sino para defender las víctimas humanas puestas en los altares de esos dioses: la idolatría, ellos lo sabían bien, no daña a Dios, daña las personas; la idolatría nunca logrará lo imposible, “desdiosar” a Dios, la idolatría siempre deshumanizará a la gente. Los ídolos, creados por nosotros, piden sacrificios humanos y “chivos expiatorios”, Dios ofrece a todos vida abundante y plenitud. Sacralizar el poder, y lo hemos hecho muchas veces, siempre ha traído sangre, violencia y muerte. Lo dice la historia del mundo, tantos imperios y dictaduras con la complacencia y bendición de la Iglesia y que hoy no resisten la memoria y el sufrimiento de las víctimas; y lo dice también la historia de nuestra Colombia, en la que no poca leña pusimos en la hoguera de violencia que todavía no logramos apagar.
No hay nada más peligroso que ponernos a defender a Dios y los derechos de Dios: de los que se arrogan esa tarea salen los fanáticos, los proselitistas, todos los cruzados de la historia, los inquisidores de la Iglesia. “Dios lo quiere” decían los cruzados cristianos en las guerras de religión, y lo repitió Torquemada y todos los inquisidores; lo proclamaban los “caudillos por la gracia de Dios” que llenaron nuestros pueblos de torturas, de desapariciones, de exilio, de muerte. “Dios lo quiere”, lo seguimos diciendo hoy para ganar espacios, poder e influencias y sin un serio discernimiento de la historia que nos ayude a concienciar que defender “los derechos de Dios” y confundirlos con los de un grupo religioso ha empapado siempre la tierra de sangre y nos ha traído muerte. Los únicos que pueden decirnos qué es lo que quiere Dios son los crucificados que gritan desde sus cruces, muchas veces sin siquiera pensar y creer en Dios. En la situación que vivimos, Dios cedió sus derechos a las víctimas de la pandemia, el único rito posible, la única pascua, es la de los que están sufriendo y muriendo.
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