La capital del Perú está como alicaída, gris y desmejorada. Con más gente apostada en las veredas mendigando De gestiones en Lima

Avenida Salaverry
Avenida Salaverry César Caro

El destrozo en la economía nacional es evidente. Las oficinas vacías, muchos locales cerrados y la ausencia de los niños en parques y espacios libres. En la noche, cuando el tránsito remite en la avenida San Felipe, llegan personas que se paran frente a los bloques y gritan pidiendo algo: una frazada vieja, un poco de comida, un sencillo. Las súplicas me golpean, me intimidan. La miseria y la desgracia nunca son virtuales, duelen y amargan.

Sin pensarlo mucho, casi de un día para otro, nos hemos encajado en Lima. “Y pa k?”, diría alguno de mis sobrinos por whatsapp. Pues para trámites, encuentros, contactos y reuniones en torno a la microred de salud del Napo. Y ya de paso se procuran algunas otras conversaciones y visitas, ver a los amigos aunque sea en la pantalla, aterradores arreglos de dientes y pasear, que tampoco viene mal.

Pasear es obligatorio en domingo, día en que está prohibido el tránsito rodado. Lima parecería una ciudad fantasma si no fuera por los ciclistas que han colonizado la avenida Salaverry. Por ahí caminamos Glafira y yo mientras nos vamos contando las aventuras y desventuras de estos meses de pandemia, 32 cuadras de verbalizar traumas e impactos. Todo el mundo archiva su historia con el virus como una experiencia inédita imposible de olvidar. La caída de la tarde nos sorprende sentados frente al Pacífico.

Escribo como si la pandemia estuviera remitiendo, pero la ministra de salud nos dijo bien claro en su oficina, tras sus lentes y mascarilla y rodeada de asesores, que se están preparando para una segunda ola en noviembre o diciembre. La entrevista con la doctora Mazzetti era el auténtico propósito de nuestro viaje, y de pronto cambié el río, el barro, las sandalias y la pobreza por la elegancia, los cuadros antiguos, la tirilla clerical y el olor a recién pintado. Nos recibieron con puntualidad y cordialidad, pero nos gustó más comprobar que habían leído el documento que enviamos y estaban preparados para la reunión.

Monseñor Javier, Anna y yo nos expresamos con libertad, claridad y calma. Nos escucharon bastante rato. Luego comentaron, matizaron, ilustraron. Nos prometieron que harán lo posible por ayudarnos a continuar nuestro servicio de salud en el río Napo. Se quedaron a cuadros cuando les explicamos que no hay presupuesto para tener un médico estable en Santa Clotilde, que estamos ahora mejor de personal a causa de (o gracias a) la emergencia y sus contratos por dos meses. Manifestaron estar abiertos a firmar un convenio con el Vicariato. Y nos invitaron a un café que trajo un asistente mientras conversábamos.

Las anotaciones en la agenda de mi estancia se fueron estibando. Un salto a La Molina para agradecer a las Camilas su apoyo, que está siendo fundamental en la lucha contra el coronavirus. Encuentros de trabajo con Eduardo Salas, con la asesora legal de la Conferencia Episcopal, con socios de EsSalud y con Henry Vásquez, aunque este último fue derivando a un desahogo verbal en torno unas Cuzqueñas. Saludar a un par de amigos, a unos desde la puerta de la casa y a otros por videollamada (el asunto es serio y conviene no frivolizar). También virtual fue la reunión con gente del Ministerio de Cultura, y bien fructífera por cierto. Una fugaz pasada por el Rimac para ver a los padres Louis y Jaime; un ceviche con Bea, la comunicadora del CAAAP; una oración-entrevista-testimonio por facebook para el colegio Reina del Mundo;  un café con Humberto Ortiz y una visita e interesantísima conversación con el arzobispo de Lima, Monseñor Carlos Castillo.

Entreveradas con tamaña vida social se incrustaban dolorosamente las citas con mi dentista, verdadera razón por la cual no regresé a Iquitos al día siguiente de la audiencia en el ministerio. No quedaba de otra, porque llevaba desde Semana Santa con una muela rota, masticando en el vacío. La doctora María es muy habilidosa, profesional y delicada, pero eso no evitó que me sintiera aterrorizado, sudara a chorros y terminara casi con una contractura en el cuello por la tremenda tensión. Una corona y cuatro curaciones (en España empastes) después, estoy a salvo para una larga temporada, espero.

El destrozo en la economía nacional es evidente. Lima está como alicaída, gris y desmejorada. Con más gente apostada en las veredas mendigando. Las oficinas vacías, muchos locales cerrados y la ausencia de los niños en parques y espacios libres. En la noche, cuando el tránsito remite en San Felipe, llegan personas que se paran frente a los bloques y gritan pidiendo algo: una frazada vieja, un poco de comida, un sencillo. Las súplicas me golpean, me intimidan. La miseria y la desgracia nunca son virtuales, duelen y amargan.

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