El callejón no es tan iremediable
En primer lugar, cabe el debate pastoral (que la mayoría de las veces se frena, se esquiva o se zanja acudiendo al Derecho): “No todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella” (AL 3).
Por otro lado, el tenor de la reflexión y las decisiones dependen del contexto, ya que “en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos locales, porque las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado” (AL 3). Nosotros estamos en el Perú, que es muy diferente de España o de Indonesia, y eso no hay que perderlo de vista.
El problema de los convivientes queda situado en el número 293, en el que Francisco habla no de cualquier unión ahí nomá, sino de una “convivencia en la que, cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante un vínculo público, está connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas, puede ser vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución hacia el sacramento del matrimonio”. O sea, una relación de calidad, probada en el tiempo y en los contratiempos, con hijos, con cariño, con perseverancia, con fe al menos en uno de los dos.
Y es que, dice el papa que la elección por la simple convivencia “frecuentemente no está motivada por prejuicios o resistencias a la unión sacramental, sino por situaciones culturales o contingentes (…). La simple convivencia a menudo se elige a causa de la mentalidad general contraria a las instituciones y a los compromisos definitivos, pero también porque se espera adquirir una mayor seguridad existencial (trabajo y salario fijo). En otros países (…) las uniones de hecho son muy numerosas, no sólo por el rechazo de los valores de la familia y del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que casarse se considera un lujo, por las condiciones sociales, de modo que la miseria material impulsa a vivir uniones de hecho (AL 294). Es decir, en muchos casos no hay maldad ni culpabilidad, sino precariedad, pobreza, limitaciones personales, a veces pura dejadez… El pan nuestro de cada día por estas latitudes.
Es más, por si queda alguna duda, en el número 301 leemos que "ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender los valores inherentes a la norma o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa".
Ajá. Entonces, si no están en pecado mortal, tal vez algunos conviventes pudieran comulgar… ¿Cómo hacer? Seguimos en la próxima entrada.
César L. Caro