Nos despertaron un globo de fuego y un concierto de perros, como una ronda de alertas, preparación para la muerte, en un lenguaje solo adivinado para nosotros. Las viejas puertas herradas de los portalones de los patios se reventaban con gran estruendo, el resplandor de las llamas apagaba por completo la potente luna que, de trecho en trecho, escapaba de los harapos del fuego que entraba por las ventanas y arrancaba chispas de los metales de las cocinas. Los ecos de las voces de la gente se diluían y perdían en las trenzas de las llamas y en los recovecos de los patios. Las quejumbres de las vigas de madera de los viejos caserones semejaban alaridos de los antepasados que lanzaban miradas centelleantes como fuegos artificiales, mortalmente comprimidas, que se amasaban con la ceniza. Reímos unas risas sorprendentes provocadas por la nada”, contó en el bar un hombre que pasaba por aquí.