Cuando llega el alba rompiendo la honda noche con la muerte acurrucada a su espalda, muerte que sienta plaza cuando la luz de la mañana cubre el alba, se miran los que van a morir, mirada idiota casi obscena, con esos bondadosos ojos, medio ocultos entre la piel rugosa como corteza de encina. Entonces, sinfónicas olas como cantos ancestrales de alabanza, palabras escapadas de las páginas del libro de la vida del derrotado y almas cautivas, hacen vibrar el callado aire crepuscular, rompen el silencio y espantan a los pajaritos que llevan los gritos de boca en boca de todo el pueblo. Centro de todo en medio del patio, los muertos que escupieron la vida con gruñidos. Después, para romper el silencio que siembra la muerte, incrustado como un mazazo en el corazón escondido en vano, una copita de aguardiente. Poco a poco, como un murmullo litúrgico que nos lleva detrás del tiempo de esta mañana, los sentimientos brotan en el aire, vuelve la alegría que proporciona la despensa bien abastecida, regocijo del cuerpo y del espíritu, con que hacer frente a la vida, temerosa encrucijada, gema de escarcha.