La autodivinización de Jesús en el Cuarto Evangelio. Una notable diferencia con el Jesús de los evangelios sinópticos, Marcos, Mateo y Lucas
El cristianismo está enconstante evolución
Escribe Antonio Piñero
La figura de Jesús en los evangelios sinópticos es ante todo la de un profeta, consciente de su función como tal, por elección divina, proclamador de la inminente llegada del reino de Dios. Es muy probable que Jesús como profeta tuviera de una alta autoestima. Es posible que se creyera mayor que Jonás (Mt 12,41: “Los hombres de Nínive se levantarán con esta generación en el Juicio y la condenarán, porque ellos se arrepintieron con la predicación de Jonás; y miren, algo más grande que Jonás está aquí”); y mayor que Salomón al que visita la Reina del Sur para disfrutar de su sabiduría (Mt 12,42: “La Reina del Sur se levantará con esta generación en el Juicio y la condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón; y miren, algo más grande que Salomón está aquí”). Jesús se veía a sí mismo ante todo como el profeta del final del mundo presente.
Pero, a la vez, es un Jesús que se reconoce humano, que jamás plantea ser un hijo de Dios especial, físico, óntico. La escena de Mc 14,61-62 con la respuesta de Jesús a la pregunta de Caifás (¿Eres tú el mesías, el hijo del Bendito? Y Jesús dijo: “Yo lo soy”) no vale para pensar que Jesús se consideraba “hijo de Dios” en el mencionado sentido físico, pleno, trinitario.
El mesías como «hijo de Dios, el Bendito» era una concepción muy judía, y significaba que –como caudillo del pueblo judío en nombre de la divinidad– el mesías regio, descendiente de David, era un ser humano adoptado por aquella como hijo, al igual que el rey de Israel en tiempos pasados (2 Samuel 7,14). La pregunta de Caifás «¿Eres tú el mesías?», es la misma que la que Juan Bautista hace sobre Jesús en Mt 11,3. El lector debe tener cuidado de no leer la pregunta/respuesta, y la situación entera, desde el punto de vista cristiano y entender «hijo de Dios/hijo del Bendito» en un sentido trinitario. Habla el sumo sacerdote judío a un Jesús judío, y ninguno de los dos tienen la menor idea de una trinidad y de un “hijo de Dios” como algo que hemos denominado “físico”, óntico, más allá de la mera filiación divina de todo ser humano, en especial el israelita, creado por Dios.
Así pues, el Jesús marcano es un Jesús que se sabe ignorante de algo que solo Dios conoce (no sabe cuándo será el fin del mundo: “Respecto a aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre”: Mc 13,32); un Jesús que no dispone a su antojo la disposición de los lugares preferentes en el futuro reino de Dios, lugares que solo Dios reparte (Mc 10, 38-40: “Ellos dijeron: Concédenos que uno se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu gloria…. Jesús respondió: el que os sentéis a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para quienes está preparado” = por Dios Padre); in Jesús consciente de su fracaso en Galilea (Lc 10,13: Jesús acepta que, a pesar de sus curaciones y exorcismos hechos en Cafarnaún, Corazín y Betsaida, las gentes de esas tres villas no hicieron caso de su mensaje: ¡Ay de ti Corazín! ¡Ay de ti Betsaida! Porque si los prodigios que se hicieron entre vosotros hubieran sido hechos en Tiro y Sidón, hace tiempo que se hubieran arrepentido sentados en cilicio y ceniza”); un Jesús débil y temeroso ante la muerte (la oración del huerto, en Getsemaní su sudor de sangre: Lc 22,44, sean o no históricos los detalles).
Por el contrario el Jesús del Cuarto Evangelio tiene una consciencia de sí mismo muy superior, puesto que es divino sin más, y se relaciona directamente con la divinidad como Hijo de esta desde siempre (Jn 14,7: el Padre está en él y él está en el Padre (Jn 14,10); un Jesús que se proclama uno con el Padre (aunque a la vez reconoce que el Padre es mayor que él porque él es quien lo envía: Jn 12,49;14,28); un Jesús que retorna al mundo celeste, superior, de donde procede (Jn 14,3): un Jesús que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), de tal modo que quien lo ha visto a él ya ha visto al Padre (Jn 14,9); un Jesús que defiende que quien cree en él ha resucitado ya para una vida superior (Jn 5,24); un Jesús que no es en absoluto débil, que se entrega a la muerte voluntaria y decididamente para cumplir la voluntad de su Padre; y que en el momento de su muerte piensa que exhibe su máxima glorificación al derrotar al Pecado y a la Muerte misma (Jn 12,23); un Jesús que tiene la capacidad de enviar, por su propia cuenta, al Espíritu del Padre de modo que pueda completar su propia revelación (Jn 15,26; 16,5). En una palabra un Jesús que es superior al mundo (Jn 15,18), superior a todo ser humano, aunque sea él quien salva al mundo entero (Jn 12,47).
Voluntariamente he omitido mencionar el Prólogo del Evangelio (Jn 1,1-18), porque en esta pieza hablan otros de Jesús / Verbo de Dios. El Prólogo al Evangelio es un himno compuesto dentro del grupo johánico, que a propósito de un comentario implícito a Génesis 1,1, se habla de la inhabitación en Jesús de una entidad totalmente divina, la Sabiduría-Palabra divinas, la mano derecha de Dios, la que crea el universo (Jn 1,3).
Es claro, pues, que entre el Jesús de Marcos –detrás del cual se transparenta sin duda el guerrero divino que triunfa sobre Satanás, y que hace portentosos prodigios como Yahvé (por ejemplo, la tempestad calmada: Mc 4,39)–, y el Jesús de Juan ha habido un claro proceso de divinización que se dio en una comunidad judeocristiana determinada, situada probablemente en Éfeso, y que consideraba al Jesús verdadero y profundo un ser divino, encarnado en un humano. Ese Jesús era una entidad muy superior al Jesús de Marcos y el de Lucas (cuya comunidad, probablemente, se hallaba también en Éfeso).
Todo este conjunto indica que dentro de las oscuridades de la formación del cristianismo más primitivo podemos barruntar que hay concepciones sobre la verdadera identidad de Jesús muy diferentes y que el proceso de aclarar tal identidad estaba todavía en mantillas a finales del siglo I.
Se necesitarán siglos para que los teólogos empiecen a ponerse de acuerdo sobre esa identidad. Primero en Nicea (unos 225 años más tarde que la probable composición del Evangelio de Juan en torno al 100), y de una manera casi definitiva en el Concilio de Calcedonia en el 451, es decir, 350 años después de la composición del evangelio de Juan y aproximadamente unos 430 años tras la muerte de Jesús.
La formación del cristianismo fue un proceso lento en cuanto a su consistente cristalización teológica. Pero tal cristalización en todos sus aspectos (sociológico e ideológico sobre todo) no termina nunca, siempre cambiante. El conjunto del cristianismo de finales del siglo XX y principios del XX es muy diferente del de hoy día. Y no digamos del primer cristianismo; y más si lo compramos con el de hoy. Un conservadurismo a ultranza en lo teológico e incluso en las costumbres es contrario a la esencia del cristianismo que es un movimiento religioso en continua evolución.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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