Ni China ni USA, ni Israel ni Rusia. Dios empieza su salvación por Irán/Persia (Is 40-55)
Publiqué hace unos días 27.10.24) en RD y FB una postal sobre la fiesta judía de los chivos (Yom Kippur, Lev 16). Hoy completo lo allí dicho con un comentario de Isaías II (Is 40-55, siglo VI a.C.) donde se dice que la "salvación" de la humanidad viene por medio de los siervos/esclavos, oprimidos, emigrantes y derrotados, y que el signo-impulsor mesiánico de cambio no será un imperio establecido (Egipto, Asiria o Babilonia, que actualmente sería USA o China, Israel o Rusia) sino un pueblo emergente como Irán/Persia. ¿Y por qué no también ahora, en el siglo XX d.C.?
Los imperios de antaño (s.VI a.C.) decían que Irán era un país de terroristas, hasta que Ciro conquistó Babilonia (539 a.C). Las historias no se repiten sin más. Pero la interpretación de Isaías II (Is 40-55) es una de las más luminosas que se han dado hasta el día de hoy. El mismo Jesús fundó su mensaje en ella. Será bueno dedicarle unos minutos de atención
| X. Pikaza
Isaías II. Unas claves.
Este profeta a quien la tradición ha llamado el Segundo Isaías, cuyos oráculos han sido incluidos en Is 40‒55, es quizá el primero que ha proclamado dentro de la Biblia (y de la historia humana) un tipo de monoteísmo radical de tipo profético (¡Dios Uno dirigiendo la historia humana y encarnándose en ella!) y de elevación correspondiente de los hombres, que aparecen así como “siervos” (=representantes) de Dios.
No sabemos cómo vincular lel mensaje de Isaías II con el de Ezequiel, que había proclamado su palabra en el comienzo del Exilio (hacia el 587 a.C.), pero su anuncio teológico de liberación, quizá algo posterior, se sitúa en la misma línea, hacia el final del Exilio (un poco antes del 539 a.C, cuando Ciro el persa conquista el imperio de los caldeos y decreta la liberación de los pueblos sometidos bajo Babilonia, entre ellos los judíos).
‒ Nueva conciencia de Dios. Frente a los imperios que intentan dominar sobre el mundo entero en una línea de poder, de conquista, de imposición, de robo, Isaías II descubre a Dios como principio básico de la vida de los hombres, como fuente de resurrección. Ezequiel hablaba ya de un Dios que “resucita” a los muertos, pero lo hacía de un modo aún velado. Pues bien, avanzando en esa línea, Isaías II nos sitúa, por primera vez, con toda claridad, ante el Dios Uno, entendido como principio de vida, impulso poderoso de acción creadora, a través de la misma vida humana, no por el poder como el de los imperios, sino a través de servicio a los demás, desde el amor que sufre, que se mantiene, que espera..
Eso significa que la vida de los hombres no se funda y expresa en una nueva y más dura conciencia de poder, ni en un tipo más intenso de riqueza material. Lo que define la vida la verdadera espiritualidad (la humanidad) es una más honda conciencia de Dios, que le impulsa y motiva, desde la raíz común a todos ellos, desde el servicio a los demás, desde la resistencia. En otros planos, individuos y pueblos se distinguen; pero hay un fondo de cultura que se fundamenta e identifica a todos. Esa es la conciencia de Dios, que uno y el mismo para todos, pero no el Dios del poder de algunos, sino de la vida de todos.
Desde ese fondo, los nuevos monoteístas, que han sobrevivido a la destrucción de los antiguos reinos y poderes, los “monoteístas” del exilio y de la emigración como Isaías II se sienten y saben creadores de una historia nueva de humanidad. Es como si ellos se asomaran a un nivel más hondo de vida, siendo así presencia y testimonio de Dios. De esa forma se definen a sí mismos.
‒ Nueva experiencia de la vida humana: El hombre como “siervo de Yahvé”, el Dios Uno, ministro y portador de la Divinidad. Junto a más alta conciencia de Dios Uno emerge así en Isaías II, de forma complementaria, la nueva conciencia del hombre (en especial del hombre israelita) como Siervo de Yahvé, es decir, como portador y presencia de Dios. Esta nueva y más alta conciencia del valor del hombre resulta inseparable de la más alta conciencia de Dios.
Ciertamente, Isaías II presenta a Dios como “divino”, como trascendencia y sentido de la Realidad originaria. Pero, al mismo tiempo, ese Dios se expresa (vive, se manifiesta) en la vida más alta de los hombres, que aparecen así como portadores de una identidad divina (ministros de duis: Siervos de Yahvé), desde su misma situación de opresión y destierro. Ciertamente, los grandes reyes de Mesopotamia, como los faraones de Egipto, se presentaban a sí mismos como “hijos de Dios”, precisamente por su poder más alto, por su grandeza social y política. Pues bien, en contra de eso, los israelitas se descubren y proclaman portadores de Dios (presencia suya) desde su misma situación de cautiverio y opresión.
Éste ha sido el descubrimiento radical, paradójico, transformador de la Biblia israelita. En sentido radical la espiritualidad del judaísmo culmina en Isaías II. Lo que viene después, hasta Jesús de Nazaret, son puras indicaciones marginales. El Dios más alto (conciencia divina del hombre) no está vinculada al poder de los reyes y faraones sino a la experiencia de los derrotados. En aquellos a los que Ezequiel presentaba como “huesos muertos”, a los que resucita la Palabra, Isaías II ha visto unos siervos vivos de Dios, agentes de su obra creadora, portadores de su presencia de vida.
Ezequiel e Isaías II han sido los primeros testigos de la nueva acción creadora de Dios (=Mercabá) que se revela (manifiesta y actúa) en los desterrados, resucitando a los muertos…, el Dios Uno (Vida suprema) que define la existencia de los hombres en quienes se revela (individualiza) el mismo Dios, haciéndoles agentes (servidores) de su vida y de su obra. Desde ese fondo se entienden los dos elementos fundamentales del mensaje de Isaías II: (a) Dios Uno guía la historia de los hombres, expresándose (individualizándose) en ellos como creador. (b) El hombre como ministro (amigo) de Dios, expresando su vida realizando realiza su obra en la historia.
- Dios Uno. Dios de los derrotados
El mensaje que Gen 1‒2, que los redactores finales del Pentateuco han colocado al comienzo de la Escritura Israelita, como introducción y clave hermenéutica de todos sus libros, parece inspirado en Isaías II, que ha formulado quizá por primera vez, con toda claridad, el arquetipo (es decir, la teología básica) del Dios Uno y Creador, en un momento clave de la historia de la humanidad.
Hasta Isaías II no existía (ni siquiera en Ezequiel) una visión desarrollada y unitaria del Dios Uno‒Infinito, como conciencia unitaria y profunda de la vida de los hombres y de la historia de la humanidad de manera que junto a Yahvé (Dios nacional) podían adorarse otros dioses o arquetipos de hombres y pueblos. Pero el “movimiento” israelita de los partidarios de “sólo Yahvé” había ido adquiriendo cada vez más importancia (especialmente desde la reforma deuteronomista del rey Josías: 640‒609 a.C.) y ese movimiento ha culminado en Isaías II, como seguiré indicando.
En esa dirección habían avanzado Amós y Oseas, el Primer Isaías y Jeremías. Pero su mensaje podía entenderse en línea de “mono‒latría”, como adoración centrada en Yahvé, Dios superior, que había ido ocupando casi todo el espacio sagrado de la realidad, pero sin negar la posible existencia de otros dioses.
Sólo ahora, la monolatría desemboca en un monoteísmo estricto, de tipo más antropológico, que cósmico, que debe distinguirse del monoteísmo filosófico que empezaban a postular algunos filósofos griegos, el VI‒V a.C., en una línea de “physis” o naturaleza unitaria del mundo[1]. Por vez primera en la historia de de la cultura se puede hablar de un arquetipo unitario, es decir, de un modelo de fondo universal de la humanidad, en clave personal, social, con la existencia e influjo de un “tú” divino y de un Dios único, totalmente único, pero activo y presente en la historia de los hombres, de todos los pueblos del mundo, desde una perspectiva israelita.
Esta visión monoteísta se había ido fraguando en el exilio, en el contexto de aquello que Ezequiel 37 presentaba como cementerio de huesos muertos: Un mismo y único Dios guía y fundamenta la historia de los hombres, de forma que ellos pueden resucitar y lo harán (es decir, revivirán) en línea de “nueva conciencia”. En esa línea, estos dos profetas, Ezequiel e Isaías II, descubrieron y proclamaron algo que nadie había dicho anteriormente de esa forma, no sólo en Israel, sino en el mundo entero (en paralelo con algunas religiones y experiencias espirituales de China y de la India).
Ezequiel e Isaías II han dicho que el hombre es presencia y revelación de un solo Dios (de un mismo principio vital), de manera que, al lado del “genoma biológico” (que unifica en un plano a todos los hombres) existe e influye en la historia de la humanidad en su conjunto un mismo “gen” (genoma) cultural, vinculado quizá al lenguaje (a la palabra común) que funda y define a todos los hombres.
No estamos en manos de poderes contrapuestos, no somos consecuencias de una lucha de principios divinos que combaten unos contra otros (en la línea de los chivos del Yom Kippur), ni nacemos de una rebelión común contra el padre animalesco, como dirá S. Freud, antropólogo judío, a principios del siglo XX d.C.,), sino que “nacemos” y vivimos a partir de una “palabra” originaria. Hay un único Dios, un único principio de Vida que funda y define la existencia de todos los hombres, israelitas o gentiles, poderosos y pobres. Esta conciencia de “unidad de fondo de toda la Vida”, esa conciencia de divinidad, que se manifiesta en la historia de los hombres (especialmente a través de Israel) ha marcado la historia posterior de la humanidad, al menos desde occidente.
El hombre no es producto de una lucha entre poderes divinos (superiores) contrapuestos, sino revelación y presencia de una misma vida originaria, que se expresa de un modo especial a través de Israel. Todos los seres humanos (¡todos los pueblos!), a pesar de la multitud de “dioses” a los que apelan, forman (formamos) parte de un mismo despliegue divino, de una vida de fondo, que es positiva, buena, creadora. En esa línea, lo que, por un lado, había sido desgracia suma para los israelitas (caída del orden anterior del templo, con exilio de una parte de la población) vino a presentarse en otra línea como su mayor bendición.
Los israelitas descubrieron que su Dios, aquel en quien ellos vivían y se movían era Dios de todos los pueblos. De esa forma abrieron su “conciencia” y se sintieron representantes su revelación y presencia en la historia de la humanidad. Ciertamente, eso les hacía ser, por un lado, miembros de la única “especie” humana (como sabe Gen 1‒ 11), pero dándoles, al mismo tiempo, una conciencia y misión especial sobre la tierra, como portadores y testigos de la Vida del único Dios en y para todos los pueblos, no por encima de ellos, sino en comunión con ellos. Los judíos proclamaron así la unidad de Dios, no desde su victoria (¡Dios no es garante del poder de los triunfadores!), sino más bien desde su derrota.
Precisamente como derrotados, pudieron los judíos hablar de la presencia y obra de Dios para el conjunto de los pueblos de la tierra La unidad de Dios aparece de esa forma como garantía y signo de la dignidad (salvación) de todos los pobres y vencidos de la historia humana. Según eso, la misión de Israel no es la de conquistar el mundo entero como habían hecho y imperios como el de los persas y helenistas, romanos y después occidentales, sino la de ofrecer a todos los pueblo, desde los más pequeños, su más alta conciencia del hombre como revelación y presencia de Dios.
Los israelitas descubrieron de esa forma así que ellos formaban parte de la revelación y presencia de Dios, con los egipcio, babilonios y persas (o griegos) y los restantes pueblos, pero con una tarea especial: La de ser “portadores” y testigos de esa revelación superior de Dios, de esa conciencia radical (única) a de llamada, para el conjunto de los pueblos, pero no desde el triunfo, sino desde la derrota, no desde el dominio sobre los demás, sino desde el servicio a todos.
Crisis de conciencia. Recrearse en Dios o morir
A no ser por esta crisis Israel hubiera terminado desapareciendo (en sentido religioso-nacional), como todos los restantes de su entorno (fenicios y moabitas, amonitas e idumeos…). En esta afirmación y despliegue del monoteísmo de Israel, desde la derrota y el exilio, han influido dos factores básicos: la crisis nacional y la derrota o caída en manos de los grandes imperios:
‒ Crisis recreadora. En la línea de los profetas anteriores (con el autor de la historia deuteronomista y Ezequiel, y con el redactor final del Pentateuco) Isaías II ha interpretado la caída de los dos reinos (Israel y Judá) y la destrucción del templo de Jerusalén como una terapia, es decir, como castigo correccional (=terapéutico), no porque Dios odie al pueblo de Israel, sino porque le ama, para que abandone su “idolatría” y no busque ya dioses falsos, vinculados al poder militar o al dinero, sino para que descubra (ame y acompañe) a Dios como principio interior de vida (presencia de Dios en la vida humana), al servicio de todos los restantes pueblos.
Tanto Ezequiel como Isaías II han descubierto que la mayor bendición de Dios para los hombres y mujeres de su pueblo ha sido ser destruidos, porque la destrucción les ha capacitado para venerar (servir) a Dios de un modo más alto, no desde el poder y triunfo (en línea de imposición), sino desde el testimonio de su vida, como derrotados, exilados y excluidos. Ésta profundización y ampliación de la conciencia israelita ha sido la mayor bendición posible para el pueblo, una experiencia cultivada de un modo especial por algunos profetas (como Ezequiel e Isaías II), pero se ha convertido pronto en “conciencia” compartida por gran parte del pueblo, tal como aparece en Jesucristo.
‒ Dios de los vencidos, ofrecimiento de vida, no imposición. Ese Dios único y verdadero no ha castigado a su pueblo, sino que le ha bendecido con el sufrimiento y la derrota, permitiéndole descubrir algo que no se descubre jamás con la victoria, pues ella nos lleva a identificar a Dios con el poder económico‒militar, con imposición sobre los restantes pueblos. La verdadera universalidad (fraternidad humana) no se consigue triunfando sobre los demás, e imponiendo sobre ellos la propia supremacía, sino abriendo, cultivando y ofreciendo gratuitamente a todos una conciencia más alta de identidad con lo divino.
Ésta ha sido y sigue siendo la paradoja de Israel: Dios no “bendice” con su conciencia más alta a los imperios vencedores (que le identifican con su victoria), sino a los vencidos (=a un pueblo de vencidos), porque ellos pueden aprender y cambiar desde dentro y ofrecer gratuitamente su experiencia a todos (cosa que los vencedores no hacen). En ese fondo, los judíos derrotados del exilio han podido reinterpretar su historia, desde las tradiciones patriarcales y el éxodo, hasta la destrucción de los reinos y el exilio, como una experiencia de Dios abierta a todos los pueblos.
En un momento de máxima convulsión política, en condiciones de riesgo y ruina (exilio sin retorno), con el peligro de ser destruidos como pueblo, algunos judíos, con una conciencia religiosa nueva y más honda, sintieron/supieron que el protagonista de su historia era Dios, no los dioses imperiales de Egipto o Babilonia, y descubrieron, al mismo tiempo, que ellos, los judíos, con la tarea que Dios les había confiado, eran los representantes (servidores, testigos) de Dios en el mundo. Así se concibieron a sí mismos como “pueblo teóforo”, portador de una nueva tarea universal de vida y testimonio de esperanza para todos los pueblos.
No conocemos ningún otro pueblo que haya formulado de manera no sólo teórica, sino práctica, una visión semejante de la historia, proclamando al Dios Creador y presente (recreador), como principio de identidad del pueblo en su conjunto (Israel) y de cada uno de sus miembros, desde su situación de “derrota”, con riesgo de destrucción, siendo, al mismo tiempo, Dios del mundo entero, es decir, de todos los pueblos.
En ese contexto, con esa certeza, los judíos han podido reinterpretar las tradiciones anteriores de su historia, desde los patriarcas y el Éxodo, con la entrada en Canaán, hasta la vuelta del exilio, con la promesa de la reconciliación final de la humanidad. Sólo así, a partir de esa reinterpretación monoteísta (yahvista) de su identidad, descubriendo la caída de Jerusalén y el exilio como “castigo” terapéutico y amoroso, pudieron sentirse (reconocerse a sí mismos) como pueblo elegido de Dios, a quien conciben no sólo como Señor más alto, sino como Amigo cercano, comprometido con la tarea y ser de los hombres, desde un principio de alianza,, que les ha confiado a ellos (los judíos) la misión de ser sus “testigos” entre los pueblos.
Dios uno, el camino de los derrotados
Desde ese fondo, partir de Ezequiel e Isaías II, los israelitas han podido descubrir y proclamar la verdad de Dios, como testigos de su identidad y presencia como creador, esto es, como portador de vida desde el sufrimiento creador (desde el don y regalo de su Vida).En este momento, desde el “reverso” de la historia (vencidos, desterrados, amenazados…), con riesgo de diluirse y perder su identidad como individuos y pueblo en la espiral de los imperios vencedores (egipcios y asirios, babilonios, persas, helenistas), los israelitas reinterpretaron y superaron su catástrofe apelando a Yahvé como inspirador y amigo, espíritu de vida, principio de identidad de todos los pueblos. De esta forma pudo darse en Israel una interpretación “teísta” de la historia, desde la derrota del pueblo, no desde su victoria.
No hubo primero un descubrimiento del Dios único y después una interpretación teísta de la historia, sino que ambas revelaciones se dieron al mismo tiempo, pues de hallaban radicalmente implicadas: Su misma experiencia histórica, su forma de entender su presente y futuro como pueblo, hizo que los judíos vieran a Dios de un modo distinto y más alto, como ningún otro pueblo lo había experimentado (ni los chinos de Confucio o del Tao, ni los hindúes de la Bagavad Gita o de Buda, ni los griegos de Platón…).
No descubrieron a Dios a pesar de su derrota, sino precisamente en ella, no como un Dios superior a otros, sino como no-Dios, fuente y servicio de amor para todos. Esta visión del Dios monoteísta (único, creador, salvador, en todos, para todos, no sobre todos) sólo puede entenderse como interpretación y respuesta al riesgo de muerte de Israel, en oposición a la ideología teológica de unos triunfadores político‒sociales (asirios, babilonios…) que creían que Dios les había concedido la victoria y la buena religión como dominio sobre los pueblos.
Esos pueblos vencedores (con Dios del Triunfo político‒militar y económico) fueron incapaces de entender su identidad, de interpretar su historia, de vincularse en gratuidad (pacto) con los restantes pueblos. En contra de eso, los israelitas vencidos descubrieron la mano de Dios (recibieron su máxima enseñanza) en la derrota, abriendo así una conciencia universal de la vida como amor mutuo y presencia de unos en otros. Ésa fue la “filosofía” los israelitas, su mayor revelación: Ellos sintieron la mano de Dios en su derrota, no para morir y terminar, sino para iniciar desde la misma derrota una historia y camino superior de vida para el conjunto de la humanidad, en forma de amor solidario y de esperanza de resurrección.
Los babilonios del año 578 a.C. ganaron la guerra (conquistaron Jerusalén, llevaron cautivos a muchos judíos…), pero “perdieron” su conciencia, su identidad como pueblo germen de humanidad, para actuar como destrucción de humanidad. Por el contrario, algunos judíos derrotados (desde Ezequiel e Isaías II) entendieron la derrota como presencia amorosa de Dios y como oportunidad de renacimiento, en un Dios que es “Uno”, no por exclusión de otros, sino como inclusión y acogida amorosa de todos.
‒ Dios Uno, Dios de perdedores. Los israelitas habían venerado al Dios Yahvé y confesaban que él les había elegido y dirigido. Pero no necesitaban añadir que era Uno (en sentido monoteísta estricto), y que los dioses de los otros pueblos no existían. Sólo ahora, en el exilio, con riesgo de desaparecer, arrastrados y negados por el torbellino de una historia de la que se sentían responsables y culpables, pudieron afirmar que su Dios era el único, el guía (fundamento, camino y meta) de todos, creador de cielo y tierra, Paradigma y Principio universal de la vida, que no se revela en la victoria de los grandes triunfadores, sino en la fidelidad personal, en la ampliación de conciencia y en la responsabilidad moral de los pobres y vencidos.
− Pueblo Uno. Portadores de una conciencia más alta de elección. En otro tiempo, otros pueblos, en especial los imperios triunfantes (siria, Egipto, Babilonia), habían “secuestrado” a su favor a Dios y tendían a identificarle con su poder y su victoria nacional, aunque sin negar la existencia de otros dioses, pues no habían creado un imperio universal que pudiera dominar de hecho sobre todos los restantes pueblos de la tierra. Pues bien, en contra de eso, derrotados y al borde de la extinción, los judíos afirmaron que su Dios (Yahvé), que les había llamado y abierto un camino en la historia) era el único Dios del mundo entero, creador de todos los pueblos, guía y principio de vida de la humanidad, no desde el poder y la victoria, sino desde la derrota, en comunión con todos los derrotados y excluidos de la historia[2].
Nueva conciencia de salvación. Historia de fondo de Isaías II
En este contexto podríamos hablar de una “metanoia” o inversión (=conversión) radical de la vida humana, en paz y servicio mutuo, desde los vencidos”, y entenderla desde una perspectiva de compensación (resurrección) psicológica. Éste fue un gran cambio de mentalidad. Derrotados y casi destruidos por otros pueblos (asirios, babilonios, persas, helenistas…), los israelitas respondieron diciendo que en realidad, su Dios había sido el auténtico vencedor de los restantes pueblos y dioses. La derrota y destrucción de un tipo de Israel triunfante (reinos) había sido y era la verdadera recreación de Israel.
Ellos, judíos, habían perdido la batalla de la vida un plano externo (militar, político), pero habían triunfado triunfaron en un nivel más hondo y verdadero, en el plano de su identidad nacional y de su conciencia de pueblo. Todo eso lo fue descubriendo y proclamando Isaías II unos años antes de la Caída de Babilonia (539), mientras evocaba la marcha triunfal de Ciro, rey de Persia, que venía avanzando desde el oriente y el norte Babilonia, como delegado (ungido) de un Dios de libertad.
En esa línea, Isaías II presenta a Ciro, rey de Persia, como enviado de Dios, con la misión de superar la opresión político‒religiosa de los babilonios, dejando en libertad a los judíos, y en ese sentido su profecía (su visión de Dios) resulta inseparable de su forma de entender el despliegue y triunfo del imperio persa. Pero, en el fondo, según Isaías II, el verdadero representante de Dios, su signo y portador en el mundo, no ha Ciro ni Persia (por más beneficiosa que hayan podido resultar), sino el pueblo israelita, representado como “siervo” (=ministro) humano de Yahvé.
. De esa manera, los israelitas vencidos aparecen así como representantes, portadores de la más alta conciencia divina de la historia, pero no en un plano de teoría cósmica (como pensaros los filósofos griegos), sino de despliegue histórico. Desde ese fondo, partiendo de la situación de derrota de los israelitas, Isaías II descubrió y proclamó el sentido de Dios como “redentor” de los derrotados de Israel, con autoridad sobre el mundo entero:
Así dice Yahvé el rey de Israel, y su redentor, Yahvé Sebaot: Yo soy el primero y el último, fuera de mí, no hay ningún dios. ¿Quién como yo? Que se levante y hable. Que lo anuncie y argumente… Que diga lo que sucede y lo revele... (cf. Is 44, 6-8). Yo soy Yahvé, no hay ningún otro; fuera de mí no existe ningún dios… Yo soy Yahvé, no hay otro; yo modelo la luz y creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahvé, hago todo esto (cf. 45, 5-8).
Estos y otros pasajes nos sitúan ante la revelación (la más honda conciencia) de un Dios que, habiendo dicho “soy el que soy” (cf. Ex 3, 14), puede añadir “soy el que actúa”, soy el que hace que cambie y resucite el orden de los pueblos trazando un camino de vida a partir de los vencidos (no de los imperios vencedores). Ciertamente, ese Dios tiene elementos cósmicos (cercanos al de un tipo de monoteísmo de algunos filósofos griegos como Jenófanes, a principios del siglo V a.C.), pero su distintivo esencial no fue su dominio sobre el cosmos, ni su capacidad de victoria política, sino su forma de entender la historia de los hombres y los pueblos a partir de los derrotados.
Este Dios de Isaías II nos permite interpretar la historia no desde el triunfo de los vencedores (ni como expresión de unidad cósmica, en clave de poder), sino desde los vencidos, ofreciendo así una visión unitaria del despliegue y sentido de los acontecimientos histórico de Oriente, que culminarán en la caída de Babilonia y el triunfo de los persas. Isaías II establece una continuidad entre aquello que “Dios” ha dicho y realizado a través de los profetas anteriores y aquello que realizará en el futuro. De esa forma, sus profecías trazan una línea de “lógica teísta” (recreadora) de la historia, que desemboca en el triunfo de los derrotados (israelitas).
El Dios de Isaías II no concede a los judíos un poder militar más alto para ganar guerras o para alcanzar un poder superior al de otros pueblos, sino una capacidad más alta para conocer (interpretar) su historia, es decir, una conciencia o conocimiento más hondo de intervención y presencia de Dios en ella. De esa manera, ellos, judíos, derrotados y humillados, pudieron “elevarse” sobre las naciones, pero no a través de un poder militar más alto o de una sabiduría superior, de tipo filosófico o científico, sino de una más honda conciencia de vida de los perdedores, no para vengarse de los vencedores, sino para iniciar un camino nuevo de experiencia y plenitud humana[3].
- Normalmente, la fe de Israel (Israel) tendría que haber desaparecido en las “garras” de Babel y después en las del Dios helenista de los macabeos, siglo II a.C.). Pues bien, en contra de eso, en el momento de caída y ruina de su estado y templo nacional de Jerusalén, los judíos llegaron al convencimiento de que Yahvé, su Dios, había guiado no sólo la historia de Israel, sino la historia de todos los pueblos, primero de los babilonios y después de los persas y todos[4].
- Inversión de Dios, nueva conciencia divina, abierta al conjunto de la humanidad. De esa forma, los judíos descubrieron que el verdadero Dios se manifiesta, en contra de lo esperado, no en la victoria de los pueblos, sino en la derrota de los justos, en línea de nueva y más alta humanidad, no de progreso político‒militar como el de los grandes imperios de oriente. Esa experiencia de fondo había aparecido ya en los oráculos de Jeremías y Ezequiel, pero sólo se expresa con toda fuerza a través del Segundo Isaías [5].
Con esa visión de Dios, los israelitas pudieron recrear su pasado (libros deuteronomistas) y fijar su identidad presente (Pentateuco), revisando los oráculos de los profetas, siempre con una misma intención, con una misma tarea de fondo: Confesar la presencia de Dios en la historia del pueblo, abriéndose, al mismo tiempo, hacia un futuro de salvación, partiendo del impulso divino, que se revela en Israel (y por Israel) en la humanidad entera. Este descubrimiento del Dios Uno en la Historia Una de los hombres, en línea de compromiso activo, constituye la aportación suprema de Israel y de la Biblia a la cultura universal. Sin esta novedad del mensaje de Isaías II no podría hablarse de una historia unitaria de los hombres, partiendo de los derrotados, ni podría hablarse del nuevo arquetipo como expresión de una conciencia superior de dignidad y de esperanza humana, desde los más pobres, en línea de nueva inteligencia y plenitud humana.
Dios en la historia. Cánticos del Siervo
Partiendo del Dios‒Uno, quía de la historia, Isaías II ha podido fijar la identidad (arquetipo) del hombre como Siervo/Ministro de Dios. En principio, no sabemos quién fue, en su origen ese “Siervo”: ¿Un personaje político/mesiánico concreto, como el rey Joaquín, muerto en exilio, o el príncipe Zorobabel, que no logró triunfar tras el retorno del 539 a.C.? ¿Un profeta individual o el pueblo entero? Pero, miradas las cosas desde una perspectiva posterior de conjunto, esas preguntas carecen de respuesta, y quizá no pueden ni siquiera plantearse de esa forma.
Este Siervo puede tener rasgos individuales, y referirse en su origen a un hombre concreto del pasado, pero, en sentido radical, es la nueva humanidad sufriente y creadora que ha surgido en Israel, a partir del Dios Uno: Es el hombre oprimido, humillado, que aparece y actúa como revelador y presencia de Dios, el hombre como conciencia y presencia de Dios. En esa línea, los cantos del Siervo (Is 42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-11; 52, 13–53, 12) constituyen el corazón y cumbre de la identidad israelita, desde la presencia y acción de Dios en la historia:
He aquí que mi siervo triunfará: se alzará, subirá, crecerá mucho. Como muchos se espantaron por tu causa, porque estaba desfigurado, no parecía un ser humano ni tenía el aspecto de un hijo de Adam, así se asombrarán muchos pueblos y los reyes cerrarán la boca pues verán algo que no se les había dicho y contemplarán algo que no habían oído (Is 52, 13-15)… Creció como brote en su presencia, como raíz en tierra árida: sin belleza ni esplendor que pudiéramos ver, sin apariencia que lo hiciese deseable. Despreciado y rechazado de los hombres, hombre de dolores, emparentado con el sufrimiento, como alguien de quien se aparta el rostro… (Is 53, 1-3)
Y sin embargo, él ha cargado con nuestros sufrimientos, ha soportado nuestros dolores; y nosotros le estimábamos herido, golpeado por Dios y abatido. Pero él fue traspasado por nuestras rebeliones. Maltratado, se humillaba y no abría la boca, como cordero llevado al matadero y oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Con opresión y sin justicia fue eliminado. ¿Quién se afligía de su suerte, cuando le arrancaron de la tierra de los vivos…? Con los malvados pusieron su sepultura, su tumba con los malhechores aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca (53, 7-9)
Yahvé quiso aplastarlo con sufrimiento y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, vivirá por muchos años, y Yahvé cumplirá su voluntad por medio de él… El justo, mi Siervo, justificará a muchos porque cargó con sus culpas. Por eso lo haré heredar con muchos y con los poderosos repartirá el botín; porque expuso su vida a la muerte y fue contado con los criminales; él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los criminales (Is 53, 10-12).
Éste Siervo (testigo, intérprete) de Dios es la nueva humanidad, el Hombre-Pueblo que aparece como transparencia de Dios (expresa o encarna su sentido) y no domina con violencia sobre los demás, pues ha madurado en servicio y no en venganza, en bondad y no en resentimiento, en apertura creadora y no en violencia envidiosa. El siervo es el verdadero Israel en quien se condensa la revelación de Dios en la vida de los hombres: La peregrinación de Abrahán, la opresión de los hebreos en Egipto y, de un modo especial, la angustia de los exilados en Babilonia (con la caída de Judá y Jerusalén, tras 587 a.C.).
En un sentido más profundo, este siervo es toda la humanidad sufriente. Según eso, los sufrientes y expulsados son el centro y principio impulsor de la historia, pues el mismo Dios se encarna (resucita, vive) en ellos, expresando y realizando así la gran inversión (mutación) de la humanidad. De la muerte de otros nacemos, por la vida de otros somos, no por violencia conquistadora de imperios como Asiria, Babilonia o Egipto), sino por la experiencia (resistencia) de un pueblo como Israel, con su conciencia más alta de libertad ante (desde) Dios.
Ésta ha sido la revelación fundamental de la espiritualidad judía y cristiana. Isaías II ha descubierto y proclamado que la historia verdadera avanza desde la conciencia y tarea de unos hombres y mujeres como los derrotados de Israel, que reinterpretan su historia como revelación de Dios y promesa de futuro para el conjunto de la humanidad. Precisamente ellos, los vencidos, que se elevan sobre sí mismos como testigos e intérpretes de Dios, son la auténtica “conciencia divina” de la historia, que se expresa a través de los sacrificados, representantes de Dios (arquetipo de la nueva humanidad).
En un momento anterior, los triunfadores habían sentido la necesidad de pensar que los demás (los fracasados) eran culpables, de manera que les “sacrificaban”, identificando a Dios con el triunfo del poder. En nombre de Dios, ellos, los vencedores, expulsaban y mataban a los otros, de manera que la vida de esos sacrificados aparecía como un tipo de holocausto necesario y positivo: El Dios de la guerra de la vida triunfa sometiendo y destruyendo a los “culpables”. En contra de la visión, estos poemas del Siervo muestran que Dios no triunfa sacrificando a los otros (imponiéndose sobre ellos su poder), sino amando a los pobres y humillados, y realizando por ellos (desde ellos) una obra de salvación al servicio la humanidad entera.
De esa forma, asumiendo y transformando antiguas categorías sacerdotales, Isaías II descubre que los derrotados de Israel (exilados, fracasados, muertos) no son culpables, no sufren y mueren por su culpa, para satisfacer la ira de Dios, sino que son representantes de un Dios-Amor, que se “encarna” (se expresa y actúa) precisamente en/por ellos. Estos “siervos de Dios” no mueren porque son culpables y tienen que ser sacrificados, sino porque son inocentes, porque han sido derrotados y así aparecen como signo de un Dios amor, que no es violencia sobre los demás (para tenerlos sometidos), sino Conciencia de amor que regala su vida (se regala a sí misma) para que otros sean.
Según eso, el Principio divino de Israel (Yahvé) no se individualiza (no se revela) en los emperadores y conquistadores poderosos, sino en aquellos que sufren y son oprimidos, manteniendo la conciencia de su identidad, como los hebreos esclavizados en Egipto, como los judíos cautivos en Babilonia. En este contexto no tiene sentido la ley del talión o venganza por la fuerza, ni se puede decir que los sacrificados mueren por sus pecados, pues ellos no son responsables del pecado ajeno, ni autores de un pecado propio, sino víctimas inocentes en las que Dios expresa su identidad sobre el mundo. Ellos sufren y mueren más bienpor el pecado ajeno, pudiendo aparecer así como representantes (portadores) de una conciencia más alta de vida, es decir, de la conciencia de Dios que se revela y actúa a través de los que se piensan y descubren (aceptan) su identidad desde el sufrimiento activo de la historia humana.
Los sacrificados aparecen de esa forma como signo de la nueva creación, avanzadilla de una humanidad no violenta donde el mismo Dios viene a expresarse como gracia y manantial de vida, regalando así su propia vida en medio de la muerte. Éste es el centro de la mutación israelita, aquí se produce la gran revelación/revolución de la Biblia: Quizá por vez primera, superando a un Dios que parecía principio de violencia (defensor de los más fuertes), viene a revelarse el Dios más alto de una gracia no violenta, de un nuevo sacerdocio entendido como don de la vida, no como principio de destrucción de otros.
Este Siervo no realiza su liturgia sobre el templo (no es sacerdote ministerial), no vive de la sangre de animales muertos (ni de hombres a quienes tiene que sacrificar), sino que eleva (entrega) su vida ante Dios como signo de esperanza, garantía de justicia. No expulsa a nadie, ni hace guerra para destruir a los contrarios: no pide venganza ni quiere que su muerte (si le matan, como harán) sea principio de una nueva cadena de violencias. Por eso, acepta el sufrimiento y la derrota como signo de vida, de forma que allí donde reinaba un (el) dios de la violencia viene a revelarse ahora un Dios Yahvé que es principio de vida, de gracia, de futuro, precisamente desde la derrota y muerte de los pobres.
-Mi siervo triunfará (Is 52, 13-15) Pero triunfará sin dominar, sin expulsar ni sacrificar a nadie, y puede hacerlo así porque conoce (reconoce) en su vida el sentido de Dios, la fuerza de la vida, apareciendo como portador de una nueva sabiduría divina, al servicio de los demás. En otro contexto, los hombres habían insistido en una sabiduría triunfal, vinculada a la victoria externa, con la derrota de los contrarios, creyéndose así enviados de un Dios de poder. Pues bien, en contra de eso, Isaías II insiste en el Dios se revela precisamente en los derrotados y expulsados, como Siervo Sufriente de todos, Dios en persona.
-El brazo de Yahvé actúa (Is 53, 1-3).Pero no de forma militar como Asiria y Babilonia, sino como palabra de vida, presencia de Dios, a través de los hambrientos, pobres y oprimidos, como podrán de relieve el Magníficat de María, el primero de los Cantos del Nuevo Testamento, que Lucas 1, 46-55 ha puesto en boca de la Madre de Jesús, como signo de continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (como pondré de relieve en el primer tema de la tercera parte de este libro. Dios despliega el poder de su brazo (Lucas 1, 51) a través de sus siervos israelitas, en una historia de espiritualidad de amor que culmina en Jesucristo. Otros textos de la Biblia, como Lev 16 (chivo expiatorio) y Ben Sira o Eclesiástico (con su canto a los triunfadores: Eclo 45‒50) parecían seguir buscando a Dios a través del triunfo social, militar o religioso. Pues bien, los cánticos del Siervo invierten ese modelo y afirman que el Dios (principio de toda realidad) se revela a través de los derrotados y expulsados (cf. Hbr 11).
-Ha cargado con nuestros sufrimientos (Is 53, 4-6). Paradójicamente, el Siervo es revelación de nuestra verdadera identidad. Antes, en general, los hombres pensaban que los culpables eran los otros, los sacrificados, desgraciados, expulsados, que cargan con sus crímenes y expían por sus culpas. Pues bien, Isaías II ha invertido esa visión diciendo que el Siervo no es culpable. No sufre por sus culpas sino por las de otros, viniendo a presentarse así como un catalizador donde se condensan y descargan las violencias del conjunto social. Ésta es la novedad del texto: El Siervo que sufre es inocente, y al serlo, al aceptar su “destino”, él viene a presentarse como portador de un “conocimiento” más alto, del conocimiento de Dios con quien se identifica.
-Cordero inocente (Is 53, 7-9). Leyendo este pasaje, el eunuco de Candace pregunta a Felipe el “diácono” crisiano: “Quien dice estas cosas ¿habla aquí de sí mismo o se refiere a otro? (Hech 8, 32-34). El mismo Canto responde de forma indirecta, describiendo paso a paso los momentos y matices del sufrimiento (muerte) del Siervo. Es evidente que en su descripción confluyen varios factores: (a) Puede haber un recuerdo histórico, con el asesinato de un inocente concreto (Zorobabel, un profeta...). (b) El texto puede referirse al mismo pueblo de Israel, condenado, en proceso de exilio, dispersión y muerte... Sea como fue, es claro que el Canto del Siervo constituye un paradigma invertido de la violencia humana. Los inocentes como el Siervo no viven a costa de los otros, no se imponen por envidia, no pretenden destruir a los demás. Esta es la manifestación suprema de Dios en la vida (en la nueva conciencia) del inocente, que no responde con violencia, según el talión, ni no grita venganza. El Canto lo dice de un modo muy transparente, sin juicios ni valoraciones retóricas [6]…
El pueblo que ha escrito estos poemas del Siervo ha llegado a la más alta experiencia: ha conocido a través del sufrimiento, ha madurado en comprensión y no en venganza, en bondad y no en resentimiento, en apertura a los demás y no en violencia. Aquí han venido a confluir las aguas más profundas de la vida israelita: la experiencia sacrificial, la ley del pacto y, sobre todo, la certeza de que Dios asume el camino de los pobres (derrotados) de la historia. Es como si pudieran recrearse los orígenes: el dolor de Abrahán, la opresión de los hebreos en Egipto y, de un modo especial, la angustia del exilio en Babilonia (con la caída de Judá y Jerusalén, tras 587 a-C). Ellos, los sufrientes y expulsados, fueron (siguen siendo) el valor supremo de la tierra: el mismo Dios se encuentra y triunfa allí donde parecen fracasados.
Aquí se ha dado la gran inversión. El chivo expiatorio (Lev 16) era signo de todos los males; por eso quedaba expulsado al desierto, dejando tranquilo al sistema. Sobre la tumba y muerte de otros caminamos: sólo sabemos vivir sacrificando. Pues bien, aquí el signo se invierte y descubrimos que el siervo derrotado y expulsado es inocente. Antes habíamos sentido la necesidad de pensar que los demás (los fracasados) son culpables: identificábamos a Dios con el triunfo del sistema; en nombre de Dios expulsábamos, matábamos... La vida entera se venía a convertir en sacrificio. Pues bien, ahora advertimos que esa ley del sacrificio no consigue responder a los problemas planteados por la historia.
Nuestro profeta, asumiendo y transformando categorías sacerdotales, descubre que los derrotados de Israel (exilados, fracasados, muertos) no tienen la culpa. No se les puede aplicar el talión: no son responsables del pecado ajeno, ni autores de un pecado propio. ) Qué son, qué hacen? Su propio sufrimiento abre un camino de esperanza: ellos son signo de la nueva creación, avanzadilla de una humanidad no violenta donde el mismo Dios viene a expresarse como gracia y fuente de existencia.
Este es un cambio epistemológico: quizá por vez primera dentro de la vieja tierra, superando a un Dios que parecía signo de violencia (garantía de los fuertes), viene a revelarse el principio más alto de la gracia no violenta, un nuevo sacerdocio no sacrificial, un sacrificio sin violencia represora. Este Siervo no realiza su litigia sobre el templo, no vive de la sangre de animales muertos. Pero, en sentido mucho intenso, es verdadero sacerdote y sacrificio: eleva ante Dios su sufrimiento como signo de esperanza, garantía de justicia. No debe expulsar a nadie: no pide venganza ni quiere que su muerte se convierta en principio de una nueva cadena de violencias. Por eso es víctima:su mismo sufrimiento y muerte se han venido a presentar como señal y experiencia de una vida no violenta. Allí donde reinaba un (el) dios de la violencia viene a revelarse ahora un Yahvé signo de gracia.
Esa respuesta no violenta del Siervo tiene un sentido revelador o, mejor dicho, es la misma revelación. Es como si, de pronto, estallara el milagro: hay alguien inocente, alguien que no vive a costa de los otros, no se impone por envidia, no pretende destruirles. Este es el milagro de la no violencia: el inocente se deja matar (como cordero llevado al sacrificio... ). No se defiende, no grita venganza, no se justifica. El Canto lo dice del modo más sencillo. No utiliza demasiados adjetivos, no juzga, no valora. Simplemente va mostrando le que hacen (hacemos) los hombres con el débil e inocente. Descubrimos con sorpresa que en todo este pasaje no se dice nada de Dios. No hay lugar para sacralidades aparentes, no hay templos ni oraciones especiales. La muerte de un pobre, este es el misterio. Al fondo de toda la historia, cono enigma supremo, aparece un inocente asesinado. Éste es el mejor prólogo para entender la espiritualidad de Jesús. Y con esto podemos pasar al NT[7].
NOTAS
[1]Habían existido en Israel impulsos monoteístas, centrados en la acción personal de Yahvé. Pero ellos sólo lograron desarrollarse y extenderse como visión abarcadora, religiosa y social, en tiempo del exilio, partiendo de las experiencias de Jeremías y Ezequiel, y sobre del Segundo Isaías. En este momento, en un contexto de exilio y restauración (promesa y recreación) del pueblo, ha podido fundar y desarrollar el Segundo Isaías un monoteísmo consecuente.
[2]Ese descubrimiento monoteísta del sentido de la historia no ha brotado por simple evolución, a partir de otras visiones de Dios, sino por un tipo de mutación, preparada en los primeros profetas (desde Elías, Amós‒Oseas e Isaías), pero desarrollada, casi el mismo tiempo, por los grandes profetas de la derrota y el exilio (Jeremías, Ezequiel) y especialmente en Isaías II. El Dios de Israel no es Uno desde los vencedores (como podría ser el de Babilonia o Roma), sino desde los vencidos.
[3] Cf. G. Theissen, Fe Bíblica en Perspectiva Evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002.
[4] Frente a los otros pueblos, que han tendido a interpretar la historia en claves de poder militar o de fatalidad (o simplemente han negado la misma existencia de una historia humana), los israelitas fueron capaces de entenderla en línea de transformación personal y social, desde la derrota.
[5] De esa forma, los judíos “recordaron” (reinterpretaron) las profecías antiguas, no sólo las de Amós y Oseas, que hemos evocado, sino las de Isaías I, Miqueas o Jeremías, descubriendo que ellas se estaban cumpliendo ahora. Toda la profecía antigua podía resumirse, conforma a la visión de Isaías II, en la amenaza de destrucción para los perversos y opresores, tanto en Israel como en los imperios del entorno. Ahora se iba a cumplir (se estaba cumpliendo) lo que había sido anunciado y preparado desde antiguo: Los triunfadores injustos venían a manifestarse como enemigos de Dios, aniquilándose a sí mismos. Iban a triunfar (estaban triunfando) de un modo distinto los antes perdedores. Éste no ha sido un descubrimiento “cósmico”, de racionalidad judicial (en línea de talión), como el de los filósofos griegos, que pudieron hablar de un Dios único entendido como “physis” poderosa, sino un descubrimiento histórico‒moral, vinculado a la propia responsabilidad de los profetas y creyentes.
[6] Normalmente, los triunfadores se han mantenido y elevado matando u oprimiendo a otros (a los que condenamos por culpables), para aparentar así que somos justos, apelando además a Dios a quien identificamos con un tipo de violencia pavorosa, en la línea del análisis de R. Otto (Lo santo, 1917). En contra de eso, el canto dice que aquellos que se consideran justos, capacitados para matar a los culpables, son los verdaderos culpables, de forma que lo divino no se identifica con un tipo de violencia pavorosa, sino con todo lo contrario, es decir, con la superación de la violencia. En esa línea el Siervo de Yahvé no se ha defendido ni quiere vengarse de los otros, sino ofrecerles el regalo de su vida.
[7] Ante ese descubrimiento pasan a segundo plano las preguntas historicistas (¿quién era ese Siervo?) y las disculpas retóricas (¡no sabíamos! ¡ha sido un accidente!). El texto muestra que no fue un accidente y añade que, en el fondo, nosotros lo sabíamos. Este es el saber ontológico (si es que vale esa palabra), el conocimiento que por siglos hemos reprimido: La divinización de la violencia, que el Canto del Siervo ha desenmascarado.
Esa divinización “ontológica” de la violencia es el “pecado original” de la humanidad. Las religiones “imperiales” (de China a Roma, de los Aztecas a los Incas), lo mismo que un cristianismo de poder sacral, se siguen imponiendo sobre el mundo, con el capitalismo y el imperialismo moderno. Estos cantos del Siervo han sido y siguen siendo la primera gran protesta “occidental” (bíblica) en contra de esa religión que se dice creada para “liberar” a los hombres pero que de hecho les oprime más. En contra de eso, es necesario mantener y poner de relieve una lectura y aplicación anti-violeta de los cantos, tal como desemboca y culmina en la historia y mensaje de Jesús en el NT, en la línea del mismo Canto: "El Siervo verá (yireh') y se saciará beda´tto (de tu conocimiento), del conocimiento de Dios. “Es como si antes la vida hubiera sido tiempo de ignorancia, ocultamiento; pero el canto acaba ha visto algo absolutamente nuevo y lo ha dicho, de forma emocionada y sorprendente, en la culminación de la Biblia Hebrea. Estas palabras sobre el Siervo de Isaías II constituyen una de las cumbres religiosas y sociales de la historia. Quien las ha leído y comprendido sabe algo que los otros ignoran. Los judíos posteriores las tendrán siempre muy dentro y pensarán que ellas se cumplen en la historia de su propio pueblo. Los cristianos pensamos que ellas se han cumplido en Jesucristo. Y así podemos pasar al NT.