Eduardo Agosta, Director de Ecología Integral de la CEE: Una obra maestra (Prólogo a X. Pikaza, Alternativa Ecológica)
No sé si esta Alternativa ecológica es una obra “maestra”, pero es obra trabajada: Recoge el texto de conferencias impartidas en centros de estudio de América y España/Portugal (Coimbra, Raspanti de B.Aires, Bogota, Comillas y OFranCap del Pardo, Madrid) y publicadas en revistas de especialidad.
Es una obra compartida y ecuménica: Escrita por un católico, prologada por un profesor de La Plata (Argentina) Director de Ecología de la Conferencia Episcopal Española, experto principal del Vaticano (E. Agosta), publicada por una Universidad Evangélica (Clie) y epilogada por el Pensador más significativo de la Iglesia evangélica Española (A. Ropero). Aquí publico el prólogo de E. Agosta, que presenta no sólo mi obra, sino el “despertar” del Vaticano y de la Iglesia católica sobre la Alternativa Ecológica. Un día próximo completaré esta presentación publicando el epílogo del Dr. Ropero. Con mi agradecimiento a E. Agosta y a Editorial. (Índice, prólogo y primer capítulo en Clie)
| Xabier Pikaza
Prólogo de Eduardo Agosta Scarel
Religioso carmelita argentino, incardinado en Diócesis de Segorbe/Castellón (España), Director del Departamento de Ecología integral de la Conferencia Episcopal Española.
Graduado en Filosofía y teología, Dr. en Ciencias de la Atmósfera, Licenciado en Física, Profesor de la Universidad de La Plata (Argentina), especialista en la Ecología del Agua, Asesor principal en incidencia política del movimiento Laudato sí (Roma). Cf. //orcid.org/0000-0003-1182-8877
Eduardo Agosta: La alternativa ecológica, Prólogo (págs 13-23).
La alternativa es aprender a cuidar este mundo, la tierra, casa común.
El lector está ante una obra maestra del profesor Xabier Pikaza, «La Alternativa Ecológica», que ofrece delicadas pinceladas de un artista experimentado en biblia, teología, espiritualidad y filosofía sobre el lienzo fractal y multidimensional de la ecología. La obra es una composición armónica de diversos enfoques y aproximaciones del autor a la cuestión ecológica, con un toque de fresca actualidad por la urgente necesidad del actuar consciente frente al acuciante desafío del cuidado de este mundo, la tierra, casa común, más allá del mundo social y de nuestro mundo personal e inmediato. ¿Y cómo es que llegamos a esta consciencia de cuidado global? Veamos:
Cuidar de nuestro mundo personal e inmediato
Durante muchos siglos, la moral cristiana se limitó a la esfera individual. La teología moral cristiana se ocupó inicialmente de las cuestiones que afectan a la libertad humana en sus diversas expresiones y dimensiones. Por eso hoy disponemos de una rica enseñanza moral sobre las más diversas y complejas situaciones que afectan a nuestro modo de estar en el mundo y de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y, en definitiva, con Dios, forjada a lo largo de siglos de tradición. Esta ética tradicional, y la consiguiente moral cristiana, estaba naturalmente enfocada en el ser humano y desde él se contemplaba toda la realidad circundante. La comprensión del mundo natural descansaba en el conocimiento rudimentario, natural e inmediato, que los humanos tuvimos durante milenios sobre la naturaleza física de las cosas.
La ética clásica tuvo su naciente natural en el pensamiento de Aristóteles y fue enriquecida por la mano teológica de santo Tomás de Aquino, que perduró durante muchos siglos. En ella, la naturaleza según Aristóteles, o la creación según el santo aquinate, ofrecía una unidad multiforme de sentido, en términos de bondad, orden, belleza y armonía, querida por Dios.
Este orden primordial otorgaba una base común para las relaciones que había que cuidar y respetar. Por ejemplo, los animales y los seres humanos tenían algo que los englobaba: ellos compartían la esfera común de lo viviente, de lo creado. Es decir, animales y hombres son seres vivientes, habitantes del mundo natural ordenado, esto es, del espacio-tiempo concreto, establecido por Dios, en boca de santo Tomás, o por la naturaleza en Aristóteles. Además, se concebía que los seres inanimados y los seres vivos están destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura, quien debía hacer uso respetuoso de ellos[1]. Así,la comprensión de que hay un sentido último presente en el mundo creado siempre había estado presente en la enseñanza moral cristiana.
Más aún, la moral clásica trazaba una línea necesaria en la responsabilidad de los actos dentro de los seres vivos. Los animales se distinguían de otros seres vivientes, como pueden ser las plantas, en que ellos tienen la capacidad de sentir y cierta conciencia de sufrimiento. O sea, la capacidad de sentir los hace experimentar, al menos primariamente, algún tipo de vida mental que les otorga cierta capacidad de previsión del futuro, pero sin llegar a ser sujetos de su propia vida, o sea, los animales no pueden apropiarse de sus vidas como sí hacen los seres humanos.
Para santo Tomás, los humanos son seres racionales con capacidad de dirigir sus propias vidas, cualidad que otorga un sentido de moralidad y trascendencia a los actos humanos. Y esto es clave en la teología moral. Sólo el ser humano es sujeto de su propia vida, o sea, persona, que según declara el Catecismo de la Iglesia, «no es solamente algo, sino alguien, capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y de entrar en comunión con otras personas»[2]. En este sentido sólo a los seres humanos se les debe respeto, pues son seres morales y tienen derechos. Es el ser humano que, por ser persona, puede «comer», o sea, decidir probar, poseer y dominarlo todo (Gen 2, 17), y es «capaz de reconocer la diferencia entre lo que puede y lo que debe, pues si hiciera todo lo que puede, dominando sobre el mundo… acaba deshaciendo su huerto y matándose a sí mismo»[3]. Esta capacidad humana de discernimiento y juicio, ejerciendo su libertad, hace que sus actos transciendan la inmediatez del espacio y el tiempo.
Desde esta comprensión sobre el ser humano, surgieron el principio de responsabilidad y el principio de proximidad en el espacio y el tiempo, que orientaban el discernimiento moral de las acciones humanas. «El trato del hombre con el hombre» o «ama a tu prójimo como a ti mismo» fueron las categorías teológicas que marcaron la ética tradicional, dando lugar a los preceptos de justicia, caridad, honestidad y respeto, entre otros, en el ámbito cotidiano de la inmediatez íntima y próxima de los efectos humanos comunes. En ella, la técnica, o sea, la capacidad productiva y transformadora del hombre sobre el mundo, presente en todos los pueblos, a través del arte, la manufactura, los artefactos e instrumentos creados para manipular la naturaleza, era considerada neutra, sin repercusión en la esencia humana ni en el ambiente natural (una excepción fue el ejercicio de la medicina porque era una acción inmediata sobre otro ser humano).
Esto daba una visión estática y prístina de la relación entre el hombre y la naturaleza. La naturaleza se presentaba a los creyentes (y a los no creyentes) como intacta, inmutable y eternamente paradisíaca. Es más, el despliegue histórico de las acciones humanas tenía lugar en un marco natural inmóvil. La naturaleza se concebía como un escenario cósmico desnudo, inmutable y perpetuo, que proporcionaba a los seres humanos bienes y garantizaba sus derechos (la ley natural). Esta comprensión clásica de impecabilidad de la relación entre el ser humano y la naturaleza prevaleció en el pensamiento católico hasta el Vaticano II; incluso se puede rastrear todavía en algunos textos papales posteriores.
A finales de los años 60 del siglo pasado, el historiador estadounidense Lynn White Jr. argumentara sin miramientos contra la tradición judeocristiana como imposición histórica frente al paganismo en su artículo para la revista Science, «Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica»[4].
En el contexto de una crisis ecológica a escala planetaria muy próxima, el autor escribió: «la crisis ecológica se agudizará hasta que rechacemos el axioma cristiano de que la naturaleza no tiene otra razón de ser que servir al hombre». Para él, la interpretación clásica (y errónea) de Génesis 1,28 («someted la tierra») cristalizaba culturalmente un axioma: Dios concede a la humanidad el señorío y el dominio sobre toda la creación, justificando así, según esta interpretación, toda explotación indiscriminada e incluso destructiva de la naturaleza. En otras palabras, Dios estaría legitimando a los seres humanos como señores absolutos de la naturaleza (tiranos), otorgándoles un dominio instrumental completo sobre ella. La religión judeocristiana fue la responsable, según este autor, de establecer un dualismo entre el ser humano y la naturaleza que desacralizó el mundo de tal manera que allanó el camino para la explotación de la naturaleza, ya que ésta dejó de ser la morada de espíritus, duendes y dioses, para convertirse en una simple «cosa».
Al quedar el mundo vaciado de presencias sagradas o mágicas, nada podía impedir que los humanos lo conquistaran vorazmente. Según el Génesis, las cosas estarían allí para ser puestas a su servicio, y más aún cuando era voluntad de Dios que el hombre fuera dueño y señor de todo lo creado.
Esta tesis fue un golpe bajo no sólo para la teología moral, sino también para la teología de la creación que desde mediados del siglo pasado venía aclarando críticamente la correcta interpretación de los textos sagrados sobre los orígenes. Muchos autores han demostrado que la tesis de White era errónea a la hora de entender el relato de la creación, «creced y multiplicaos y dominad la tierra» (Gen 1,28), como veremos más adelante. Así, durante varias décadas del siglo pasado, los creyentes nos situábamos en una posición sombría para el mundo secular: El judeocristianismo había creado las condiciones para que la humanidad, con la ayuda de la ciencia y la tecnología modernas, se dedicara a la depredación más rapaz e irresponsable jamás vista en la historia del planeta. Esta bandera antirreligiosa se enarboló durante mucho tiempo, haciendo irreconciliable la postura de los creyentes sobre el cuidado de la creación y las élites ecologistas radicales de vanguardia. El diálogo estaba cerrado.
La perspectiva católica sobre la relación del ser humano con el resto de la creación nunca ha sido de radical antropocentrismo, como si se tratase de una separación infranqueable entre el ser humano y el resto de la creación. El ejemplo de la vida de tantos santos, como ser, Francisco de Asís, Felipe Neri o Catalina Tekakwith, cuyo vínculo con el mundo natural es de familiar intimidad, es un claro testimonio de ello.
La perspectiva católica siempre ha sido la de un humanismo teocéntrico, abierto al Absoluto, para el cual la dignidad singular que tiene el ser humano en la creación es por ser imagen y semejanza de su Creador (Gen 1, 26). Dios Creador ha dado al ser humano una autoridad benevolente y protectora, como la suya, sobre las demás creaturas (Gen 1, 27-29).
No obstante «el dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de vida del prójimo incluyendo a las generaciones venideras»[5] lo cual «exige un respeto religioso de la integridad de la creación»[6] pues ella posee «una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar»[7], resalta el Catecismo de la Iglesia de 1991.
Quizás quien más haya influido culturalmente en el pensamiento dominante contemporáneo sobre el maltrato a la naturaleza, desde el siglo XVI hasta hoy, es el filósofo René Descartes. Es decir, el antropocentrismo filosófico, como corriente de pensamiento, nace por exagerar la capacidad humana de razonar como una distinción cualitativamente superior con respecto al resto de las creaturas. El pensamiento moderno cartesiano tuvo repercusiones contra el mundo natural: para este autor, la realidad se concibió como una separación insalvable entre lo material (res extensa) y lo pensante (res cogitans).
Así, por ejemplo, el ser humano empezó a ser considerado ser moral por poder pensar, y los animales empezaron a ser vistos como si fueran máquinas, autómatas, cuyo comportamiento se explicaría mecánicamente como si fuera un reloj analógico. Esta concepción dualista condujo a pensar al resto de las criaturas como cosas o medios que se los puede utilizar en función de la conveniencia a los intereses humanos. Es decir, la racionalidad moderna del tipo mecanicista exacerbó la superioridad del ser humano respecto del animal, con fuertes repercusiones negativas en el ámbito de la producción económica e industrial (lo viviente pasó a ser materia prima), cuyas consecuencias aún están presentes hoy en la cultura de la producción, consumo y descarte.
Cuidar mundo social
Hacia finales del siglo XIX y en el transcurso del siglo XX, la cuestión sobre la moralidad de nuestras acciones comenzó a desplazarse progresivamente del ámbito individual al social como una cuestión lógica de necesidad pastoral. La preocupación por los pobres, los enfermos, los esclavizados o, más tarde, los indios, los negros, etc., ha estado siempre presente en la vida de la Iglesia, desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas. Piénsese, por ejemplo, en las referencias de san Pablo a la colecta en ayuda a los pobres en sus cartas (cf. Gal 2,10; 1Co 16,1-2). Sin embargo, la «cuestión social» aparece con fuerza en la mencionada carta de León XIII, Rerum
Novarum, en la que trata de las consecuencias de la revolución industrial en el ámbito laboral y el derecho de los trabajadores.
Posteriormente, las grandes guerras del siglo XX, el avance de la industrialización y la concentración del capital ahondó la brecha entre países ricos y pobres hacia mediados del siglo. La cuestión social frente a las inmensas calamidades que oprimían entonces a la mayoría de los países fue impregnando poco a poco la reflexión moral católica. El Concilio Ecuménico Vaticano II apostó por la introducir la cuestión de la justicia social como parte de la misma misión evangelizadora de la Iglesia. La constitución apostólica Gaudium et Spes cierra pidiendo crear un organismo global de la Iglesia que «que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo a los países pobres y la justicia social internacional»[8].
Fue así como Pablo VI en 1967, en respuesta a esta petición conciliar, establece la Comisión Pontificia de Justicia y Paz con el fin de ser señal visible para mantener abiertos los ojos de las personas, promover el desarrollo de los pobres y la justicia social entre las naciones. Posteriormente, con el Sínodo Mundial de los Obispos sobre “Justicia en el mundo” celebrado en 1971, y las cartas encíclicas de Juan Pablo II, Redemptoris Hominis (1979), Laborem excersens (1981) y Sollicitudo Reí Socialis (1987) la reflexión teológica moral continuó enriqueciendo la enseñanza social de la Iglesia en la misma dirección trazada por el Concilio.
Por ejemplo, con Sollicitudo Reí Socialis se incorporaron nuevos principios, como ser el «destino universal de los bienes» y las «estructuras de pecado», que provenían de la reflexión de la Iglesia latinoamericana (Medellín 1968). En 1988, Juan Pablo II elevó a la categoría de Pontificio Consejo de Justicia y Paz a la comisión homónima, otorgándole una mayor relevancia eclesial.
Así, progresivamente, junto a la preocupación por el individuo, la Iglesia también se interesó por las causas sociales de la injusticia o incluso por las repercusiones sociales de las acciones individuales. La moral cristiana dejó de centrarse únicamente en las relaciones interpersonales estrechas. En cambio, se abrió a los problemas sociales relacionados con la injusticia y a todo lo que afecta a las actividades humanas, como es por ejemplo el trabajo, y al auténtico desarrollo humano, como son por ejemplo la paz, la libertad religiosa, el acceso a los alimentos, los derechos humanos, la educación y el acceso al agua. De este modo, el binomio justicia y paz se acuñó en los años 70 para englobar las condiciones sociopolíticas que a menudo impiden la posibilidad de una vida digna y en condiciones suficientes para la humanidad.
Cuidar de la tierra
Si bien durante el período posterior al Concilio la preocupación de la Iglesia orbitó en torno a la cuestión social de la justicia y paz y la promoción de los pobres, cabe recordar que el primer Papa en plantearse la cuestión ecológica fue Pablo VI que, en un discurso ante el Organismo de Naciones Unidas para la Alimentación, en Roma, el 16 de noviembre de 1970[9], denunció que «la humanidad tiene hoy» posee «posibilidades técnicas» para producir «una verdadera hecatombe ecológica», provocando «el engullimiento del fruto de millones de años de selección natural y humana». Casi sin querer, Pablo VI dio el puntapié para desencadenar un despertar ecológico al interior de la Iglesia desde entonces. Su exhortación merece ser recordada como parte de los aires nuevos traídos por el Concilio Vaticano II.
Desde entonces en el Iglesia ha ido creciendo progresivamente la conciencia de articular necesariamente la justicia social y el cuidado del ambiente, en especial en aquellas regiones del planeta, como es Latinoamérica, donde la pobreza social de gran parte de la población coexiste con una naturaleza extensa y abundante que es abatida año a año, lo cual no hace más que distorsionar el mensaje evangélico de justicia y paz.
A medida que el conocimiento aportado por las ciencias de la Tierra sobre el estado del planeta se fue consolidando (el primer documento influyente fue «Los límites del crecimiento» del Club de Roma, 1972[10]), la conciencia ecológica en las sociedades de todo el mundo se fue haciendo cada vez más fuerte en los años 80. El punto más álgido se alcanzó en 1992 en la Conferencia de Río sobre Ambiente y Desarrollo de Naciones Unidas. De allí surge la creación de las dos grandes cumbres, claves para el devenir futuro de la Tierra: la conferencia del clima y la de la biodiversidad, conocidas como las COP, vigentes hasta el día de hoy.
A nivel cristiano, se generaron por impulso del Consejo Mundial de las Iglesias dos procesos conciliares, la primera Asamblea Ecuménica Europea de Basilea (1989) «Paz y justicia para toda la creación» y la Asamblea Ecuménica Mundial de Seúl (1990) «Justicia, Paz e Integridad de la Creación», que vincularon los problemas de la ecología a los de la justicia y de la paz, popularizando la expresión «integridad de la creación». Así en el ámbito católico, el trinomio Justicia, Paz e Integridad de la Creación se incorporó al nombre de los organismos de pastoral social creados por la Unión General de Institutos de Vida Consagrada (franciscanos, carmelitas, dominicos, etc.).
Entre la denuncia profética de Pablo VI (1970) y la llegada de Laudato Si’ (2015) de Francisco, la enseñanza de la Iglesia apostó por acrecentar la solidaridad a escala global como principio moral que había de guiar el discernimiento en la cuestión ecológica, así:
«La cuestión ecológica no debe ser afrontada únicamente en razón de las terribles perspectivas que presagia la degradación ambiental: tal cuestión debe ser, principalmente, una vigorosa motivación para promover una auténtica solidaridad de dimensión mundial».[11]
Este principio moral es un llamado a «la globalización de la solidaridad» que tiene que ver con la distribución y el uso justos de los bienes de la tierra, por ejemplo, las fuentes de energía, y del conocimiento y el desarrollo tecnológico. O sea, tenía que ver con una cuestión de justicia social y medioambiental entre los países más ricos y los más pobres. La relación justa de la humanidad con la naturaleza debía basarse en la caridad y la responsabilidad hacia los países en desarrollo y las generaciones futuras.
Fue esta la línea dominante en los escritos de Juan Pablo II y, particularmente, de Benedicto XVI. Si bien, sus escritos abordaron explícitamente cuestiones ecológicas importante, en general, no hicieron énfasis en el deterioro ambiental causado por la actividad humana. Predominaba en general una visión demasiado optimista sobre el estado de armonía primordial de la naturaleza y sobre la tarea humana, que es hacer un «uso sabio» de la naturaleza, sabiendo interpretar su gramática, lo cual implica el respeto de los límites proprios de la naturaleza. Claramente era una mirada demasiado ingenua frente al creciente deterioro medioambiental que ya se observaba desde al menos mediados del siglo XX.
La novedad ecológica de Laudato Si’: hermana madre tierra
Tras el lanzamiento de la encíclica Laudato Si' del Papa Francisco en el 2015, la sensibilidad y conciencia ecológicas han crecido como nunca en la Iglesia. Hoy entendemos el cuidado de la creación como una concreción ampliada de nuestra búsqueda de la justicia y la paz frente a la degradación ambiental, la pobreza estructural y la creciente brecha en el desarrollo humano entre el Norte y el Sur globales. Existe una actitud a favor del cuidado de la creación que habría sido difícil de imaginar hace diez, veinte o más años, o que al menos habría despertado ciertas suspicacias.
A diferencia de la década de1970, cuando se acuñó el binomio «justicia y paz», hoy no basta con limitarse a trabajar para promover y respetar el derecho de todo de ser humano a la tierra, la alimentación, el agua, la salud, la educación y el trabajo. Tampoco basta con luchar por los derechos de los niños y por el fin de la trata de personas, por mencionar algunas de las muchas injusticias que todavía afectan a cientos de millones de personas en todo el mundo. La cuestión ecológica, socioambiental es insoslayable. Es en este contexto en el que llega la encíclica Laudato Si' irrumpiendo con algunas novedades conocidas por todos, pero ausentes hasta ese momento en la enseñanza oficial de la Iglesia.
Una novedad crítica tiene que ver con la necesidad de redefinir la relación de la humanidad con la tierra, para abandonar de una vez por todas el paradigma del ser humano como señor-soberano, dominador de las demás criaturas. Para ello, el Papa Francisco se basó en el poema del Santo de Asís y en la Biblia. Recordemos que la encíclica comienza con una metáfora sobre la relación auténticamente moral entre la humanidad y la tierra, basada en las imágenes proporcionadas por el «Cántico de las criaturas» del pobrecillo de Asís. Con ella, el Papa invita a todos los hombres y mujeres a mirar a la tierra no sólo como una mera casa, sino como «nuestra hermana madre tierra»[12], estableciendo desde el comienzo de la carta pastoral, una comprensión de intimidad y filiación entre los seres humanos y la tierra, inédito en la enseñanza social de la Iglesia. Esta familiaridad con la tierra (somos hijos) se basa también en el hecho bíblico de que «también nosotros somos tierra», nos recuerda Francisco (cf. Gn 2,7). Más aún, el Papa agrega que nuestra hermana y madre tierra es un ser vivo, una subjetividad, por lo que ella, en un grito (voz), «clama por el daño» causado por el ser humano[13]. Francisco nos recuerda que la Tierra oprimida por la humanidad «gime y sufre dolores de parto» (Rom 8,22).
La Biblia y el poema del místico le permiten a Francisco colocar el pensamiento católico en armonía con las ciencias ambientales y la ecología: somos frutos de la tierra, y el destino evolutivo de todos los seres vivientes habitantes de la tierra está hoy más que nunca en nuestras manos[14]. La humanidad, junto con todas las criaturas, está en camino evolutivo cosmo-teleológico. Es nuestra tarea vital reconducir a cada criatura a través de nosotros y con nosotros, con inteligencia y amor, hacia el encuentro definitivo con el Dios trascendente. Los dones de la inteligencia y el amor son esenciales para esta tarea. El primero significa una confianza en las capacidades técnicas y científicas del ser humano para encontrar soluciones. El segundo implica imbuir al primero de la pasión del corazón, dotarnos de convicciones profundas que nos ayuden a ponernos en lugar de otros empáticamente.
El profesor Xabier Pikaza nos ofrece pues las herramientas necesarias para formar la inteligencia y forjar esas necesarias convicciones profundas, de manera tal de ser capaces de dar nuestra respuesta alternativa ante la catástrofe ecológica. Alternativa que nace de la comprensión consciente del problema ecológico y de la sensibilidad ante el sufrimiento de las criaturas pobres y maltratadas, entre ellas, la hermana madre tierra, sabiendo que es posible hacer de este nuestro mundo, un lugar mejor y más digno de la inhabitación del ser humano.
Eduardo Agosta Scarel
Experto en Clima, Investigador (Climate Scientist Researcher)
Religioso carmelita argentino, incardinado en Diócesis de Segorbe/Castellín (España), Director del Departamento de Ecología integral de la CEE
Dr. En Ciencias de la Atmósfera, Licenciado en Física, Profesor de la Universidad de La Plata (Argentina), Estudios de Filosofía y teologíaAsesor principal en incidencia política del movimiento Laudato sí (Roma)
https://orcid.org/0000-0003-1182-8877
Notas
[1] Cf. Tomás de Aquino, SummaTheologica, q. 96, a.1 y CIC, n. 2415.
[2] Iglesia Católica (1992). Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), 357. Versión en línea, https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/index_sp.html
[3]Pikaza, X. (2004). El desafío ecológico. PPC, p. 45.
[4] White, Lynn. "The Historical Roots of Our Ecologic Crisis." Science 155.3767 (1967): 1203-207.
[5] CIC, n. 2415.
[6] Juan Pablo II (1991). Centesimus annus, 37.
[7] Ibid.
[8] Vaticano II (1965), Const. Dogmática Gaudium et Spes (GS), 90.
[9] Cf. Discurso de su Santidad Pablo VIen el 25° aniversario de la FAO, 16 de noviembre de 1970. https://www.vatican.va/content/paul-vi/es/speeches/1970/documents/hf_p-vi_spe_19701116_xxv-istituzione-fao.html
[10]Cf. Meadows, D. H, Meadows, D.L, Randers, J. y Behren III, W. (1972). The Limits of growth. A Report of the Club of Rome’s project on the Predicament of Mankind. A Potomac Associate Book, Disponible en https://www.clubofrome.org/publication/the-limits-to-growth/
[11] DSI, 486.
[12] Francisco (2015), carta encíclica Laudato Si’ (LS), 1.
[13] Cf. LS, 2.
[14] Cf. LS, 83.