Jesús resucita en la eucaristía

La “prueba” fundamental de la resurrección de Jesús ha sido y sigue siendo su presencia “eucarística” en la vida y comunión de los creyentes. Solo en ese contexto se puede hablar y se habla de “apariciones”, es decir, de experiencias de presencia recreadora de Jesús, como anticipación de su parusía.

Los seguidores de Jesús saben y afirman que ellos mismos son Jesús: Que  Jesús vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, compartido, en amor mutuo a lo largo de la historia. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) otros forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no como eterno retorno de lo que ya era (donde nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino como creación de lo que ha de ser y es en Dios por Cristo.

Una investigación adelanta en más de un siglo la primera representación ...

Eucaristía, resurrección de Jesús

La resurrección de Jesús, tal como los cristianos la celebramos en la eucaristía, no es un simple cambio en la evolución del judaísmo (o de las religiones de la humanidad), sino una mutación radical, como Jesús lo había anunciado en su mensaje (sanaciones, oración) y de un modo especial en la celebración de la Cena.

Una mutación implica un salto o ruptura en la línea de la evolución. A nivel de pura ley nada se crea ni destruye, todo se trasforma (eterno retorno). Pero, en un nivel de gracia, como el de Jesús, puede darse y se ha dado, a lo largo de la vida de Jesús y especialmente en su muerte. Esa mutación iniciada en su vida le llevo a la muerte (fue condenado y ajusticiado por lo que ella significada para el orden estableció del templo de Jerusalén y del imperio de Roma. Pero esa mutación de humanidad (de visión de la divinidad) no fue pura destrucción, sino principio de resurrección, tal como se celebra en la eucaristía de la iglesia[1].

      Jesús  no murió de un modo natural, por su condición humana, sino porque le mataron aquellos que tuvieron miedo de su “mutación”, esto es, de su “exceso” de vida en gratuidad y, más en concreto, de su forma de entender y proclamar (anunciar e iniciar) su programa de nueva humanidad, es decir, de reino. Su maestro, Juan Bautista, anunciaba y preparaba lo evidente: El cumplimiento de la justicia de Dios. Jesús, en cambio, proclamó y comenzó a realizar lo no evidente, diciendo que Dios supera el círculo de acción y reacción, de deseo y contra‒deseo que domina a los hombres.

     Juan Bautista era profeta de Juicio y por miedo a su juicio le mataron, dejando así pendiente el tema radical de su mensaje. Jesús en cambio era mensajero de Vida y por miedo a esa vida (curación de los enfermos, perdón gratuito, superación del poder de algunos…) le mataron aquellos que no querían resucitar.

   En esa línea, los discípulos descubrieron que la vida de Jesús y su anuncio de Reino había sido una “resurrección” anticipada. Por eso, al “verle vivo” tras la muerte (cf. 1 Cor 15, 3‒11), algunos de ellos (como Pablo, y después Pedro y otros) no se limitaron a esperar el cumplimiento del mensaje en Jerusalén, conforme a un mesianismo nacional, sino que empezaron a crear una iglesia o comunidad de resucitados, como indica la palabra de Jesús a Marta, cuando ella le dijo que su hermano Lázaro resucitará en la resurrección del último día: Yo soy la resurrección y la vida (Jn 11, 26‒27), como indicaré en el capítulo siguiente.  Entendida así, la resurrección de Jesús (testimoniada ante todo por las mujeres de Mc 16) fue una segunda humanización.

­- La primera humanización se produjo  cuando el proceso biológico, propio del despliegue de la vida, se abrió por dentro a fin de que surgieran seres conscientes de sí mismos, es decir, personas capaces de escuchar, responder y dialogar, acogiendo y dando vida. Los códigos genéticos siguieron actuando, con su pequeño campo de variantes, pero el genoma se estabilizó de un modo distinto, fuerte, y selectivo. Quedaron marginadas en la rueda de la historia otras formas de humanidad, quizá destruidas por nuestros antepasados. Triunfó el sapiens sapiens que nosotros somos: un animal abierto al pensamiento, enfermizo y genial, violento y capaz de abrirse en formas de comunicación gratuita, un ser cuya evolución no es ya genética sino cultural, pues se realiza a través de la Palabra[2].

- Esta segunda hominización se funda en la primera y debe conducirnos del plano biológico‒legal en que hemos vivido, superando los riesgos del sistema actual (bajo dominio de Mammón), para pasar a un nivel más alto de comunicación y libertad (en la línea de la pascua y nacimiento de Jesús, Hijo de Dios), a través de la palabra recibida, compartida, regalada. En esa línea, los cristianos afirman que los hombres nuevos han comenzado a realizarse ya en la Pascua de Jesús, actualizada en el bautismo y especialmente por la eucaristía, como estamos mostrando en este libro. , que hace a los hombre hijos de Dios, presencia suya, portadores de su Gracia, capaces de poner los instrumentos y medios del sistema al servicio del amor personal, es decir, de la Palabra de comunicación en gratuidad, como resucitados.

                 Esta segunda humanización pascual y eucarística seguirá teniendo elementos traumáticos, como los tuvo la primera, pero el mismo Dios de Cristo la impulsa y sostiene. Ciertamente, la podemos y debemos preparar, pero no planificar técnicamente, pues ella sólo puede avanzar (expresarse, revelarse) por caminos de libertad gratuita, que no están dispuestos de antemano en forma de poder social o religioso .Sin duda, esta segunda humanización, centrada en el «gen mesiánico» (que es Cristo), corre el riesgo de quedar aplastada por la opresión de un sistema de violencia económica, social y personal. Pero estamos convencidos de que ella avanzará y será más creadora que la anterior, bajo el impulso de unos hombres y mujeres que se descubren hijos de Dios, portadores de su vida, en Cristo.

La Eucaristía es una celebración de la presencia de Jesús en la comunidad de los creyentes, que comparten en su nombre el pan de la promesa del reino y  de la comunidad cristiana como Cuerpo de Cristo resucitado. En un sentido, la muerte ha sido un momento esencial del proceso biológico, pues sólo a través del tanteo-error, vinculado a la destrucción de los individuos, ha podido avanzar la humanidad como especie. Ese aspecto de muerte a favor de la especie ha sido recogido en la experiencia sacrificial de muchas religiones en las que el grupo sacrifica y ofrece a Dios la vida de algunos de sus miembros (o unos animales sustitutivos) para expresar y fomentar el bien del conjunto (un tipo de paz dentro del grupo).

En esa perspectiva, pero en un nivel más alto, podemos entender la muerte de Jesús, que ha entregado su vida al servicio del Reino como gracia de Dios, que libera a los hombres de la fatalidad del destino y de la muerte, haciéndoles capaces de vivir en amor, dando así vida a los otros[3].

Sólo allí donde la vida se regala (dando vida unos a otros y muriendo con Jesús como eucaristía) puede surgir una experiencia superior de resurrección, esto es, de nueva y más alta humanidad. Dentro del proceso biológico, las plantas y animales que mueren por la evolución desaparecen y no existen más, pues no tienen individualidad, sólo perduran en sus descendientes. De un modo distinto, en la línea del mensaje y pascua de Jesús, los hombres que entregan o regalan la vida por los otros no mueren (de forma que se acaba lo que han sido), sino que resucitan, porque tienen individualidad, son personas concretas, en Cristo, y de esa forma viven precisamente en aquellos a quienes dan la vida, viviendo en el Dios que les acoge, porque él es, por Jesús, Presencia de Vida, resurrección de los muertos.

     Entendida así, la resurrección no es algo del fin de los tiempos, cuando se ratifique la justicia escatológica (como pretendían muchos apocalípticos), sino que empieza en esta misma historia, en gesto de comunicación personal, que los cristianos ratifican en cada eucaristía. Desde ese fondo se ilumina un elemento clave del mensaje de Jesús, conforme al cual la ofrenda de la vida a los demás (morir por ellos) significa renacer en Dios, en un nivel más alto, para una forma de vida compartida, resucitando al mismo tiempo en los hombres por quienes y para quienes se ha vivido (cf. Mt 16, 25; Jn 12, 25).

 En ese nivel vivimos y en ese seguimos naciendo y muriendo, como seres personales, llamados por Dios a ser en y como él, en un mundo del que no podemos salir, pues somos mundo y como individuos nos hallamos inmersos dentro de un breve proceso vital, que empieza con el nacimiento y termina con la muerte. Pero tampoco nos podemos salvar únicamente en este mundo, en su forma actual, si rompemos de raíz nuestra relación con Dios, que es la Vida total de la Realidad, ni tampoco si empleamos métodos de manipulación y dominio, sin abrirnos a la gratuidad originaria de la Vida de Dios (que es raíz de toda vida). Los proyectos de organización puramente eu-genética y técnica que quieren definir al hombre solamente con métodos de ciencia, acaban siendo destructores, pues borran la Presencia del misterio y se oponen la libertad dialogal y creadora de los hombres[4].

            Según eso, por la eucaristía renacemos en gracia, por amor de (y a) los demás. Por eso, si queremos vivir en plenitud debemos retornar en gesto de fe (reconocimiento agradecido) al lugar del nacimiento, esto es decir, al tiempo y lugar en que surgimos como seres personales. Ésta es nuestra tarea, éste el reto de la antropología bíblica: retornar humildemente con nuestro inmenso saber técnico, con las potencialidades del sistema, al lugar del surgimiento y despliegue humano, al mundo de la vida de Dios, que se expresa en cada uno de los seres personales que nacen y crecen en el mundo. Si el sistema triunfara del todo, logrando imponerse desde arriba y fabricar a los hombres como artefactos, el hombre se destruiría, en la línea de condena a muerte anunciada en Gen 2‒3: “El día en que comáis del fruto del árbol de conocimiento del bien y del mal moriréis…”. No es que nos mate o destruya un Dios, sino que nos destruimos nosotros mismos, a pesar y en contra de Dios.

Eucaristía,  experiencia de Jesús resucitado  

La comunidad  eucarística es la “aparición” (presencia comunitaria) de Jesús resucitado. Le habían matado. Jesús, murió  en un sentido fracasado, pero su muerte creó un recuerdo y presencia más alta y vino a expresarse como mutación suprema de la vida humana, entendida en forma de resurrección. En esa línea, su mismo “entierro” fue comienzo de una nueva experiencia religiosa, expresada  en la celebración comunitaria de la Cena de Jesús, a quien los creyentes (compartiendo el pan y vino de su Cena) le descubren vivo en la comunidad.

      Jesús fue enterrado, pero su tumba no vino a convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las tumbas sagradas de oriente y occidente, donde los hombres religiosos de casi todos los pueblos han venerado a los muertos como signo sagrado de la vida.

En contra de eso, para los cristianos más antiguos, desde los grupos helenistas de Jerusalén, parando por la comunidad de Antioquía y las iglesias de Pablo y de Marcos, Jesús resucitado se hace presente como van de vida y vino de alianza, el mismo Jesús entregado por el reino, está presente como resucitado en la comunidad cristiana, que comparte su cuerpo y su alianza (formulaciones de Pablo y de Marcos), que como su carne y bebe su sangre (formulación de Jn 6, sermón de Cafarnaúm).

       Jesús   no dejó una tumba donde pudiera reunirse sus discípulos, de forma que no pudieron reunirse allí para celebrar su presencia , pero “descubrieron” algo inmensamente superior: Jesús resucitado estaba vivo en su mensaje y su proyecto de Reino, o, de un modo más preciso, estaba realmente presente en su comunidad de creyentes. Jesús no dejó una iglesia instituida para siempre (como Atenea, armada y adulta, saliendo del cuerpo de Zeus). No fundó una organización sacral, ni dotó con fondos una empresa, ni fijó una jerarquía estructurada, pero creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, grupo de amigos y seguidores resucitados en los que él (Jesús) se hizo y está presente como resucitado.

     La historia antigua (el mesianismo político/social) de Jesús ha culminado en su muerte. Jesús fue crucificado (acusado de ser como falso Cristo), y no volvió (no ha vuelto)  de una forma “material”, de manera que se ha cumplido un tipo de “parusía” de gloria externa, como esperaban en principio los Doce en Jerusalén y otros muchos discípulos de Jesús. Ciertamente, Jesús volverá (vendrá en gloria externa, al fin de los tiempos, como sabe 1 Tes 4 y 2 Tes). Pero hasta que “vuelva” está presente como resucitado en la gloria de Dios Padre y en la vida de los creyentes en la Iglesia, en forma de Eucaristía.

    Esta presencia eucarística (pascual) de Jesús en la Eucaristía,  tal como ha sido ratificada por Pablo (1 Cor 11) y formulada de forma celebrativa por Mc 14, 22-25 par y por Jn 6 (sermón de Cafarnaúm) constituye la experiencia y oración fundamental de la iglesia. Entendida así, la Eucaristía de la Iglesia constituye la esencia orante y celebrativa del cristianismo. Esta esencia eucarística (pascual) de la Iglesia es la experiencia fundamental de la vida de los cristianos. Ciertamente, esta experiencia pascual (eucarística) de Jesús se ha “visibilizado” el principio de la iglesia en una serie de “apariciones” narradas por Pablo (en 1 Cor 15, 3-9) y pos los evangelios de Mateo 28, Lucas 23, Jn 20-21 y por Marcos 16 (final canónico).

     Estas apariciones de Jesús resucitado como experiencias fundantes (liminares) de presencia  del Crucificado son importantes para la Iglesia, hasta el día de hoy. Pero la certeza pascual de la iglesia está vinculada a su “experiencia eucarística”, como signo y garantía de la mutación cristiana[5]. La iglesia sabe que la muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios a Jesús, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal de vida, que se abre al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28).

Sigue pendiente, por tanto, ese cumplimiento “escatológico” (=apocalíptico)  de la parusía de Jesús, de su triunfo final, tal como lo anuncian no sólo 1 Tes 4; 1 Cor 15; 2 Tes; Ap 21-22 etc. Pero ese triunfo apocalíptica de Cristo, a quien la iglesia llama diciendo Maranatha (ven Señor) es inseparable de su venida y presencia eucarística en la comunidad de los creyentes.

Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega por Cristo su vida en la cruz, para iniciar con todos un camino de resurrección, celebrado e instaurado por la Eucaristía

     Los cristianos entendieron esa muerte como “resurrección” no sólo en el futuro apocalíptico de la parusía de Jesús, sino en su presente pascual eucarístico. Esta  experiencia eucarístico/pascual de Jesús, no es una esperanza de vida trans‒personal en abstracto, ni la visión imaginario  de un muerto (Jesús crucificado), sino una experiencia  de comunión pascual y vida concreta de Jesús en nuestra vida de creyentes, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia de comunión de los creyentes, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida unos a otros

      La historia de Jesús (Enviado/Hijo de Dios) no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido de la muerte de Jesús como semilla de Dios  en la vida (comunión) de los hombres que se reúnen y comparten su vida por el Espíritu Santo.

Apariciones de Jesús, Comunión trans-personal[6].

                    Como he dicho, la “prueba” fundamental de la resurrección de Jesús ha sido y sigue siendo su presencia “eucarística”, es decir, su manifestación “real” en la vida y obra de los creyentes, que recuerdan su vida y de un modo especial su “muerte”, como presencia real de transformación (mutación) personal y comunitaria de su vida. Solo en ese contexto se puede hablar y se habla de “apariciones”, es decir, de experiencias de presencia recreadora (de mutación) en amor mutuo, como anticipación de la parusía de Jesús.

Las apariciones se entienden así como expresión de una intensa presencia  de Jesús (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de su persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física, que se traduce en forma de comunión eclesial. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante (en) ellos vivo tras la muerte (por la muerte), como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es mutación mesiánica).

Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado,  en forma de renovación de vida, en línea de comunicación transpersonal. En un sentido, las apariciones, que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en una línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[7].

         Los seguidores de Jesús saben y afirman que ellos mismos son Jesús, , es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, compartido, en amor mutuo. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino de creación de lo que ha de ser.

         Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Los hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.

         Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que sus seguidores, desde el principio de Pascua, el año 30/31 d.C., hasta el día de hoy (año 2025) siguen descubriendo y confiesan con su vida que él vive (ha resucitado), de manera que pueden afirmar que ellos mismos viven, se mueven y resucitan en Cristo, identificándose así con el mismo Jesús, que es Palabra, camino, verdad y vida de Dios habitando en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús de Nazaret, enviado‒mesías de Dios, que habita (vive, se mueve, resucita) en ellos.

         Por eso decimos que el cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección, viviendo, caminando/moviéndose y resucitando de esa forma en Dios (como Dios encarnado en la historia de los hombres). Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus vidas, en amor mutuo, en presencia pascual. Más aún, ellos celebran (reviven) esa presencia pascual de Jesús en forma de eucaristía.

         El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.

Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior de su vida mortal en Galilea y en Jerusalén (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive, se mueve y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios mismo, hecho en nosotros como promesa y principio de nueva humanidad.

         Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, sino una experiencia radical de recreación de la vida en amor, de compromiso eucarístico de diálogo personal y de entrega mutua de la vida, viviendo unos en otros y sabiendo así que el mismo, el Selbst de Dios, su identidad, su vida, su Espíritu Santo habita en los hombres, de un modo trans‒personal (no im‒personal), siendo así y resucitando unos en otros.

          En esa línea, debemos recrear la palabra clave de Ex 3, 24, donde Dios dice ¡Soy el que Soy!, soy el que vivo en vosotros y vosotros vivís en mí, viviendo unos en otros, por amor y alianza de vida. En esa línea, los relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse en sentido material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación/comunicaciòn de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección.

En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” vivo tras su muerte, como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombres

 NOTAS

[1]Las propuestas de Jesús pertenecían a la historia del judaísmo, pero, llevadas hasta el límite e interpretadas de un modo universal, como lo hizo la Iglesia, al menos desde Pablo, ellas rompieron los límites y seguridades del judaísmo nacional, de manera que su antropología (su forma de entender al hombre) terminó apareciendo como peligrosa y contraria al imperio de Roma que respondió crucificándole.

[2] La misma constitución biológica nos impulsó a vivir en un nivel de libertad y palabra personal, de manera que sin ella seríamos inviables como humanos. De aquella ruptura y de aquel nacimiento a la Palabra provenimos, en ella nos mantenemos, como habitantes de dos mundos: somos cuerpo-genoma y persona-libertad, biología y palabra, un haz de deseos violentos y una palabra abierta a la comunicación universal y a la vida compartida. De aquella ruptura provienen las sociedades de la historia, que ahora (año 2025) están en crisis, de manera que el ser humano corre el riesgo de expirar, a no ser que “resucitamos” de un modo distinto, en la Palabra y vida de Jesús)

[3]Si empezamos por un tipo de dogmas o estructuras posteriores no podremos dialogar en fraternidad. En esa línea, las religiones monoteístas, podemos volver a nuestro principio (Éxodo judío, Hégira musulmana, Pascua de Jesús), pero sabiendo que cada religión ha de superar todo privilegio propio, buscando el bien de los demás más que el suyo. En esa línea, los cristianos podrían hablar de una “ventaja” cristiana, pero no como ventaja de superioridad, sino de renuncia creadora, pues ellos han de buscar el bien de los demás (como personas y/o grupos) antes que el propio.

[4] Retomo la lectura bíblica de F. Rosenzweig, La Estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 1987, y de mi libro Dios o el dinero. La economía bíblica, Sal Terrae, Santander 2018.

[5] El mensaje central del Cristianismo se ha cumplido de forma ejemplar en la muerte de Jesús, reinterpretada como resurrección, y en la de aquellos que le siguen, como han sabido (de forma iluminada, ilusionada) inventores y místicos, maestros de “alquimia” o transformación del alma y amantes, en la línea de los profetas de Israel, que no habían anunciado (=preparado) el triunfo político‒social de Cristo en clave de poder, sino de muerte y resurrección (cf. Lc 24, 25‒27 y Hch 8, 26‒40), es decir, de despliegue trans‒personal (no impersonal) de vida, en la línea de las profecías del Siervo (Isaías II), desde Ezequiel hasta el justo de Sab 1‒2 que vive y “resucita” (alcanza la inmortalidad) precisamente allí donde le matan.

[6] Mucho pensaron que la muerte de Jesús había sido un fracaso- Pudo haber sido un hombre bueno, pero le mataron, y su muerte fue el final de su aventura. Los cristianos, en cambio, supieron que esa muerte había sido (era) su triunfo, la revelación suprema del Dios de Israel, que da su vida (crea humanidad) con su propia entrega, en sacrificio de amor por los hombres. El historiador puro (en clave físico‒biológica) no puede decir más sobre lo que sucedió con Jesús, limitándose a suponer que su cadáver se ha descompuesto en algún tipo de tierra… para añadir que sus discípulos creyeron que él se encuentra vivo, de un modo más alto, y se les ha revelado (aparecido), creando así con ellos un tipo de comunidad mesiánica, abierta en línea universal.

Todos los intentos que se han hecho (desde los sacerdotes de Mt 28, 11-15, con el filósofo Celso, siglo II d.C.) por negar o devaluar esa experiencia de resurrección, apelando al engaño de sus seguidores, o a un tipo de alucinación enfermiza, carecen de sentido. Cuando afirman que le han visto y cuando “creen” en (se ponen en manos de) Jesús resucitado, los primeros cristianos no mienten sino que exponen su nueva experiencia de presencia humana. Allí donde algunos podían haber esperado que él vendría (volvería) al fin de los tiempos, como supone Dan 12, 1‒3 (cf. Jn 11, 24), los cristianos dicen que ha venido ya, es decir, que está presente en/con ellos y así lo ratifican en la celebración de la Eucaristia, con el Cristo pascual presente en el pan y vino eucarístico.

[7]Cf. M. Barker, The Risen Lord. TheJesus of History as theChrist of Faith, Clark, Edinburgh, 1996; X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1973.

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