Nicea 325. Recrear la fe, tras 1690 años de credo helenista

Se preparaba estos días, hace 1690 años, la clausura del Concilio de Nicea (cerca de Constantinopla-Estambul, al otro lado del Bósforo: 20 mayo--25 Julio 325).

Nicea ha "definido" hasta hoy la fe y praxis de la iglesia, y sigue ofreciendo grandísimos valores, pero actualmente son muchos los que quieren reformular su símbolo, partiendo de la historia de Jesús (NT) y de la visión actual del mundo, pues ha terminado ya el ciclo helenista del "dogma".

Aceptar hoy el credo de Nicea es recrearlo. Así quiere hacerlo mi libro sobre la Trinidad, itinerario de Dios, partiendo del Credo de Nicea, el más importante (y discutido) de los credos de la Iglesia.

El tema empezó con los arrianos que, al negar, al menos implícitamente, la divinidad de Jesús, desencadenaron una gran disputa, cuyos ecos se siguen escuchando todavía, como muestra esta postal (cf. págs. 406-432 del libro).

Ésta es una postal larga, para amigos de la teología antigua y actual, pues el tema sigue vivo todavía y muchos que buscan la integridad de la fe (integristas) han acusado y acusan de arrianos a casi todos los que piensan de un modo algo distinto.

Es una postal de estricta actualidad. La resumiré Dios mediante para todos los lectores el 25, día de Nicea. Buena reflexión a todos, nicenos y no nicenos.



1. Un monoteísmo de sumisión. Los arrianos


Arrio (246-336), presbítero de la Iglesia de Alejandría, quiso recuperar en clave helenista algunos elementos más significativos de la tradición monoteísta del judaísmo. Frente a un tipo de gnosis, que identificaba al Dios judío con el creador perverso, él confesaba al Dios israelita como positivamente bueno, pero le tomaba como un solitario, por encima de este mundo. Dios es bueno como creador, pero permanece siempre arriba, sin encarnarse plenamente en la existencia de los hombres, haciéndose igual a ellos.

Así ponía la norma por encima del amor, afirmando que el hombre verdadero es el que conoce y puede cumplir la Ley de Dios como hizo el Cristo, en gesto de obediencia sumisa y creadora, vinculando la transcendencia judía de Dios y el sometimiento humano con un tipo de cosmología jerárquica de sumisión (en la línea del Islam posterior).

Éstas son las claves de su visión del cristianismo:

Hay un Dios transcendente que no puede mezclarse con el mundo, permaneciendo así desconocido, un Dios que, en sentido estricto, no se encarna, aunque actúa en la historia desde su radical supremacía ontológica.

Hay un mediador sagrado que es Jesús, primera creatura. Dado que a Dios no le podemos conocer, pues sobrepasa nuestra realidad y entendimiento, Jesús nos enseña a obedecerle, diciendo que le estemos sometidos


Pues bien, en contra de Arrio (y de la Gnosis), el cristianismo eclesial de Nicea vincula eternidad de Dios e historia de Jesús, transcendencia y comunión personal.

-- Ciertamente, Dios se encuentra por encima (en el principio) de nuestra realidad, y así debemos aceptarle.

-- Pero siendo trascendente, Dios se revela del todo en Jesús, de forma que los hombres nos hacemos así "partícipes" de Dios: nos introducimos en el círculo de vida y amor de Dios.

La última palabra no es la obediencia-sumisión (como en Islam), sino la libertad y la comunión con Dios, en cuya vida nos introducimos por Jesús.

(( Sobre Arrio y su pensamiento, cf. E. Boularand, L'hérésie d'Arius et la foi de Nicée, Paris 1972; Th. de Regnon, Études sur Théologie Positive sur la Sainte Trinité III, Paris 1898, 201-245; R. C. Gregg y D. E. Groh, Early arianism. A view of salvation, London 1981; A. Grillmeier, Jesucristo en la fe de la iglesia, Salamanca 1998; C. Kannengiesser, Athanase d'Alexandrie évêque et écrivain. Une lecture des traités Contre les Ariens, Paris 1983; J. N. D. Kelly, Early Christian Doctrines, London 1968, 223-237; 223-237; Primitivos credos cristianos, Salamanca 1972, 247-276; J. Lebreton, Les origines du Dogme de la Trinité des origines à Saint Augustin, I-II, Paris 1910; J. L. Prestige, Fathers and Heretics, London 1979, 69-93; M. Simonetti, La crisi ariana nel IV secolo, Roma 1975; F. Young, From Nicaea to Chaldedon, London 1983, 57-91; R. Williams, Arrio, Salamanca 2010.


2. Arrio, una teología consecuente.

En la raíz del arrianismo está la visión de un Dios ontológicamente incomunicable, que no se puede transformar ni dividir (contra la gnosis), ni puede dar su esencia y compartirla con otro a través de una plena encarnación (en contra de Nicea).

Éste es, a mi juicio, el tema central del arrianismo: En Dios no existe movimiento, ni proceso de vida, ni posible encarnación, ni comunión, porque es eterno, inmutable, siempre idéntico a sí mismo. Todo lo que cambia nace de la nada (es creatura); aquello que se da se pierde (dejando así de ser divino). Lógicamente, Dios no podrá cambiar, ni compartir su esencia con Cristo, su hijo, que es hombre y que no puede formar parte de Dios en cuanto tal.

‒ Dios, un solitario. Tiene todo poder, pero no puede abandonar su soledad, ni comunicarse como padre, hermano o amigo, compartiendo su existencia, de forma que debe cargar con su secreto, sin poderlo confiar a nadie, sin dialogarlo jamás ni compartirlo. Así conserva siempre la fuerza de un poder que todo lo domina, pero en otro plano es impotente, pues es incapaz de ofrecer o acoger una palabra de intimidad, desde el fondo de su propio corazón. Él ejerce siempre una función de creador y señor, de tal forma que no puede descargar su misterio, ni compartir con nadie su vida, que así aparece como una eterna soledad.

‒ Poderoso en lejanía. Dios crea desde arriba, manteniendo sometidas a sus creaturas, sin identificarse nunca con ellas; por eso, no puede abandonar su mando, ni suprimir el sometimiento del hombre. Por, Dios y el hombre eso están siempre separados, como un amo “bondadoso” y un esclavo, en niveles diferentes, sin comunicarse jamás en igualdad. Lógicamente, no se puede hablar de una comunión de esencia (en la línea de la definición eclesial de Nicea, 325), pues el mismo orden del ser exige desigualdad, lo de arriba y lo de abajo, en armonía de dominación y dependencia.

A partir de aquí se disocian las dos actitudes o respuestas principales.

(1) El arrianismo piensa que la estructura y orden de la realidad sólo se puede mantener utilizando el poder y la obediencia, pues una relación de iguales tiende al enfrentamiento, no sólo en el mundo, sino en el mismo Dios, mientras que la desigualdad armónica suscita el orden.

(b) Frente a eso, la Gran iglesia insistirá en la comunión de iguales dentro de la diferencia: Hijo y Padre se mantienen vinculados, en encuentro de amor, precisamente porque comparten la misma plenitud de esencia, sin que Jesús Hijo deje de ser hombre.

La Iglesia ha superado de esa forma una visión dominadora del poder, el modelo de un mundo donde las cosas se mantienen en orden por la fuerza, afirmando que el Dios más lejano (Padre) es al mismo tiempo el más cercano (da su esencia al Hijo). Dios es divino amor (no en poder dominador), dando toda su esencia al Hijo. Y el Hijo Jesús es divino en su misma humanidad, de manera que ambos, Padre e Hijo, son iguales siendo diferentes, son Trinidad.

La disputa ha surgido a partir de aquí a en torno a la comprensión de Jesucristo, y aquí se ha dado justamente la ruptura entre arrianos y “ortodoxos”. Antes de todo razonamiento teológico, a partir de su propia experiencia de fe, los obispos del Concilio de Nicea (325 d.C.) han afirmado que Jesús pertenece al misterio de Dios. Por eso han rechazado los presupuestos y tesis de Arrio, que hacían de Jesús un hombre temporal, obediente, ignorante:

‒ Conforme a la visión del arrianismo Jesús es sólo temporal: no pertenece al misterio “eterno” de Dios sino que nace con (o en) el tiempo; por eso se puede afirmar que hubo un momento en que no era, de tal forma que él (Dios) estaba solo. El riesgo gnóstico (y modalista) consistía en anular la historia de Jesús, disolviéndola de nuevo en la eternidad indiferenciada de Dios. Por el contrario, el arrianismo quiere salvaguardar la humanidad (tiempo, historia) de Jesús, pero separándola de Dios; por eso le hace creatura, fuera del misterio original de lo divino.

Ciertamente, en sentido estricto, los arrianos podrían afirmar que Jesús fue “siempre”, pero sólo en el interior de un “tiempo” creado, sometido a Dios, bajo el imperio de la eternidad supratemporal, que solamente es propia de Dios. Pues bien, en contra de eso, la respuesta de la Iglesia (en el concilio de Nicea) afirmará que Dios es eterno haciéndose hombre, encarnándose en Jesús. Eso significa que Jesús es divino (eterno) formando parte del tiempo.

‒ El arrianismo insiste en la obediencia de Jesús, que debe cumplir su destino en una historia de sometimiento. Por eso, su diálogo con Dios no se entiende en forma de comunicación y comunión entre iguales, sino en línea de sometimiento al Padre. Eso significa que Jesús debe inclinarse ante el poder más alto de Dios, que le domina y determina. Por eso, su muerte no se entiende como vuelta amorosa del Hijo que retorna, en actitud de igualdad y donación, al Padre que le ha dado la vida, sino que es un gesto de sometimiento, consecuencia de su finitud, confesión de la superioridad de Dios que le admite así, humillado y entregado, en su camino de salvación escatológica.

De esa manera, en el fondo del esquema arriano, hallamos un modelo de superioridad de Dios, que se mantiene arriba, sin darse del todo a los hombres, que han de “ganar” su amistad y conseguir su recompensa a través de obras buenas y de sacrificios, pero sin formar nunca parte de la esencia de Dios. En esa línea, por su obediencia y muerte, Jesús ha merecido el premio de Dios, alcanzando un ser que no tenía en el principio, algo que en realidad no le pertenece, pues él sigue siendo creatura.

‒ Finalmente, según Arrio, Jesús no conoce en realidad al Padre, en el sentido profundo que tiene la palabra “conocimiento” en la Biblia, es decir, no puede comunicarse con él en un gesto de igualdad. Éste ha sido quizá el aspecto más discutido de su doctrina en la iglesia. Al afirmar que nadie puede conocer de verdad al PadreDios, Arrio tendió en torno a Dios un espacio de silencio, un abismo de oscuridad que nadie puede atravesar, ni siquiera su propio Hijo.

Según Arrio, Dios crea permaneciendo arriba, y de esa forma se impone sobre lo creado, traza su identidad y la mantiene, cumpliendo sus promesas, pero no se revela por dentro, no se introduce en el mundo (historia) que ha creado. Por eso, su mismo Hijo Jesús debe mantenerse en actitud de obediencia distante y lejana, sin penetrar en el misterio más alto del Padre, es decir, del Dios originario.

3. La respuesta de la Gran Iglesia.

En contra de esa visión, retomando los motivos básicos de su confesión creyente, antes de toda justificación teórica, retomando su tradición, los cristianos de la “gran Iglesia” se han sentido salvados en Cristo, descubriendo que en él han encontrado al mismo Dios, no a una creatura. Así han sabido que a través de Jesús ellos han tocado y visto al mismo Dios, que se ha hecho hombre para compartir con ellos el itinerario de la vida y para acompañarles. Según eso, superando toda actitud de sometimiento, se han sabido inmersos en la gran certeza de la comunión de Dios, compartiendo con Jesús su mismo itinerario de vida, en el Espíritu Santo. Dios no les ha hablado a través de un “mediador” ajeno, sino que él mismo se ha hecho presente, a través de su propio Hijo, en gesto de libertad y comunión. Por eso se han opuesto al arrianismo, que quería volver a someterles bajo el poder de un Dios lejano, que se impone desde arriba con su fuerza:

‒ Los cristianos de la Gran Iglesia han rechazado una visión en la que Cristo aparece como pura creatura. Arrio insiste en la norma universal de la creación que separa netamente a Dios del mundo y de los hombres. Todo 1o que Dios suscita (crea) queda fuera de sí mismo; por eso, incluso aquello que es engendrado por Dios (gennetos) es a la vez creado (genetos), sin excluir ni a Jesucristo. Eso significa que Dios no puede “engendrar” nada divino, sino sólo crear. Pues bien, en contra de eso, los cristianos ortodoxos afirmarán que en Cristo y por Cristo ellos han encontrado al mismo Dios, compartiendo así su mismo itinerario (y diciendo por tanto que Dios se ha hecho historia).

‒ Han rechazado a un Dios que no se encarna. Según los arrianos, Dios en cuanto tal se define como eternidad y poder, no en la historia del mundo y de los hombres, sino fuera, por encima de ella. Sin duda, este Dios arriano se parece al Uno del neoplatonismo (del que todo participa, aunque está siempre alejado), pero sobre todo se parece al Señor de un tipo de judaísmo consecuente, que se mantiene en sí mismo, como soberano, transcendente, siempre separado de la historia. Pues bien, en contra de eso, los cristianos de la Gran Iglesia han visto y creído que Jesús pertenece al misterio de Dios.

Según Arrio, Jesús no forma parte del despliegue eterno de amor de lo divino, sino que permanece siempre en lo creado, como realidad sometida a Dios, en gesto de pura obediencia. Esto significa que, según los arrianos, Dios puede crear pero no engendrar; puede suscitar personas que le están sometidas, pero no compartir con ellas su vida, pues no hay ser alguno que pueda situarse en su nivel divino. Ciertamente, los hombres dialogan con Dios, pero nunca en nivel de igualdad, sino separados de él y sometidos. A la soledad creadora de Dios corresponde la soledad creada del hombre. Cada uno de ellos cumple su papel, de manera que no hay Trinidad verdadera (pues Jesús no comparte la esencia de Dios), ni hay encarnación, presencia personal de Dios en (dentro de) la historia.

Pues bien, oponiéndose a la visión de arrianismo, por experiencia creyente, los cristianos ortodoxos han sentido y han sabido que Jesús pertenece al misterio de Dios, afirmando así que ellos (pobres creyentes) comparten el mismo itinerario o camino de Dios. De esa forma, han optado por lo más difícil y lo han mantenido, superando todas las dificultades filosóficas. El amor de Jesús no ha sido para ellos un camino hacia Dios, sino el mismo Dios hecho camino en la vida de los hombres .


La razón judeo/helenista y un tipo de piedad se hallaban de parte de Arrio y de sus seguidores; por eso, lógicamente, pudo pensarse que un día el imperio romano (helenista) se haría arriano, tanto en política (el emperador necesita fomentar la sumisión), como en piedad (nosotros, con Jesús, somos inferiores a Dios) . Pero la iglesia tuvo que rechazar esas posturas para mantenerse fiel a su experiencia original, tanto en plano religioso como filosófico. Así lo hizo en el concilio de Nicea (año 325) que sigue siendo la fecha clave del dogma cristiano y de la confesión trinitaria.

‒ En perspectiva religiosa, Nicea afirma que la piedad no consiste en el sometimiento u obediencia de uno a otro, sino en la comunión de iguales; por eso, su símbolo marca la consbstancialidad entre el Padre y el Hijo como principio y salvaguardia de toda visión cristiana de la realidad. Frente a la falsa virtud pagana (arriana) del sometimiento ha destacado el Concilio la verdad suprema de la comunión personal (entre el Padre y su Hijo, Dios y nosotros). No somos súbditos sino hermanos y amigos, compartiendo una misma esencia de vida.

‒ En perspectiva filosófica, la verdad no consiste en la aceptación de un continuo divino descendente que vincula en un todo sagrado lo más alto (Dios excelso) y lo más bajo (humanidad mundana). La verdad está en la distinción que se abre a la unidad entendida como encuentro de personas. Dios podría ser divino sin necesidad de mundo, pero de hecho ha querido encarnarse, haciéndose divino en Jesús, su Hijo. Por su parte, el mundo es mundano, no es una parte de Dios, pero está “habitado” por el mismo ser divino .


((Parece que los arrianos pretendían que el hombre fuera una especie de apéndice de Dios, un eslabón inferior de lo divino. Pues bien, en contra de eso, los Padres de la Iglesia, reunidos en Nicea, han definido la consustancialidad, que el hombre Jesús pertenece a la esencia de Dios. Esta formulación tiene tres grandes momentos o consecuencias, que paradójicamente se vinculan. (1) Constituye a Dios en su verdad, dándole un contenido interior de diálogo consubstancial y definiéndole como encuentro de personas iguales en amor. (2) Independiza al hombre Jesús, haciéndose autónomo, personal, responsable de sí mismo, pero añadiendo que él, precisamente como ser humano, pertenece al misterio de Dios. (3) Vincula al hombre con Dios en el Cristo: hombre y Dios forman parte de un mismo proceso y encuentro de amor: El hombre Jesús forma parte de la definición de Dios; Dios Padre forma parte de la definición del hombre Jesús)).


4. Símbolo de Nicea, tres anatematismos

La visión anterior, propia del concilio de Nicea, se ha ido aquilatando a lo largo de más de dos siglos (hasta Constantinopla II: 553 d.C.). En contra del arrianismo, que interpreta al Hijo y al Espíritu como inferiores a Dios, elevan su voz los padres de Nicea (325 d.C.):



(Símbolo):


(1) Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles.
(2) Y en un sólo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido del Padre, unigénito, es decir, de la substancia (ousia) del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma substancia (homoousios) que el Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cie1o y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y oh nuestra salvación descendió y se encamó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.
(3) Y en el Espíritu Santo.


(Anatematismos). La Iglesia Católica y Apostólica anatematiza empero a los que dicen:
(a) “Hubo un tiempo en que no fue” y: “Antes de nacer, no era”.
(b) “Que fue hecho de lo no existente o de otra subsistencia o esencia”.
(c) “Que el Hijo de Dios es variable o mudable” (Denz 125).

El Símbolo consta de un cuerpo de definición y tres anatematismos. (a) En plano de tiempo, el Concilio condena a los que dicen que Jesús no era en el principio y añaden que fue creado de la nada. (b) En plano de origen, Nicea rechaza a los que afirman que Jesús tiene una ousia o hipóstasis distinta de Dios y afirma que pertenece a la misma esencia de Dios Padre. (c) Finalmente, en perspectiva de realización, el Concilio condena a los que afirman que Jesús, como Hijo de Dios, es cambiable o mudable y pertenece a las cosas que nacen, se transforman y terminan.

Estrictamente hablando, la definición conciliar, centrada en estos tres anatematismos, es una negación de las afirmaciones arrianas. Los Padres del Concilio, bajo la autoridad imperial que buscaba “su” paz para la Iglesia, se sienten obligados a crear un nuevo lenguaje teológico, y lo hacen rechazando el de Arrio, por considerarlo incompatible con la fe de la Iglesia. Eso significa, por un lado, un enriquecimiento (los arrianos obligan a los Padres a pensar, explicitando temáticamente su fe, con palabras tomadas de la cultura del tiempo) y un riesgo, pues parece que la fe ya no se expresa desde el fondo de sí misma, con el lenguaje de la Biblia, sino con términos acuñados por los herejes.


((Cf. J. Auer, Dios, uno y trino, Barcelona 1988, 235-262; E. Boularand, La Foi de Nicée, Paris 1972; L. Bouyer, Le consolateur, Paris 1980, 167 -192; G. Bray, Creeds, Councils et Christ, Leicester 1984; H. de Lubac, La fe cristiana, Salamanca 1988, 67-90; B. de Margerie, La trinité Chrétienne dans l'histoire, Paris 1975, 9l -202; Ch. Kannengieser, Athanase d' Alexandrie évêque et écrivain, Paris 1983; J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Salamanca 1972; A. Milano, Persona in teologia. Alle origini del significato di persona nel cristianesimo antico, Roma 1996, 98-154; H. Muhlen, La mutabilita di Dio, Queriniana, Brescia 1974; I. Ortiz de Urbina, EI símbolo niceno, Madrid 1947; G. L. Prestige, Fathers and Heretics, London 1979, 67-93; B. Sesboüe, Jésus-Christ dans la tradition de l‘Eglise, Paris 1982, 92-108; M. Simonetti, La crisi ariana nel IV secolo, Roma 1975; F. Young, From Nicaea to Chalcedon, London 1983)
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A . Primer anatema, contra los que dicen que “hubo un tiempo en que no fue” y que “antes de nacer, no era”.

Frente al arrianismo que sostiene que Jesús, Hijo de Dios, ha procedido de la nada, naciendo así en el tiempo o con el tiempo, el Concilio define la eternidad del Hijo de Dios, diciendo que él no ha brotado de la nada y que no hubo un tiempo en que no fuera. De todas formas, en el contexto global de la experiencia cristiana, esa eternidad no puede entenderse como intemporalidad negativa, ni como pura separación respecto al cosmos, sino en el contexto de la revelación de Dios. Desde ese fondo pueden y deben distinguirse los siguientes planos:

‒ Eternidad. Jesús (Cristo, Señor e Hijo de Dios) pertenece a la esencia (ousia) de Dios, de manera que, en sentido originario, participa de su misma eternidad, pues forma parte de su condición divina. En ese plano, no es antes ni es después, simplemente “es”. Por eso, de un modo consecuente, en cuanto “eterno” no se encuentra antes del tiempo, sino en su raíz y verdad más honda.
‒ Presencia creadora. Jesús, a quien esta confesión llama “kyrios” (Yahvé: Dios con nosotros) es principio y mediador (creador) de la existencia cósmica, pues “todas las cosas fueron hechas por él, las del cielo y las de la tierra”, de tal forma que su eternidad es principio de la temporalidad del mundo, de todo lo que es, en cielo y tierra, apareciendo así vinculada con el tiempo.

‒ Encarnación. El Hijo eterno de Dios se ha hecho tiempo, asumiendo una existencia “carnal” (sarkôthenta), de manera que Jesús es un ser humano, con una historia concreta, es decir, con un tiempo biográfico que se expresa y extiende desde el nacimiento a la pasión (muerte). Eso significa que su eternidad (Hijo de Dios), no puede entenderse como intemporalidad, sino como realidad divina, capaz de expresarse y desplegarse (realizarse) en una vida humana.

‒ Resurrección. Jesús ha culminado su historia personal (y el despliegue de su obra salvadora) en la plenitud pascual, pues ha resucitado al tercer día (culminando su obra mesiánica) y subiendo a los cielos… Este tiempo pascual de Jesús, definido por su resurrección, no se suma al anterior, sino que constituye una dimensión distinta de su misma vida humana. Entendida así, la resurrección forma parte de la encarnación, es decir, de la humanización plena de Jesús, Hijo “eterno” de Dios.

‒ Parusía (vendrá a juzgar…). La plenitud de Jesús viene a expresarse en forma de culminación y cumplimiento de su historia, pues el Símbolo añade que “vendrá”, en el sentido fuerte de “se manifestará” para realizar la obra de Dios que, según la visión clásica del judaísmo, ha de expresarse como “juicio”, es decir, como plenificación de los vivos y de los muertos.

Por eso, el primer punto del esquema (eternidad de Jesús, Hijo co-eterno de Dios Padre, de su misma esencia), se expresa y traduce en su temporalidad salvadora que el mismo símbolo conciliar describe en los cuatro momentos posteriores. Por situarse en un plano antiarriano, el anatema destaca el primer plano (de eternidad), pero el conjunto del credo ha desplegado esa eternidad en el transcurso de la temporalidad salvadora de Jesús (encarnación, muerte, pascua y juicio). Así podemos afirmar que, siendo eterno; Jesús ha querido realizar y explicitar su eternidad filial en línea de encarnación.

2. Segundo anatema, contra los que dicen “que fue hecho de lo no existente o de otra subsistencia o esencia”.

Los Padres de Nicea no han querido definir técnicamente el sentido de ousia o substancia. Por eso, cuando afirman que Jesús, Hijo de Dios, es de la hipóstasis o ousia del Padre (consubstancial, homoousios) no están sancionando un tipo de filosofía y aplicándola a Jesús; por eso utilizan indistintamente dos palabras (ousia o esencia e hipóstasis o realidad concreta) que la tradición posterior distinguirá con mucho cuidado. De esa manera, ellos confiesan que Jesús, hombre concreto, Cristo y Señor, pertenece al misterio de Dios Padre (es su Hijo), tomando una opción transcendental: Afirman implícitamente, que la ousia o realidad de Dios es una realidad compartida, que pertenece al Padre y al Hijo; más aún, que esa ousia divina se despliega y realiza por Jesús en forma temporal, superando así el esquema gnóstico y arriano.

‒ Frente a los gnósticos, los Padres de Nicea quieren mantener nítidamente la diferencia entre el Padre y el Hijo, distinguiendo con toda claridad los sujetos “personales” (Dios, Jesús) en la afirmación creyente, destacando, al mismo tiempo, el valor de la “carne”, es decir, de la identidad histórica de Jesús, que forma parte de la creación.

‒ Pero, al mismo tiempo, contra el arrianismo, ellos defienden claramente la unidad divina, dentro de la diferencia: Siendo distinto del Padre, Jesús pertenece a la ousia de Dios. Los Padres de Nicea introducen así la dualidad dentro de la unidad, distinguiendo y vinculando lo creado (humanidad: realidad temporal) y divinidad (el Hijo: realidad eterna).

En esa línea, ellos introducen en el misterio de Dios una palabra clave, quizá más importante que ousia, la palabra génesis, de gennao, engendrar, diciendo que Jesús, en cuanto Hijo de Dios, no ha sido “creado” (poiêthenta, hecho), sino “engendrado” (gennêthenta). Crear significa, en un sentido extenso, “hacer algo”, sea a partir de otra cosa, sea (de un modo más estricto) a partir de la nada. Engendrar, en cambio, es dar de sí, regalar la propia esencia sin perderla. Lo que se “da” de esa manera no se pierde, sino que se tiene de un modo distinto y más hondo. Sólo desde ese fondo adquiere su sentido la condena antiarriana.

El Padre no ha “creado” al Hijo fuera de sí mismo, sino que le ha engendrado de su propia esencia, de manera que no existe ya entre ambos una lógica de sometimiento, sino un diálogo de igualdad. El Padre no domina desde arriba, imponiéndose sobre un mundo exterior, sino que engendra y se comunica desde el fondo de sí mismo, de tal forma que entrega todo su ser (su ousia) al Hijo. Por eso, el Hijo no es un sometido, un siervo que recibe y obedece, ignorando lo que quiere y vive el Padre, sino que ha recibido todo el “ser” del Padre (la misma ousia), y así, en un plano de igualdad, le escucha y le responde. Según eso, la definición de Nicea sólo puede entenderse profundizando la comunión de ousia, que comparten Padre e Hijo.

Esta lógica de comunicación de ousia compartida sólo puede entenderse en perspectiva cristológica y soteriológica: La unidad de Jesús con el Padre tiene un sentido salvador: Sólo porque pertenece al misterio de Dios (es consubstancial al Padre) puede él salvarnos de una forma definitiva, de manera que en su misma entrega por nosotros, en su encarnación y pascua, descubrimos y celebramos su verdad eterna.

Al comunicarnos su vida originaria, Jesús nos ofrece y regala la vida de Dios, de manera que también nosotros superamos una lógica dominadora, hecha de miedo, imposición, violencia. No somos esclavos, sometidos a un poder que se complace en imponerse; no seremos para siempre corruptibles, ignorantes, perdidos, maniatados, en un mundo que nos envuelve, nos arrastra y nos deshace. Unidos a Jesús, Hijo eterno, también nosotros provenimos de Dios, hemos sido engendrados de su ousia, en el misterio del amor divino, allí donde la vida es comunión de amor original (eterna) y definitiva (pascual).
Por eso, la teología cristiana no puede volver sin más a la situación prenicena. Evidentemente, debemos fundarnos en el evangelio, plantear desde los problemas, reasumiendo las dificultades que ha destacado el arrianismo. Pero, al mismo tiempo, debemos asumir creadoramente la respuesta de Nicea, como clave hermenéutica para entender la comunión divina. Para nosotros, Dios ya no será una mezcla confusa de ser (contra el gnosticismo); tampoco Padre-Señor que nos domina desde arriba, manteniéndonos sometidos, sino Padre-Amigo, que explicita y realiza su ser entre nosotros, en la historia, en comunión de amor con su Hijo-Jesucristo.

3. Tercer anatema. Dios es inmutable (contra los que dicen “que el Hijo de Dios es variable o mudable”).

Estas dos palabras (variable, mudable) han de entenderse cuidadosamente, partiendo de la misma formulación arriana que distingue y vincula a Dios, que sería inmutable (siempre más allá, en silencio, separado), y a Jesús, Hijo de Dios (que sería mudable, creatura de este mundo que se hace y puede deshacerse). Pues bien, en ese contexto, para el Concilio de Nicea invariable o inmutable es más bien lo originario, el ser fundante de la ousia divina de Jesús en la que nosotros nos hallamos sostenidos, realizados, impulsados.

En ese sentido se dice ahora que Jesús, vinculado con Dios Padre, en amor de comunión, pertenece al misterio de su inmutabilidad, entendida como expresión y sentido de aquello que permanece. De esa manera, el Concilio de Nicea plantea un tema que desborda las posibilidades filosóficas del pensamiento griego, al suponer y afirmar que el ser definitivo o inmutable, que permanece desde siempre y para siempre, no es el Uno solitario y separado, ni un ente confuso donde se engloba todo, sino el Padre de Jesús, un Hombre concreto que ha ido cambiando, entregándose por amor, y desplegando así su inmutabilidad a lo largo de un tiempo de salvación.

En ese sentido, lo “inmutable”, es decir, lo fundante y definitivo es el encuentro de amor del Padre con el Hijo, en el misterio de su vida compartida. Lo originario es la ousia o substancia que se comunica, se acoge y se agradece, como muestra la vida-muerte-pascua de Jesús, el Cristo que ha traducido, en forma humana, en el camino de su nacimiento y entrega, el misterio de la inmutabilidad de Dios, entendida como amor que engendra y da vida. En otras palabras, lo que Nicea quiere mantener con toda fuerza es el valor definitivo de Jesús, que ratifica en su pasión y pascua el don pleno del amor originario .

Paradójicamente, en este contexto, lo inmutable no es el ser que permanece siempre quieto, sino la realidad personal que se comunica, por generación y que se despliega a lo largo de una vida entregada en amor por los hombres. Inmutable no es el que no cambia, sino lo que cambia (se da y comparte) permaneciendo de esa forma siempre (culminando, según la Trinidad, en la plenitud del Espíritu Santo). De esa manera se entienden los elementos fundamentales de la definición antiarriana de Nicea, que son la clave de interpretación básica del cristianismo, en clave cristológica y trinitaria.
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