Perdonar para vivir (3). Perdón cristiano y justicia social
Hay una “justicia bíblica” que, según el Antiguo Testamento, se identifica con la protección de los débiles y la liberación de los oprimidos y, según el Nuevo Testamento (sobre todo en San Pablo), con el perdón de los pecadores.
Aquí no hablo de ella, sino de la justicia social (política), que se expresa en el equilibrio racional del Estado de Derecho, que aparece ya de alguna forma en el Código de Hammurabi (en torno al 1790 a. C.): “ojo por ojo y diente”, es decir “a cada uno según su merecido”.
Esa es la justicia de la Ley, que regula las relaciones sociales, conforme a Derecho, como han formulado filósofos y juristas (griegos y romanos) y como han precisado los grandes ilustrados de los siglos XVIII y XIX, a quienes debemos en gran parte nuestra concepción del Estado Legal (racional). Quiero empezar diciendo, desde ahora, que acepto esa justicia racional y que no quiero un Estado teocrático. Pues bien, esa justicia, en sí misma, no perdona, sino que se expresa en sistemas de juicio o racionalidad conmutativa y distributiva.
Pero debo añadir que, por tradición religiosa (cristiana) e ilustrada, los estados de occidente saben que, por encima de la pura justicia legal, hay un valor más alto, un valor de “humanidad” y que, en ese plano, sin negar la justicia, puede y debe hablarse de la necesidad del perdón y de la gracia, como signos y principios de pacificación humana. Como los mismos romanos ya sabían, cerrada en sí misma, la justicia (siendo necesaria) puede terminar siendo injusta, allí donde se cierra en sí misma (summum ius, summa injuria, frase atribuida a Cicerón). En esa línea quiero insistir en la aportación del perdón cristiano para el despliegue de la paz, no en contra de la justicia, sino a favor de ellas.
El riesgo de un perdón interesado
Había perdón en el judaísmo de tiempos de Jesús, tendía a estar controlado por sacerdotes y políticos, al servicio del sistema. El perdón sagrado del templo se expresaba a través de sacrificios rituales, celebrados por los sacerdotes, regulados según Ley por los escribas, que monopolizaba la expiación por los pecados, a través de una especie de «máquina de perdón», centrada el día de la Gran Expiación (Lev 16). El perdón de Roma (parcere subiectis, debellare superbos: VIRGILIO, Eneida 855) estaba al servicio del sistema imperial, con su orden político, no de los hombres concretos. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón mesiánico a los hombres y mujeres en concreto, buscando una nueva humanidad, más allá del orden del templo y de sistema del imperio. En ese contexto, el perdón puede empezar siendo un riesgo:
1. Puede haber un perdón arbitrario y caprichoso, propio de dictadores o autócratas, que muestran su “magnanimidad” indultando a quienes les parece de un modo irracional (sin necesidad de justificaciones), y castigando también a quienes quieren (sin dar tampoco razones ). Así castigan a unos para mostrarse soberanos e imponer su terror sobre posibles rebeldes o contrarios y perdonan a otros para decir que son magnánimos y aparecer como benefactores. Éste es un perdón arbitrario, que está muy alejado de la justicia racional (y del perdón cristiano). En contra de ese perdón interesado de los autócratas, que no es más que una imposición de su dictadura, en línea de fortuna y de capricho de los pre-potentes, ofrece y promueve Jesús un perdón que proviene de la gratuidad que no va en contra de la justicia, sino que la desborda y fundamenta. Éste es un perdón que sólo pueden ofrecer las víctimas (los ofendidos y humillados), sin que puedan hacerlo en su nombre (en contra de ellos) unos dictadores o sacerdotes pretendidamente superiores.
2. Puede haber un perdón o amnistía al servicio de una política partidista. Casi todos los vencedores del mundo han decretado amnistías, desde los asirios del siglo VIII a. C. hasta los romanos del tiempo de Jesús o los revolucionarios franceses del finales del siglo XVIII. Suelen ser amnistías políticamente calculadas, para gloria de los soberanos o estados que las proclaman, al servicio de lograrse propia estabilidad, como forma de justificar su victoria. No todos suelen estar de acuerdo con esas amnistías, ni en plano legal, ni en plano personal, pero se han ofrecido y pueden ofrecerse, sobre todo allí donde el poder resulta suficientemente sólido como para permitir ciertas “excepciones” en el cumplimiento de la Ley, en circunstancias de fuerte cambio social o político, que se interpretan como principio de un nuevo régimen social. Este “perdón” puede ser provechoso, pero que corre el riesgo de situar la oportunidad política (su racionalidad partidista) por encima de la justicia legal.
3. Puede haber un perdón sacral, controlado por los sacerdotes del templo, al servicio del propio sistema, para mantener el orden establecido, como veremos más extensamente al tratar de Jesús. También éste es un “perdón interesado”, propio de los “fuertes”, al servicio del sistema. Éste era el perdón de los templos y de las grandes instituciones religiosas, entendidas como instancia de control sobre los pecados, como ha podido suceder den la religión de los Incas y en algunas instituciones cristianas.
En contra de eso, Jesús ha ofrecido el perdón de un modo gratuito, no en contra, sino por encima de la Ley, pidiendo a los ofendidos que perdonen a sus ofensores (¡ellos son los únicos que pueden hacerlo desde Dios!), para abrir de esa manera un camino de reconciliación más alta. El perdón sagrado del Templo (lo mismo que el perdón del Imperio) estaba al servicio de los poderosos, que monopolizaban el orden del sistema. Jesús, en cambio, ha ofrecido su perdón de un modo mesiánico, superando el sistema del templo y acogiendo de forma gratuita a los expulsados y excluidos de la comunidad sagrada de Israel y del orden del imperio. Ésta es la novedad del evangelio sobre todos los posibles sistemas religiosos o sociales. El sistema político o religioso no puede perdonar, sino sólo buscar su equilibrio o, a lo sumo, procurar una igualdad de Ley entre todos; los únicos que pueden perdonar son los oprimidos, las víctimas.
Jesús, un perdón gratuito
Los profetas de Israel identificaban la justicia con la “liberación de los oprimidos”. Pues bien, siguiendo en esa línea (cf. Lc 4, 18-19, con citas de Isaías), Jesús ha radicalizado y universalizado la experiencia del perdón, ofreciéndolo en nombre de Dios y pidiendo a los hombres que se perdonen entre sí, ellos mismos, desde abajo (sin dejar el perdón en manos del templo o del sistema político).
El sistema político/religioso necesita un tipo de talión (¡a cada uno según su merecido!), controlando el perdón desde arriba. En contra de de eso, Jesús sitúa a los hombres y mujeres ante el don y tarea del perdón, haciéndoles capaces de superar un tipo de justicia que, cerrada en sí, puede acabar destruyendo a todos los hombres. Lo que algunos llaman actualmente justicia infinita (un tipo de “Ley” particular llevada hasta el extremo) puede conducir a la lucha de todos contra todos. En ese sentido podemos añadir, con el mismo Pablo, que la justicia de la Ley en cuanto tal destruye.
Pues bien, superando ese nivel de pura Ley, Jesús ha descubierto la importancia del perdón para la vida (para la superación de los conflictos sociales de su tiempo), como ha puesto de relieve una antropóloga judía, H. Arendt: «El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular» (La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, 258).
Ese perdón supera el nivel del sistema legal y de la justicia política, pero, una vez “proclamado”, puede y debe introducirse en la misma experiencia política y social de los hombres. Un tipo de Ley absoluta, cerrada en sí misma, puede convertirse en principio de lucha de unos contra otros (¡pues todos se creen dotados de derecho! ) o de imposición del sistema legal sobre todos. La Ley es buena y necesaria, pero cerrada en sí misma, puede convertirse en principio de violencia y venganza.
1. Sólo el perdón rompe la lógica de la venganza (del talión que siempre se repite: ojo por ojo, diente por diente) y de esa forma libera al hombre del automatismo de la violencia y permite que su vida trascienda el nivel de la Ley, donde nada se crea ni destruye, pues todo se transforma, permaneciendo siempre idéntico. Sólo el perdón rompe la “clausura” de la pura Ley y nos sitúa en un nivel de gratuidad, donde los hombres pueden vivir y amarse por sí mismos (siendo así el valor supremo). El perdón es gracia; de esa forma supera el pasado y abre de nuevo la vida allí donde la vida se cerraba en sus contradicciones y luchas de poder.
2. Perdón gratuito, no expiación. Expiar es “pagar” por la culpa: el que ha quebrantado la Ley tiene “pagarlo” y penar (especialmente a través de la cárcel). Sin duda, es conveniente un tipo de expiación, para que así se mantenga el orden del sistema, como saben las religiones sacrificiales y los sistemas políticos donde domina un tipo de Ley punitiva (como parece suceder en USA). Pero el evangelio sabe que Dios no exige expiación o sometimiento, para afianzar de esa manera el poder, porque su poder consiste en amar gratuitamente, siendo fuente de vida, creador de gracia. En ese contexto ha de entenderse la actitud de Jesús, que ha perdonado a los pecadores, sentándose a la mesa con ellos, para dialogar amistosamente (cf. Mc 2, 15-17 par; Mt 11, 29 par; Lc 15, 1).
3. Perdón, antes de conversión. Sacerdotes y políticos perdonaban a los convertidos, que volvían al redil de la buena Ley. El proceso era claro: los manchados debían limpiar su impureza, los pecadores reparar el pecado, los culpables arrepentirse. La misma Ley que condenaba al pecador le ofrecía un camino de perdón, si se convertía y volvía al buen orden. Jesús, en cambio, ha empezando perdonando y pidiendo a los hombres que se perdonan. De esa forma ha invertido el camino de la Ley: no exige arrepentimiento y expiación para perdonar después, sino que empieza perdonando, el arrepentimiento vendrá después.
En este contexto tenemos que hablar del perdón de las víctimas. Jesús no ratifica el poder de perdón de los de arriba, sino que pide a los excluidos y pobres que perdonen, en gesto que puede parecer sometimiento (¡deben humillarse y perdonar a quienes les oprimen!), pero que, en el fondo, es la mayor de las “autoridades”. Ellos, los oprimidos, son “sacerdotes” y portadores de perdón, es decir, de un nuevo orden social que no se funda en el dominio de unos sobre otros, ni en la revancha de los sometidos, sino en la gracia universal y creadora, desde abajo, a partir de los marginados y ofendidos. Son precisamente ellos los que toman la iniciativa y, sin luchar externamente contra los sacerdotes y jerarcas, asumen su lugar como autoridad que perdona (sin necesidad de poder político o religioso).
Según el evangelio, los “ministros” o portadores del perdón son los mismos ofendidos (itinerantes, pobres de Jesús, expulsados des orden social). Jesús les pide, precisamente a ellos, que perdonen. No les puede obligar, pues el perdón no es Ley obligatoria, sino gratuidad. Pero les puede invitar, les puede enseñar a perdonar a los demás. Éste el principio de todo poder de la Iglesia: Jesús: no ha creado unas nuevas autoridades políticas o sacrales, capaces de perdonar, sino que ha ofrecido el perdón a los excluidos de la sociedad (a sus “itinerantes”), haciéndoles “mensajeros del Reino”, capaces de perdonar a los demás. Éste es uno de los descubrimientos máximos de la “third quest", es decir, de la tercera investigación de la vida de Jesús, en la que colaboran por igual católicos y protestantes, como ha puesto de relieve E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo, Trotta, Madrid 2004) y como he destacado en El Hijo del Hombre, Tirant lo Blanch, Valencia 2007.
Jesús, los textos del perdón
Están en el centro del Sermón de la Montaña y se vinculan a otras dos palabras esenciales de los evangelios: no juzgar, amar a los enemigos. Sólo se puede perdonar allí donde, superando la Ley del talión (el puro juicio legal), hombres y mujeres son capaces de amar de un modo activo, abriendo así un futuro de vida para los posibles “enemigos”. Es evidente que Jesús no ha trazado un programa político para sacerdotes o gobernantes, sino un camino de humanidad, a partir de las víctimas, iniciando así un proceso de trasformación humana, que puede influir en las mismas instituciones sociales y sacrales de la sociedad establecida.
1. Principio: “No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados (Lc 6, 37; cf. Mt 7, 1). Esta es una sentencia universal. No traza unos objetivos particulares, ni propone algunos casos en los que debe aplicarse, sino que abre un camino universal de comportamiento, que sólo puede recorrerse en amor, un proceso de vida para voluntarios, no un ordenamiento legal para todos.
Esta palabra aparece en el evangelio como una “revelación”, una mutación antropológica radical. No puede probarse, pero se pueden probar sus consecuencias, en el caso de que los hombres no perdonen, porque «con el juicio con que juzguéis seréis juzgados». El “juicio” se sitúa y nos deja ante la Ley del “talión” (ojo por ojo…), en el nivel donde se aplica “la Ley de la espada” (quien a hierro mata a hierro muere: Mt 26, 52), como sabe Pablo (Rom 13, 4). Por encima de ese nivel de juicio está el Dios de la gracia, que no defiende la vida con espada, sino que la crea en amor, partiendo del perdón (cf. Rom 13, 10).
2. Oración: “Perdona nuestras deudas (ofensas), como nosotros perdonamos a nuestros deudores (a quienes nos ofenden)” (Mt 6, 12; Lc 11, 4). Estas palabras resumen todo el evangelio. Jesús no pide directamente a los ricos y fuertes (gobernadores y sacerdotes) que perdonen a los pobres (víctimas de diverso tipo), sino que les dice a los pobres que perdonen a sus opresores; no sólo las ofensas, sino incluso las “deudas”. Dentro del contexto galileo de aquel tiempo, Jesús se está dirigiendo, ante todo, a los campesinos que han “perdido” sus tierras, a los mendigos a quienes el “orden social” ha privado de todo; pues bien, precisamente a ellos les pide que perdonen. Así lo ha destacado Mateo, más cercano al original. Lucas, al traducir la experiencia galilea de Jesús en un espacio de origen pagano, se atreve a introducir respecto a Dios un lenguaje más sacral («perdona nuestros pecados»), conservando el lenguaje de las deudas para el perdón entre los hombres («como nosotros perdonamos a todos los que nos deben algo» (Lc 11, 4). Sea como fuere, ambos suponen que los ofendidos son los que perdonan.
Estas palabras nos sitúan en el centro de la paradoja del Reino. El perdón no es un atributo de los poderosos (¡ellos no pueden perdonar, sólo imponer!), sino de los pobres/ofendidos, que renuncian desde Dios a exigir lo que les deben, a buscar venganza. La comunidad de Jesús tiene como Ley suprema el perdón, tanto en plano religioso como social, personal como económico, pues la palabra «deudas» lo incluye todo. Llevado hasta el final, este principio del perdón iguala a judíos y gentiles, creyentes y no creyentes, religiosos y no religiosos, ofreciendo y pidiendo que todos se perdonen unos a otros Ésta es la religión de Jesús, éste su culto. No hay otro mandamiento ni otro rito, sino sólo el amor mutuo expresado en el pan compartido y el perdón, a partir de los pobres (ofendidos, víctimas), a quienes Jesús pide que empiecen perdonando, no en nombre del Estado o de otro poder superior, sino del mismo Dios de las víctimas (cf. Mc 11, 22-26).
Por encima de Leyes y normas socio/religiosas, el Padrenuestro ha destacado el principio de perdón, como experiencia de gracia y creatividad, que vincula a Dios con los hombres (y a los hombres entre sí, partiendo de los pobres). El Padre de Jesús perdona por sí mismo, antes de toda metanoia o conversión humana, sin necesidad de que le ofrezcamos sacrificios. Nosotros le pedimos que perdone nuestras deudas (opheilêmata), que incluyen varias cosas (pecados, ofensas, obligaciones). Le decimos que no nos exija nada, que no utilice con nosotros ningún talión, ninguna Ley, sino sólo su amor de Padre, atreviéndonos a añadir: «como nosotros perdonamos».
3. Perdón que ama. “Habéis oído que se ha dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo… Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Mt 5, 38; Lc 6, 27-28). El texto supone que vivimos en un mundo dominado por la enemistad y el odio, la maldición y la calumnia (Lc 6, 27-28); en un mundo de violencia donde cada uno parece que se quiere imponer sobre los otros en un nivel de opresión física (herir en la mejilla) o económica (quitar la capa, robar). ¡El mundo es así y en él estamos! Pues bien, sobre ese mundo, por encima de una justicia que se cierra en un círculo de “amigos interesados”, en clave de equivalencia comercial (do ut des, doy para que me des), abre Jesús un camino de perdón y gratuidad, que empieza precisamente desde los ofendidos y las víctimas: allí donde ellos perdonan y aman puede empezar un mundo nuevo.
Éste es un perdón que se expresa como amor y generosidad activa en relación con los «enemigos»; no basta con decirles que le quiero, sino que debo mostrarlo, actuando bien con ellos. Es un perdón religioso, que se manifiesta a través de la oración a favor de los enemigos, y es también un perdón económico: no basta amar con el corazón y orar con la mente; hay que ayudar económicamente a los enemigos. Por encima del orden judicial (¡sin negarlo!), está el perdón de las ofensas, transmitido y regalado por los mismos ofendidos. Así podemos decir que ellos, los rechazados de la sociedad, son los “sacerdotes” del nuevo movimiento de Jesús, que la tradición cristiana ha interpretado como “movimiento de perdón” (cf. Lc 24, 47; Hech 5, 31).
La justicia legal mantiene lo que existe: acepta un orden y lo defiende, si hace falta, con violencia. Por el contrario, la gracia del perdón suscita una vida de gratuidad, por encima de la pura Ley social, desde lo expulsados de la sociedad (los pobres, los ofendidos, las víctimas). El que perdona así no niega la Ley civil, sino que la supone (¡dad al César lo que es del César!), pero se sitúa por encima ella, de manera que la Ley no puede dominarle. No actúa así para aprovecharse de la situación, de un modo egoísta, sino todo lo contrario: para instaurar un nivel de gratuidad. Jesús sabe que la pura Ley no puede trasformar al hombre, no puede convertirle, haciéndole portador del Reino. Por eso no discute sobre Leyes concretas, como los rabinos y juristas de su tiempo, sino que se sitúa y sitúa su vida en un plano de gracia y perdón (que unifica a todos los hombres), antes de todas las Leyes (que les distinguen y separan).
El perdón despliega una experiencia más alta de comunicación, superando el orden de un sistema judicial, que es bueno en su plano, pero que separa a los hombres, imponiendo a unos sobre otros; así capacita a los hombres y mujeres para comunicarse gratuitamente, por despliegue de vida y amor creador, por generosidad, no por imposición. Ciertamente, en un primer momento, puede parecer que ese perdón (que permite que en su plano siga dominando el orden del sistema) se despreocupa en concreto de los hombres, especialmente de las víctimas, dejándolas indefensas en manos de aquellos que no perdonan y que así pueden seguir oprimiendo o matando a su antojo.
Muchos afirman que, en una situación de violencia, el perdón deja a los asesinos sueltos y, en un sentido, eso es cierto. Ese perdón produce miedo, quizá vértigo, de manera que muchos reaccionan pidiendo más justicia, policía y cárcel. Legalmente, ellos pueden tener razón, como muestra el crecimiento de los “estados de seguridad nacional” que están surgiendo por doquier (con más policías, con más cárceles). Pero, en contra de eso, Jesús supone y dice que allí donde los hombres perdonan pueden trasformar a los mismos ofensores, trasformando así el sistema de violencia de este mundo. Entendido de esa forma, el perdón es “milagro”: aquellos que perdonan supera por gracia la dinámica de un poder entendido violencia legal. Sólo el perdón de los ofendidos puede cambiar la violencia de los ofensores
Del perdón de las víctimas al perdón de la Iglesia (y del Estado)
El perdón del evangelio es el perdón de las víctimas, no de los poderes establecidos. Sólo desde aquí se puede hablar del perdón de la Iglesia (que quiere ponerse de parte de las víctimas, hablando en nombre de ellas) y del perdón del Estado (que puede asumir, en un momento dado, el gesto de las víctimas, perdonando con ellas). Pero hay una diferencia: la Iglesia, si quiere ser cristiana, debe asumir el perdón de las víctimas (como Jesús), pues sin eso no puede ser Iglesia. El Estado, en cambio, para ser Estado, puede negarse a perdonar, quedando en plano de pura Ley.
La Iglesia no puede imponer al Estado su experiencia de perdón, ni convertirla en norma, pues en ese caso el perdón no sería ni perdón, quesito que ella debe dejar que los representantes del Estado (y/o los partidos políticos) tracen sus normas de paz, según Ley, apelando a la violencia legítima. Pero ella puede y debe hacer algo más grande: acompañar y animar a los creyentes, y de un modo especial a las víctimas, para que respondan (¡si quieren!) con amor gratuito y perdón, “por encima” (no “en contra”) de la Ley. Para eso, ella tiene que romper toda alianza de poder con los privilegiados del sistema, para habitar entre (con) las víctimas, como Jesús, profeta asesinado que perdona a sus verdugos.
La Iglesia no honra a las víctimas pidiendo en nombre de ellas una justicia de talión (o de venganza). Quien pide venganza o sólo quiere que se cumpla la justicia de la Ley no puede hablar en nombre de Jesús, víctima resucitada (no vengada). El evangelio no sirve para “justificar” la “justicia legal”, sino que se expresa a través del perdón de Jesús, representantes de las víctimas. La Iglesia no está para dar lecciones de justicia al estado, pero puede y debe ofrecer un testimonio de perdón con las víctimas, esto es, con aquellos que han sido expulsados y crucificados, como Jesús. La Iglesia ha de ponerse de lado de las víctimas, no para exigir con ellas o por ellas la justicia de la Ley y la venganza, sino para abrir y ofrecer a todos los hombres un camino de perdón. Sólo si asume la voz de las víctimas reales, no en defensa del sistema, sino de los pobres y excluidos, podrá ofrecer su fermento de Reino, en un mundo donde, a veces, ella misma ha tendido a tomar el poder.
Desde aquí se plantea la pregunta decisiva: ¿La Iglesia católica puede hablar en nombre de las víctimas, ofreciendo así, con ellas, el perdón de Jesús? ¿Ella es de verdad representante de las víctimas? Me gustaría responde que sí, añadiendo que la jerarquía de la Iglesia (en especial, la española) se ha situado siempre de parte de las victimas, respetando a todas, pero elevando de un modo especial el testimonio privilegiado de aquellas que perdonan, de manera que pueden cambiar la sociedad con el perdón, en la línea de Jesús. Ciertamente, la Iglesia no puede hablar en nombre de toda la sociedad, ni imponer sus criterios sobre el conjunto de las víctimas, ni dar lecciones de justicia a los jueces civiles, pero ella puede y debe decir una palabra de evangelio, como Jesús, en nombre de todas las víctimas (cf. Ap 18, 24).
Por eso, los cristianos en cuanto tales (y en su nombre los obispos) no pueden ir por ahí imponiendo su política, pues esa no es tarea de ellos, sino de todos los ciudadanos, que no necesitan a ese nivel de los obispos. Pero ellos, los cristianos pueden ser signo de evangelio, es decir, fermento de perdón, reasumiendo la voz de las víctimas y superando así (¡no negando!) la justicia de la pura Ley. La sociedad civil tiene sus principios y su autonomía (¡dad al César lo que es del César!), de tal forma que, en principio, ella debe buscar su justicia, y no tiene por qué dejarse dirigir por los “postulados” de perdón de los cristianos (de la Iglesia). Pero los cristianos son también ciudadanos y, si aportan su experiencia de perdón, el Estado tiene obligación de escuchar también su voz.
El Estado no tiene por qué dejarse dirigir por unos principios particulares de la Iglesia, pero hará bien en escucharla, como hará bien escuchando las voces de otros grupos sociales significativos. En esa línea, queremos que la Iglesia sea inspiradora de una “política social de perdón”, de tal manera que pueda presentarse como voz de las víctimas que perdonan, en la línea de Jesús, sin demostraciones de poder, sin atisbo de venganza ni resentimiento, pero sin complejos de inferioridad. Hay que dejar el César (a jueces y políticos) las cosas del César, pero al lado de ellas (o en su fondo) hay unas cosas de Dios y entre ellas se encuentra el perdón.
En este contexto y pasando al nivel de la política, queremos recordar que la violencia (expresada en las diversas opresiones y en los terrorismos de diverso tipo) no se resuelve sólo apelando a la justicia legal, con más armas, más policía y cárcel (aunque la justicia legal y la policía son importantes en su plano), sino también, cuando llega el momento, con perdón y gratuidad, como han sabido y saben muchos políticos, y como indicó con lucidez, SANDRINE LEFRANC, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004 (=Politiques du pardon, PUF, Paris, 2002), estudiando las “políticas de perdón”, en países como Argentina y Sudáfrica, Chile o Irlanda del Norte.
S. Lefranc no habla directamente de las experiencias cristianas, que siguen siendo fundamentales sino de las políticas del perdón. Dentro de países “tradicionalmente” cristianos, como los arriba indicados o España, esas “políticas” sólo son posibles allí donde una parte significativa de la población, sin negar el valor parcial de la Ley y la justicia punitiva, quiere poner y pone en marcha un “movimiento de gratuidad y reconciliación”, que supera la Ley sin negarla. En ese contexto hay que añadir que el Estado no es la única instancia social, sino que, conservando y promoviendo su función de mediador y árbitro ”racional”, es capaz de escuchar y de acoger las voces y experiencias de grupos que, como la Iglesia, abran caminos especiales de humanidad (en línea de perdón).
Ciertamente, el Estado legal no puede renunciar a su responsabilidad, en línea de justicia; pero tampoco puede convertirse en única instancia ideológica o práctica de vida. Un buen Estado sabe que no todo se resuelve en plano de sistema (administración legal, justicia impositiva), sino que hay “cosas importantes” que pertenecen al “mundo de la vida”, en línea de gratuidad, de perdón. Un buen Estado, fiel a sus tradiciones humanistas y religiosas, ha de estar dispuesto a respetar esas tradiciones, siempre que no vayan en contra de la Ley (aunque la desborden), como supone, por ejemplo, la misma Constitución Española cuando dice: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados” (num 25, 2).
Eso significa que la Ley (en este caso, la cárcel) no está al servicio de una exigencia punitiva o de un talión (castigar al delincuente, ojo por ojo…), sino al servicio de unos valores humanos más altos (reeducación y reinserción), en línea de humanidad. Ciertamente, esa “exigencia humanista” ha de ser respetuosa con los “derechos de las víctimas” (aunque no todas sean iguales). En ese sentido, el Estado representa a los asesinados y a sus familiares, pero también a los asesinos, a quienes se compromete a reeducar y reinsertar, en un camino que es, sin duda difícil, pero que sigue siendo esencial para una paz duradera. La Constitución sitúa al Estado ante una exigencia difícil de cumplir (reeducar, reinsertar). Pues bien, en este campo pueden ofrecer su aportación instituciones con experiencia de perdón, como la Iglesia, no para sustituir al Estado, sino para ofrecerle inspiraciones y estímulos.
Justicia y perdón
Situándome en la línea de la tradición greco-romana y de las aportaciones de la Ilustración del siglo XVIII, estoy convencido de la Ley es buena y necesaria. Pero (utilizando quizá un lenguaje cristiano de San Pablo) debo añadir que la Ley en cuanto tal no consigue “salvar” a los hombres. Sin Ley, corremos el riesgo de caer en manos de la anarquía violenta, de la lucha de todos contra todos; por eso seguimos apoyando el denario (cf. Mc 12, 17) y la espada del César (cf. Rom 13, 4). Pero sólo con la Ley, sin amor gratuito y perdón, corremos el riesgo destruir la humanidad.
Quiero que haya un buen sistema económico y judicial, con su autonomía, en plano de razón, pero sin divinizarse, porque temo que la pura justicia, cerrada en sí misma, sin gracia más alta nos termine cerrando en un laberinto infinito de luchas. Me da miedo un mundo sin justicia racional, pero también un mundo donde la última palabra sea la pura justicia, que intenta imponerse por la fuerza. Ciertamente, hay otros que tienen menos miedo, como muestran sus intervenciones en un blog que vengo manteniendo hace algún tiempo sobre estos temas (cf. http://blogs.periodistadigital. com/xpikaza.php). Mostraré un ejemplo:
La justicia que yo exijo es paz auténtica para mi país, porque sé muy bien lo que puede ocurrir si dejan en la calle a los que han asesinado o apoyado a asesinos y no están arrepentidos de ello. Porque sé que mientras el mal anide en sus corazones, hay que proteger a toda la sociedad de su maldad. Porque sé que muchos de los que han sufrido lo mismo que yo no dudarán en tomarse la justicia por su mano si se sienten traicionados por el gobierno... Pido justicia porque sé que mi padre [asesinado por ETA] haría lo mismo si hubiera sido yo el asesinado. Pido justicia y dignidad porque creo que honro su memoria exigiendo que sus asesinos no salgan libres y no obtengan aquello que querían lograr asesinándole. De lo contrario su muerte habría sido inútil pues él no se ofreció como víctima propiciatoria de los pecados de nadie. Y pido justicia porque sé que la gracia que pueda conceder el hombre a quien no está dispuesto a cambiar no será sino la excusa perfecta para volver a causar daño y terror… La justicia humana, a pesar de todas sus imperfecciones, ha de ser respetada si queremos vivir en un país justo.
Esta voz es ejemplar y guiará nuestras reflexiones, porque es una llamada a la justicia (aunque pensamos que ella en sí resulta insuficiente). De todas maneras, otros se sienten menos seguros, de manera que no reconocen el perdón de la Iglesia, pero tampoco la justicia del Estado. Según ellos, el perdón de la Iglesia resulta no sólo inútil, sino contra-producente, pues ella no puede hablar en nombre de las víctimas, a quienes no representa, sino que se ha convertido en un engranaje más de la máquina del poder. Pero el Estado no puede tampoco perdonar, pues nadie le ha dado licencia ni derecho para ello. Así estamos, en manos de una Iglesia inoperante (¡no tiene derecho a perdonar!) y un Estado in-humanizado, que sólo conoce la lucha entre todos y sólo puede ofrecer una amnistía (¡no perdón!) de los culpables, en caso de que le resulta conveniente, por pura política. (Este argumento ha sido desarrollado con agudeza y extensión por varios ponentes, en http://www.atrio. org/?p=127). En esa línea, estaríamos condenados a vivir bajo una justicia estatal injusta y un perdón eclesial imposible.
Son muchos los que creen que la Iglesia no tiene ninguna función en este campo: “No creo que la Iglesia debe asumir ningún papel en un proceso socio-político de pacificación… Sigo pensando que el perdón es un acto individual, y por lo tanto, no debería tener trascendencia en la aplicación de la Ley ni en otros ámbitos del juego político” (Ibid). Pues bien, a pesar de esa opinión, creo que la Iglesia en cuanto tal tiene no sólo el derecho, sino el deber de ofrecer un testimonio de perdón, no en contra de la justicia del Estado, sino a favor de ella (es decir, a favor del conjunto de la población y de la humanidad).
Ciertamente, hace falta un buen análisis de la justicia y el derecho, en nivel político y social, superando los posibles “partidismos” de los partidos y grupos, de un lado y de otro. Pero ante nosotros se abre un arduo y hermoso camino de humanidad, por encima del puro derecho, al servicio de los hombres, sin más límites que el bien de los mismos hombres. En ese campo puede ser importante la aportación de las religiones (que han sido y son expertas en humanidad) y, de un modo especial, entre nosotros, la aportación de la Iglesia cristiana, como decía un participante de mi blog:
Estamos hablando de una «política del perdón» y del «perdón como tarea». Eso significa que el perdón puede y debe tener un efecto “razonable”, una concreción o, si quieres, una huella, en medio de nuestra comunidad secular. Ciertamente, el perdón no es algo que se puede programar o deducir o demostrar, sino expresión y signo de una transformación del hombre, vista desde el Reino. En ese sentido, el perdón es un milagro, pero debe encontrar cauces, unas veces más grandes, otras veces más pequeños, que nos permitan decir que es más “razonable” perdonar que devolver mal por mal. Pienso que aquí está el sentido de la práctica penitencial de la Iglesia, que también tiene una expresión política: la de permitir que una comunidad en riesgo de desconfianza y quiebra pueda trabarse de nuevo”.
Se trata, sin duda, de un camino exigente, de un milagro, en el mejor sentido de la palabra, un camino de gracia (el perdón se ofrece) y de arrepentimiento (el perdón cambia y trasforma a la personas). El que perdona está dispuesto a cambiar y cree en la posibilidad de cambio (reinserción y reeducación) de aquellos a los que perdona, como supone la misma Constitución española. Eso es lo que ha querido expresar y realizar la Iglesia, a través de su “práctica de perdón penitencial”, durante muchos siglos. Eso es lo que ella puede y debe realizar de nuevo, encontrando y desplegando espacios donde se visibilice el perdón y la reconciliación, no para decir a los demás, desde arriba, lo que han de hacer, sino para ofrecer el testimonio de lo que ella siente y del perdón que ofrece a los hombres que la asumen.
Quizá ha llegado el momento de que la Iglesia hable menos del perdón, redactando “buenos” documentos y diciendo a la sociedad civil lo que ha de hacer, para ofrecer de hecho un testimonio especial y un espacio abierto de perdón, para el conjunto de la sociedad civil. Sólo en este contexto ella podrá hablar de un perdón que, siendo “don, regalo de vida” (milagro), puede volverse y se vuelve razonable, esto es, real, capaz de suscitar nuevas formas de “racionalidad” o encuentro personal entre los hombres, siempre propensos a la violencia. En este contexto, he querido decir que el perdón es un milagro, pues nos sitúa en un lugar donde acontece aquello que parece imposible: la Iglesia está llamada a encarnar y expresar socialmente el perdón, sin negar la justicia, pero desbordándola
Hacia una tipología del perdón
En un nivel de pura Ley sólo existe la fatalidad de lo que siempre ha sido y se mantiene siempre igual. Las cosas son simplemente como son, no pueden cambiar: los buenos son buenos, los malos son malos para siempre y para mantener las diferencias se eleva la Ley, la policía y la cárcel. Pero, superando ese nivel, apelo al “perdón del evangelio”: las cosas no son como son, sino como las vamos haciendo, en un proceso donde todos podemos cambiar, incluso los llamados“ terroristas”. Pues bien, para ofrecer un testimonio de ese perdón hemos querido apelar al “sacramento” de la Iglesia.
La justicia se sitúa en una línea de racionalidad y de esa forma puede programarse, incluso políticamente. El perdón, en cambio, no puede programarse ni fijarse en línea racional, pues surge por “gracia” y se despliega como una “mutación” social. La justicia permite organizar la realidad y mantener lo que existe, conforme a la lógica de lo mismo (¡siempre igual, esto es lo que hay y debe haber!). En ese contexto no había (ni hay) lugar para perdón y cambio, a no ser de un modo partidista, al servicio del propio sistema. Pues bien, superando ese nivel, la Iglesia cristiana puede y debe presentarse como un testimonio social de perdón.
Al llegar aquí, la Iglesia, no tiene que decir nada, sino decirse a sí misma: mostrar con su vida el milagro de perdón encarnado en una comunidad donde los hombres y mujeres pueden perdonarse y vivir reconciliados, partiendo de los rechazados de la sociedad civil (de las víctimas). Allí donde el evangelio dice que “la Palabra se ha hecho carne” (Jn 1, 14), podemos añadir que el Perdón de Dios se encarnado por Jesús en la Iglesia, de manera que ella puede y debe presentarse como beneficiaria y portadora de un perdón abierta (no impuesto) a todos los hombres.
En este contexto debemos hablar de «mutación». Las mutaciones biológicas abren espacios que antes no existían, de manera que la vida encuentra en ellos unas posibilidades distintas de estabilizarse y expresarse. Pues bien, la mutación de Jesús no se expresa en un plano militar, político o económico, sino que abre un espacio de reconciliación humana, como puso de relieve, de manera emocionada, la carta a los Efesios: los antes divididos y enfrentados, separados por un muro de enemistad, podemos perdonarnos y dialogar, aprendiendo a vivir juntos (cf. Ef 2, 14).
Jesús no quiso introducir un pequeño cambio en lo que existía (en línea de Ley), sino que introdujo (fue) una nueva dimensión, no en el nivel de la justicia del César (que sigue teniendo valor en su plano), sino en un nivel de humanidad reconciliada. Esta fue su “meta-noia” (conversión, cambio de mente; cf. Mc 1, 14-15): la experiencia de una vida de concordia, partiendo del perdón de las víctimas y de los excluidos de la sociedad. Eso es lo que la Iglesia puede ofrecer al Estado: la experiencia de reconciliación de unos hombres (incluso terroristas), en línea de perdón y gratuidad.
En este campo ha llegado la hora de la Iglesia, que no es hora de triunfo de algunos, ni de imposición del sistema, sino de testimonio de una vida “pacificada”. La Iglesia no puede imponer el perdón, ni dictar lecciones abstractas de justicia, sino sólo ofrecer espacios de perdón, concretados en su signo (sacramento) de reconciliación. Ella no puede resolverlo todo, pero puede y debe ofrecer ese signo al conjunto de la sociedad (incluido el Estado). No sé cómo irán las cosas en el futuro, pero estoy convencido de que, en parte, el futuro dependerá de ese signo.
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