"El día que estuvimos con él fue casi un sacramento de la alegría" Gustavo Gutiérrez, sacerdote, profeta y rey
"Ninguno de los tres conocíamos personalmente a Gustavo, los tres habíamos bebido del pozo de su teología, de la que emergía la espiritualidad y la conciencia crítica que llegaba como agua fresca, en aquellos años post-conciliares, a las Facultades de medio mundo y a los seminarios"
"Nos acercamos con emoción y afecto a su casa; no sin temor de molestar al 'maestro' que a sus 95 años disfruta felizmente su merecido retiro y su fragilidad"
"La Teología de la Liberación fue necesaria ayer, para poner en marcha las grandes intuiciones del Concilio Vaticano II, que iniciaba su andadura con fuerza y decisión. Y sigue siendo necesaria hoy, para la Iglesia en salida y sinodal"
"El día que estuvimos con él fue casi un sacramento de la alegría. Hablaba con entusiasmo, escuchaba atento y complaciente, se movía con un dinamismo admirable, casi imposible a su edad. Extendía los brazos para abrazarnos… y sonreía sin parar"
"La Teología de la Liberación fue necesaria ayer, para poner en marcha las grandes intuiciones del Concilio Vaticano II, que iniciaba su andadura con fuerza y decisión. Y sigue siendo necesaria hoy, para la Iglesia en salida y sinodal"
"El día que estuvimos con él fue casi un sacramento de la alegría. Hablaba con entusiasmo, escuchaba atento y complaciente, se movía con un dinamismo admirable, casi imposible a su edad. Extendía los brazos para abrazarnos… y sonreía sin parar"
| José María Marín Sevilla sacerdote y teólogo
En la XI Asamblea Continental de la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad celebrada en la ciudad de Lima (Perú) los días 22 al 29 de octubre, estaba prevista la participación de Gustavo Gutiérrez (uno de los iniciadores de la Teología de la Liberación más significativos), finalmente no pudo ser a causa de su salud ya muy debilitada. El reconocido Teólogo de la Liberación había trabajado con la Fraternidad de Perú en varias ocasiones así que, algunos amigos me dieron la oportunidad de trasladarme a su casa para conocerle y conversar un rato con él.
Me acompañaron: Miguel Ángel Arrasate, dominico español que ha hecho de Centro América su tierra y su hogar, aprendiendo a caminar al ritmo de los más lentos, como Consiliario Internacional de las personas con discapacidad que militan en la FCPD; Nelson Junges, franciscano brasileño que, como Consiliario de la misma Fraternidad se pasa los días pateando los países del Continente, animando a los Núcleos Nacionales, acompañando a los responsables y buscando recursos para la promoción y el protagonismo de los laicos en la misión evangelizadora del Movimiento.
Ninguno de los tres conocíamos personalmente a Gustavo, los tres habíamos bebido del pozo de su teología, de la que emergía la espiritualidad y la conciencia crítica que llegaba como agua fresca, en aquellos años post-conciliares, a las Facultades de medio mundo y a los seminarios. La lectura y el estudio de sus obras en nuestros años de estudiantes, muy especialmente su libro: Teología de la Liberación. Perspectivas (publicada en España en 1972), orientó nuestras vidas y nuestra vocación, distanciándonos de aquella otra teología enfrentada a los avances, legitimadora del poder (político y eclesial), asistencialista y ajena al sufrimiento de los excluidos y de los pobres.
Nos acercamos con emoción y afecto a su casa; no sin temor de molestar al “maestro” que a sus 95 años disfruta felizmente su merecido retiro y su fragilidad. Nos llevó hasta allí Andrés Gallegos, sacerdote del IEME (de Lorca-Murcia), gran amigo de Gustavo que ahora le visita a diario y le atiende, con respeto y complicidad.
Como alumnos a distancia, con sus enseñanzas, habíamos amueblado nuestra razón y nuestro corazón hacia la solidaridad afectiva y honesta con los pobres. Una vez más, íbamos a ser sorprendidos por el maestro que, profundamente humano, y feliz, nos recibía en la intimidad de su hogar. Llegamos emocionados, no era para menos, a la interiorización de la Teología de la Liberación debíamos gran parte de nuestra libertad y nuestra voluntad para amar a los descartados de la tierra que hoy experimentamos en decenas de hombres y mujeres con discapacidad que, “con la camilla a cuestas” tratan de seguir a Cristo en el servicio a sus hermanos más vulnerables.
Sacerdote, profeta y rey
Parece esta una trilogía rimbombante y excesiva, pero no lo es. Todos los cristianos mujeres y hombres, laicos o religiosos, monaguillos o cardenales, en el Bautismo fuimos ungidos, sin diferencia alguna, por el mismo Espíritu de Cristo.
Deseo desarrollar estas páginas de reconocimiento y agradecimiento a Gustavo Gutiérrez, precisamente por ello, por haber vivido su propio “bautismo” profunda y honestamente. Y porque su labor teológica sigue siendo eficaz para hacer que cualquier creyente, en la comunidad cristiana, se sienta animado a intentarlo cada día de su vida. En esta Iglesia que trata de redescubrir su esencialidad sinodal, es bueno recordar que, todos los bautizados, somos iguales, discípulos y apóstoles de Jesucristo. Sin pirámides de poder, sin privilegios, sin rango alguno que nos distinga, salvo aquel que propone el Evangelio: “el más grande entre vosotros será vuestro servidor” (Mateo 23, 11).
Sacerdote
No como los sumos sacerdotes del Templo de Jerusalén en tiempos de Jesús, ni tampoco como los príncipes purpurados de la Roma de hoy. El cura Gustavo, profundamente peruano, ha caminado con su pueblo como “ciudadano” de sus hermanos. Ejerció su ministerio pastoral desde la vida, en solidaridad activa y comprometida con los oprimidos y silenciados de la tierra.
Escuchante incansable de la Palabra de Dios y del sufrimiento de su pueblo ha sido también ejercitante, respetuoso y fiel de la Buena Noticia de Jesús nuestro Libertador. Homilías, artículos, libros esparcidos por todo el mundo han fortalecido el anuncio del Evangelio, sin adoctrinamiento ni autoritarismo alguno, sin condenas, con el lenguaje cercano propio de un verdadero apasionado del Dios Aliado y Libertador de la humanidad. La opción por los pobres le ha llevado a transitar, por esta tierra, entre los más necesitados de salud, educación, trabajo digno, vivienda y libertad o defendiendo en cualquier “cátedra” de la vida y de numerosas universidades su dignidad, sus derechos y su libertad.
Como sacerdote y teólogo contó siempre con grandes amigos entre las gentes de su pueblo y de los más sencillos, entre filósofos y teólogos de todo el mundo; también en la jerarquía de la Iglesia ha encontrado afecto y cercanía (no son pocos los sacerdotes, obispos y cardenales que siempre vieron en él un hombre de Iglesia fiel y servidor de la fe).
Profeta
La Teología de la Liberación fue necesaria ayer, para poner en marcha las grandes intuiciones del Concilio Vaticano II, que iniciaba su andadura con fuerza y decisión. Y sigue siendo necesaria hoy, para la Iglesia en salida y sinodal que debe colocar, en el corazón mismo de la esencialidad de la iglesia y de su misión, la opción por los pobres.
Gustavo, inspirado en Bartolomé de las Casas, no vacilaba, ni dio un paso atrás frente a la persecución que acompaña siempre a los profetas.
El pensador de la liberación ha podido “gustar” el sabor de una de las sorprendentes bienaventuranzas de Jesús: “Felices seréis vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mateo 5,11-12).
Persecución, descalificaciones –no exentas de calumnias- por parte de los jerarcas más conservadores y grupos eclesiales profundamente reaccionarios, influyentes y cómplices de los poderosos, no faltaron en su itinerario personal. Pretendieron silenciarle extendiendo la idea de que su teología había sido condenada por la Iglesia, que sus libros estaban prohibidos, que no contenían doctrina segura, ni ortodoxa. Una falsedad mal intencionada difundida por aquellos más preocupados por las normas litúrgicas y por adoctrinar, por la resignación, el miedo y la culpabilidad…, que por anunciar y llevar a la vida el Evangelio.
Lo cierto es que el Vaticano nunca condenó a Gustavo, ni sus enseñanzas. Más bien todo lo contrario. En su 90 aniversario el Papa (del que Gustavo dice con cierta gracia: “Es un buen muchacho este Francisco”), le felicitaba por toda su trayectoria: “Te agradezco por cuanto has contribuido a la Iglesia y a la humanidad, a través de tu servicio teológico y de tu amor preferencial por los pobres y los descartados de la sociedad. Gracias por todos tus esfuerzos y por tu forma de interpelar la conciencia de cada uno, para que nadie quede indiferente ante el drama de la pobreza y la exclusión”. (28.05.18).
Rey
Reinar sobre uno mismo es el reinado más glorioso. Esta sentencia atribuida a Séneca (poeta, filósofo y escritor romano) me permite presentar otro rasgo de la vida y la enseñanza del iniciador y maestro de la Teología de la Liberación, Gustavo Gutiérrez. Reinado que nos recuerda el del joven de Nazaret que, tras ser violentado, despreciado y coronado de espinas se plantó ante el gobernador Pilatos y sentenciaba: ´tú lo dices, yo soy Rey, para esto he venido al mundo… pero no reinaré como tú reinas en este mundo, lo haré sin miedo y con libertad, lo haré sin armas, únicamente con la palabra y la fraternidad´.
Siendo muy joven, la enfermedad y la discapacidad llegó a su vida cargada de dolor y confusión. Pero esa misma fragilidad le ayudó, a descubrir desconocidas oportunidades. Estoy convencido que esta circunstancia física le capacitó interiormente para indagar y desarrollar lo más valioso y lo mejor de sí mismo.
De baja estatura y con discapacidad, desde su adolescencia, tuvo que “gustar y digerir” el amargo sabor de los prejuicios y los complejos que acompañan, especialmente en la adolescencia a quienes se ven sometidos a la mirada indiscreta de quienes observan el torpe caminar de aquellos que lo hacen con los pies torcidos, calzados con un alza en los zapatos o en una silla de ruedas. “Chueco” es el nombre (adjetivo convertido en sustantivo) con el que se designa en Perú y otros países americanos al que camina torcido. Defectuoso, cojo, inútil… son expresiones similares, que también las personas con discapacidad conocíamos bien hace unas décadas.
Esta circunstancia personal me había pasado desapercibida. Y lo lamento profundamente. Pienso -y así lo experimento una y otra vez a lo largo de mi vida como Consiliario de la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad-, que la enfermedad y la fragilidad corporal son portadoras de una fuerza interior difícil de igualar. Cuando uno deja de buscar sanaciones quiméricas, aprende a caminar con la “camilla a cuestas”, se levanta y anda con dignidad y firmeza, más si lo hace siguiendo las huellas de Aquel que ha elegido lo “frágil” de este mundo para hacer “obras grandes” como expresa la joven María de Nazaret en su Magnificat.
No he tenido tiempo aún para una investigación detenida sobre las dimensiones de la enfermedad de Gustavo: una temprana osteomielitis le obligó a permanecer en casa y utilizar la silla de ruedas durante algunos años en su adolescencia. Pero tengo la convicción de que esta fragilidad física (infección ósea aguda crónica presente durante un largo periodo de tiempo) le hizo sufrir y, precisamente por ello, le fue capacitando también con una sensibilidad más profunda hacia el dolor y el sufrimiento de los pobres. Nadie puede entender mejor a los que viven la existencia con una discapacidad, desigualdad, exclusión…, que quien se ve obligado a convivir con ella. Nadie sabe tanto de sus limitaciones, de la necesidad de “empoderarse” sobre sí mismo y de hacer frente a las barreras externas (físicas y ambientales) que quien ha de combatirlas una y otra vez todos los días de su vida.
El joven narcisista Iñigo de Loyola pasó a ser el Ignacio, por su herida en Pamplona, el iniciador de los Ejercicios Espirituales. La deformación de su rodilla le introdujo en una profunda interiorización de la que finalmente salió convertido en el Titán del Espíritu; su hígado dañado gravemente (litiasis biliar), le obligó a dirigir la naciente Compañía de Jesús desde la cama, a través de las más de siete mil cartas que escribía o dictaba.
Igualmente, los años de adolescencia que el joven Gaudí pasó recluido en la casa de campo de sus padres, sin poder acudir a la escuela por la grave enfermedad de su pulmones, le convirtieron en un observador excepcional de la naturaleza; posteriormente su alma de artista trasladó, las formas vegetales que había observado pacientemente en su convalecencia, sus obras (así pueden verse clarísimamente en la arquitectura, casi imposible, de la Sagrada Familia de Barcelona, cuya construcción bien parece un bosque de enormes árboles extendiendo sus ramas hacia el infinito, jugando con la luz de manera sublime y bellísima). Son únicamente dos ejemplos, en ambos lo que aparentemente era solo una limitación, se transformó finalmente en la mayor de sus fortalezas. A ambos la fragilidad corporal les llevó de la mano hacia el mismísimo Dios.
Estoy convencido que, en mayor o en menor medida, también en Gustavo Gutiérrez, su discapacidad física, tuvo una influencia significativa no únicamente en su personalidad y en su vida, sino también en su espiritualidad y en su teología. Beber del pozo de su propia fragilidad hizo de él un hombre sensible al sufrimiento y el clamor de los demás, al igual que el contacto directo con el itinerario espiritual de su pueblo le llevó a beber en su propio pozo (así reza el título de una de sus obras).
Para concluir quisiera subrayar otro aspecto de la personalidad de Gustavo que me alegró conocer.
El encuentro con Gustavo en Lima me dio la oportunidad de comprobar que, inteligente y sabio, había conseguido que ni las presiones a las que se vio sometido por los inquisidores de siempre, ni tampoco la discapacidad lograron mermar su buen humor. Los amigos repiten satisfechos una de sus frases: “la gracia si se pierde… hay un sacramento para recuperarla; pero el humor si se pierde, ya no lo recuperas”. El día que estuvimos con él fue casi un sacramento de la alegría. Hablaba con entusiasmo, escuchaba atento y complaciente, se movía con un dinamismo admirable, casi imposible a su edad. Extendía los brazos para abrazarnos… y sonreía sin parar.
No entendimos prácticamente nada de lo que nos decía (a sus 95 años hay que añadir algún episodio que otro en uno de los vasos sanguíneos de su cerebro). La verdad es que sobraban las palabras: el lenguaje verbal, el brillo de sus ojos, sus risa intermitente y sincera, hicieron de este encuentro una experiencia inolvidable, profundamente humana y enriquecedora.
“La gratuidad del amor de Dios nos sorprende siempre” decía Gustavo; y así es. Dios nos bendijo en su casa ese día.
Nota: pido perdón a mis lectores por la extensión de este artículo.
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