El triste sino de ser viuda en África
(AE)
Sabina perdió a su marido hace casi un año. Desde entonces, aparte de la pérdida del cónyuge y toda la carga emocional que eso supone, su vida no ha sido otra cosa que un verdadero
infierno, por obra y gracia de su familia política.
Cuando vivía su marido, no es que ella estuviera lo que se dice entre rosas, porque el finado bien que la mortificó emocionalmente pasándose por la piedra a todo bicho viviente (femenino, claro está) que se cruzara en su camino. Vivió con entereza y con serenidad el hecho de que su marido era un crápula, consolada simplemente por el hecho de que por lo menos volvía siempre a su casa, al calor de su mujer y su hijo, aunque fuera por solo unos cuantos días antes de volver a sus andadas.
Al final, se cumplió para el pobre hombre aquello de que en el pecado llevaba la penitencia. Después de tanta pendencia y fornicio, cogió el virus del SIDA y murió en cuestión de semanas, cuando su cuerpo – que a pesar de la enfermedad se había defendido hasta entonces muy bien – sucumbió rápidamente a una infección de la que ya, dada su condición, nunca se pudo recuperar.
Llegó el día del entierro y, como era una persona popular y bien conocida, acudieron muchos a su entierro. Los políticos, atraídos por la popularidad del muerto y más aún por el hecho de que se le había ocurrido morirse durante la campaña electoral, aparecieron en masa por aquel evento, se deshicieron en alabanzas para con el difunto y salió dinero por doquier para pagar el funeral, la comida y algunas cosas más. Cuando Sabina se quedó sola... ni se imaginaba lo que estaba por venir.
Y es que, según la cultura local, la mujer no tiene derecho a nada cuando muere su marido. La familia del marido intentará por todos los medios que los bienes acumulados por la pareja “no se dispersen” en los hijos y, menos aún, en la familia de la mujer. En las horas y días siguientes al óbito, habrá un frenético afán por hacerse con escrituras, títulos de propiedad y enseres que puedan todavía tener un valor. No es raro que en cuestión de pocos meses la viuda pase oficialmente a ser “mujer del hermano” del finado (en un principio se dice que es para protegerla en su indefensión, pero la pura verdad es que es para asegurar que los bienes se quedan en la familia). Incluso sucede que el hijo primogénito, si tiene ya su edad y se deja camelar por la familia paterna... llega a “echar” físicamente a la madre de casa para así reclamar sus derechos y asegurar que, por ejemplo, la tierra no se vaya a dividir ni se vaya a desperdigar la herencia.
A Sabina no la han casado con el hermano de su difunto marido, pero sabe lo que es tener durante meses a parientes que aparecen por la casa a las horas más intempestivas – incluso de noche - intentando probar su suerte, fisgando en la casa y porfiando por “rascar” algo de dinero o algún objeto de valor en particular que tenga la familia. En vida, la verdad es su marido no vivió lo que se dice de manera desahogada... pero como en el funeral hubo tantas promesas y tantas donaciones, pues ahora el resto de la familia cree que la viuda nada en la abundancia y tiene por ahí algún calcetín lleno de billetes o un tesoro oculto.
La semana pasada Sabina vino para que le ayudáramos a rellenar el papel que le capacita para recibir el magro fondo de pensiones que su marido pudo acumular en sus últimos años de vida. Le han dicho en la oficina que ya ha habido varios solícitos parientes que – sin ella saberlo – han intentado cobrarlo... pero afortunadamente ninguno de ellos pudo presentar el carné del marido que Sabina supo poner a buen recaudo. Gracias a esa previsión, ella podrá recibir el dinero que le corresponde por ley que no “por tradición” porque así de jodida es la vida para una viuda en estos lares.
Sabina ya no aguanta más. Ha decidido tomar a su hijo y quitarse de en medio, mudándose a otro lugar fuera del alcance y de las miradas indiscretas de la familia política. Tiene el simple deseo de vivir tranquila, sin reproches, sin visitas nocturnas y sin el miedo de que vaya a aparecer en cualquier momento el primo del hermano del cuñado que exige por la cara su “pedazo del botín” alegando derechos ancestrales. Sabina no quiere otra cosa que vivir su vida y de la manera más tranquila posible, la vida de un ser anónimo que tiene todo el derecho a salir adelante sin que la señalen con el dedo.
La Biblia, cuando quiere hace énfasis en los más pequeños e indefensos de la sociedad, habla siempre de la viuda y del huérfano. Poco ha cambiado el mundo: las tribulaciones de estos siguen, varios miles de años después. Ellos siguen siendo el termómetro de la bondad de una dura sociedad – hecha con reglas de hombres, huelga decir – en la que se sigue obviando el terrible y profundo silencio de los más vulnerables.
Sabina perdió a su marido hace casi un año. Desde entonces, aparte de la pérdida del cónyuge y toda la carga emocional que eso supone, su vida no ha sido otra cosa que un verdadero
Cuando vivía su marido, no es que ella estuviera lo que se dice entre rosas, porque el finado bien que la mortificó emocionalmente pasándose por la piedra a todo bicho viviente (femenino, claro está) que se cruzara en su camino. Vivió con entereza y con serenidad el hecho de que su marido era un crápula, consolada simplemente por el hecho de que por lo menos volvía siempre a su casa, al calor de su mujer y su hijo, aunque fuera por solo unos cuantos días antes de volver a sus andadas.
Al final, se cumplió para el pobre hombre aquello de que en el pecado llevaba la penitencia. Después de tanta pendencia y fornicio, cogió el virus del SIDA y murió en cuestión de semanas, cuando su cuerpo – que a pesar de la enfermedad se había defendido hasta entonces muy bien – sucumbió rápidamente a una infección de la que ya, dada su condición, nunca se pudo recuperar.
Llegó el día del entierro y, como era una persona popular y bien conocida, acudieron muchos a su entierro. Los políticos, atraídos por la popularidad del muerto y más aún por el hecho de que se le había ocurrido morirse durante la campaña electoral, aparecieron en masa por aquel evento, se deshicieron en alabanzas para con el difunto y salió dinero por doquier para pagar el funeral, la comida y algunas cosas más. Cuando Sabina se quedó sola... ni se imaginaba lo que estaba por venir.
Y es que, según la cultura local, la mujer no tiene derecho a nada cuando muere su marido. La familia del marido intentará por todos los medios que los bienes acumulados por la pareja “no se dispersen” en los hijos y, menos aún, en la familia de la mujer. En las horas y días siguientes al óbito, habrá un frenético afán por hacerse con escrituras, títulos de propiedad y enseres que puedan todavía tener un valor. No es raro que en cuestión de pocos meses la viuda pase oficialmente a ser “mujer del hermano” del finado (en un principio se dice que es para protegerla en su indefensión, pero la pura verdad es que es para asegurar que los bienes se quedan en la familia). Incluso sucede que el hijo primogénito, si tiene ya su edad y se deja camelar por la familia paterna... llega a “echar” físicamente a la madre de casa para así reclamar sus derechos y asegurar que, por ejemplo, la tierra no se vaya a dividir ni se vaya a desperdigar la herencia.
A Sabina no la han casado con el hermano de su difunto marido, pero sabe lo que es tener durante meses a parientes que aparecen por la casa a las horas más intempestivas – incluso de noche - intentando probar su suerte, fisgando en la casa y porfiando por “rascar” algo de dinero o algún objeto de valor en particular que tenga la familia. En vida, la verdad es su marido no vivió lo que se dice de manera desahogada... pero como en el funeral hubo tantas promesas y tantas donaciones, pues ahora el resto de la familia cree que la viuda nada en la abundancia y tiene por ahí algún calcetín lleno de billetes o un tesoro oculto.
La semana pasada Sabina vino para que le ayudáramos a rellenar el papel que le capacita para recibir el magro fondo de pensiones que su marido pudo acumular en sus últimos años de vida. Le han dicho en la oficina que ya ha habido varios solícitos parientes que – sin ella saberlo – han intentado cobrarlo... pero afortunadamente ninguno de ellos pudo presentar el carné del marido que Sabina supo poner a buen recaudo. Gracias a esa previsión, ella podrá recibir el dinero que le corresponde por ley que no “por tradición” porque así de jodida es la vida para una viuda en estos lares.
Sabina ya no aguanta más. Ha decidido tomar a su hijo y quitarse de en medio, mudándose a otro lugar fuera del alcance y de las miradas indiscretas de la familia política. Tiene el simple deseo de vivir tranquila, sin reproches, sin visitas nocturnas y sin el miedo de que vaya a aparecer en cualquier momento el primo del hermano del cuñado que exige por la cara su “pedazo del botín” alegando derechos ancestrales. Sabina no quiere otra cosa que vivir su vida y de la manera más tranquila posible, la vida de un ser anónimo que tiene todo el derecho a salir adelante sin que la señalen con el dedo.
La Biblia, cuando quiere hace énfasis en los más pequeños e indefensos de la sociedad, habla siempre de la viuda y del huérfano. Poco ha cambiado el mundo: las tribulaciones de estos siguen, varios miles de años después. Ellos siguen siendo el termómetro de la bondad de una dura sociedad – hecha con reglas de hombres, huelga decir – en la que se sigue obviando el terrible y profundo silencio de los más vulnerables.