«Mi padre fue un arameo errante»
La fe de Israel no es la aceptación de un código de leyes o de doctrinas. La fe del pueblo judío no es un sentimiento abstracto, filosófico; está enraizado en un hecho, en la intervención de Yahvé en su historia, en la presencia liberadora de un Dios que se le ha hecho cercano, familiar. Él le ha liberado de la esclavitud de Egipto, le ha conducido por el desierto y le ha llevado a una tierra maravillosa. Esa tierra es el regalo que Yahvé le ha dado en herencia.
De ahí la importancia que tiene el relato, la narración de estos hechos liberadores. Las lecturas que se proclaman en las celebraciones –también en las nuestras- no pretenden precisamente transmitirnos una doctrina, sino relatarnos unos hechos, una historia. Las lecturas son, sobre todo, relatos. Nos cuentan todo lo que Dios ha hecho con nosotros.
Por eso los autores de los relatos son especialmente testigos. Ellos dan fe de lo que han visto, de su experiencia profunda y personal. Ellos cuentan lo que han vivido, su encuentro con Dios, su cercanía. Así se han comportado los autores de los primeros escritos, y los patriarcas, y los profetas, y también los testigos de Jesús, los apóstoles. Sus primeros discursos, los que recogen el kerygma primitivo, no son predicaciones cargadas de doctrina sino proclamación de los grandes acontecimientos pascuales.
Esos hechos liberadores han cristalizado en gestos rituales, cuajados de misterio y de arraigo. Para los judíos ha sido la cena del cordero, la cena pascual. Repetida año tras año, esa cena es el memorial del acontecimiento liberador del éxodo; un memorial que reaviva la experiencia del pueblo, que le permite estar presente en la gran epopeya y sentirse, año tras año, liberado por Yahvé de la esclavitud.
Nuestra eucaristía también constituye la cristalización ritual del acontecimiento liberador de la pascua, del triunfo de Jesús sobre la muerte y de la presencia de un nuevo tiempo de salvación, de una humanidad nueva. Por eso, el acontecimiento pascual, que es el centro de la predicación apostólica y de la primitiva confesión de fe, es también el centro de nuestra celebración. El triunfo de Jesús sobre la muerte: eso es lo que predicamos, lo que creemos y lo que celebramos.
Lo repito. El centro no son ideas, sino hechos. Predicamos, confesamos y celebramos a un Dios cercano, familiar, que actúa e interviene en nuestra historia; que liberó a Israel de la esclavitud, que fue anunciado por los profetas y que, en la plenitud de los tiempos, se nos ha manifestado en Jesús de Nazaret, el hombre nuevo y regenerado, que en la cruz ha triunfado de la muerte y ha establecido por su resurrección una humanidad nueva.