Sí, pero todavía no
Lo decís con frecuencia: si Jesús ya ha venido, si ya se ha hecho presente entre nosotros, si ya nos ha comunicado su mensaje y ha entregado su vida por nosotros, ¿qué sentido tiene activar la esperanza como nos propone el adviento? ¿Por qué esperar su venida si ya ha venido? ¿Por qué esperar el «Día del Señor» para celebrar nuestro encuentro con el Mesías, si ya celebramos ese encuentro con el Señor cada vez que celebramos la eucaristía? No os falta razón. Más aún. Sabemos, como nos enseña el apóstol Pablo, que Dios se nos ha comunicado por la gracia; que, por Cristo, nos ha hecho hijos suyos y herederos de su Reino; que, por la gracia, ya estamos salvados, libres de toda esclavitud y corrupción.
Todo esto es verdad. Sin embargo, para apreciar todo esto en su justa medida, debemos tener en cuenta otros aspectos importantes de la realidad. Hay que pensar que somos una comunidad peregrina, que caminamos hacia el futuro de la promesa, hacia la plenitud de los bienes mesiánicos; que estamos marcados por lo provisional, que no podemos instalarnos en este mundo, en la historia, porque esta no es nuestra morada permanente y definitiva. Que nuestra mirada y nuestra esperanza están fijas en el futuro. Que nuestros logros son provisionales, efímeros. Que, como dice Moltmann, todos los bienes mesiánicos los poseemos como promesa, como la promesa de algo nuevo; que el Dios de la promesa, en el que esperamos, «tiene el futuro como carácter constitutivo» (E. Bloch), un Dios que no lo «tenemos», sino que va siempre por delante y nos sale al encuentro. Nosotros, por nuestra parte, aguardamos, esperamos su venida en plenitud. En conexión con estos pensamientos, al referirse a la teología, dice Jürgen Moltmann: «Una teología auténtica debería ser concebida desde su meta en el futuro. La escatología debería ser, no el punto final de la teología [las postrimerías], sino su comienzo».
Claro que ya estamos apreciando y gustando las grandes riquezas que Jesús nos ha transmitido y se desprenden de su mensaje: las bienaventuranzas, la fraternidad, el desvelo por los pobres, la primacía de la paz, y de la justicia, y de la solidaridad. Es la gran herencia del evangelio. Pero esta herencia solo será completa para nosotros cuando Él sea todo en todas las cosas, cuando la novedad de la Pascua se desarrolle en plenitud. Cuando el hombre nuevo no sea solo un proyecto, una promesa, sino una realidad plena.