Deberes son deberes - 10/11 - X - 2018

Al deber –quizás por deformación profesional- lo solemos ver los juristas como el reverso natural de los derechos; hasta situar en él uno de los conceptos básicos de la vida y la experiencia jurídicas.
Son efectivamente los deberes la “cruz”, la cara oculta, de los derechos, la palestra sobre la que se visualiza y patenta la fuerza y la eficacia del patrimonio jurídico de la persona y se vislumbra la medida en que los poderes y facultades de unos se compaginan a las cargas y obligaciones en los otros.

Pero no es ahora a este tipo de deberes –los que suponen imperativos de justicia legal- a lo que me refiero con el título que preside este pequeño ensayo; y que motivaron -si he de ser sincero- el adelanto de mi retorno a Madrid, la mañana del 10 de octubre actual.
Hay otros deberes, además de los jurídicos; más altos y nobles a veces, y más profundos e incitantes también, aunque no sean tal vez de justicia sino de otras virtudes tan humanas y tanto o más necesarias para la vida del hombre singular y la convivencia con otros como la justicia y el derecho. ¿Qué sería la vida del hombre, en particular o en contacto con otros sin el amor, la piedad, la solidaridad, la prudencia, la verdad o el sentido común? ¿Se concibe una sociedad hipotéticamente justa, si en ella, en vez del amor, la solidaridad o la verdad, presidiera o tuviera más presencia el odio que el amor, la doblez que la rectitud o la insidia, la farsa y la mentira más que la verdad y la nobleza?.
Hay otros deberes, de tanto peso y más, que los que pueden nacer de una ley o un reglamento; más fonderos y más altos por supuesto que los que pueda vigilar la perspicacia profesional de un fiscal o garantizar la vara de medir de un juez.

Era un deber ético el que me puso en el autobús hacia Madrid la mañana del 10 de octubre, con el solo objetivo de tener el día 11 una misa en sufragio, memoria y honor de Carmen León, la secretaria recientemente fallecida, del Instituto Universitario Cisneros.
No hablaré a mis amigos de quién es Carmen, porque a este breve ensayo uno la homilía tenida –esa tarde del 11- en la iglesia de los religiosos calasancios de la calle General Díaz Porlier, de Madrid.

Al retornar a Madrid tras un verano de solaz y relax en El Bierzo, echaré de menos cosas que allá tenía tan a la mano que parecía tocarlas de continuo y sin esfuerzo –naturaleza pura y verde ante los ojos a todas las horas del día y sin salirme de casa; paisaje de estrellas vivaces y la silueta iluminada del convento de vida contemplativa en los atardeceres, al comenzar la noche, por ejemplo.
Pero saldré ganando en otras, como tener a mano todos mis libros; ir viendo cómo se van abriendo paso a paso a la razón y a la vida los niños Nahia y Jon; reanudar el contacto directo con amigos de otro lugar; y hasta deambular perdido, a nada que se tercie, por las verdes praderas del Parque del Oeste, buscando o esquivando el sol y cortejado por el grajeo de las mil cotorras que lo pueblan dando fe de su presencia.

Y como cada día tiene su propio afán y no es cosa de poner en polémica o emulación estas cuestiones tan relativas de las ventajas e inconvenientes, venturas o desventuras, que han de darse sin duda entre la gran ciudad y el pueblo, dejemos por hoy estar las cosas en paz y miremos al futuro sin melancolías ni resquemores.
Mañana, si Dios quiere, será otro día.

SANTIAGO PANIZO ORALLO































ANEXO
En recuerdo y reflexión sobre una vida: la de Carmen.
-Homilía de la misa celebrada por Carmen León, por el Instituto Universitario Cisneros, la tarde del 11 de octubre de 2018- en la iglesia de los PP. Escolapios de la calle General Díaz Porlier, contigua a dicho Instituto-.

Lo podemos advertir fácilmente si pensamos un poco en la primera lectura. Cuando aquel caudillo Macabeo llamado Judas mandó retirar del campo los cuerpos de los soldados muertos en el combate, y dispuso una colecta para ofrecer en Jerusalén sufragios y oraciones por ellos, estaba haciendo algo más que una obra pía, un gesto benevolente o un brindis al sol. Estaba confesando su creencia en un “más allá” de los hombres; un “más allá” de la muerte. Estaba afirmando la inmortalidad del hombre. Porque fatuo, tonto y sin pizca de lógica sería rezar a Dios por algo que ya no es nada fuera de un recuerdo o una ridícula nimiedad.

Y cuando recordamos –le acabamos de ver con la segunda lectura- a Marta y María, las hermanas de Lázaro, el amigo de Betania, que parecen reprocharle a Jesús la tardanza en llegar, evitando así su muerte, y Jesús les dice –categóricamente- “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y los que creen en mí nunca morirán del todo”, nos hacemos a la idea de estar asistiendo a uno de los momentos estelares de la humanidad (remedando el conocido título de Stefan Zweigt); ese momento en que el gris y el negro de la muerte se tiñen del verde primavera de una esperanza bien fundada. Cuando Lázaro se levanta del sepulcro, se produce algo más que un milagro particular. Estamos ante un cambio de época en los anales de la historia: la era nueva del “Dios con nosotros”.

Queridos amigos del Instituto Universitario Cisneros y familiares de Carmen, en cuyo nombre y memoria nos reunimos hoy aquí para honrar su memoria, dedicarle un recuerdo de amor y, sobre todo, para rezar por ella aunque sólo sea con ese padre-nuestro que es parte de la eucaristía. No la traté mucho, pero creo que fue lo suficiente para conocerla. Hay personas que, al no tener ni doblez ni trastienda, ni saber o prestarse a la farsa, dejan ver lo que son sin mucho esfuerzo.
Como digo, estamos aquí, esta tarde, a pocos días de su muerte, para recordar, honrar su memoria y, sobre todo, rezar ante Dios por Carmen. Pero –quiero que nos preguntemos ya- quién era Carmen o qué era esa Carmen, por la que esta tarde nos interesamos hoy ante Dios.

Al evocar a Carmen, cada uno de nosotros, los que durante años la hemos conocido y tratado en su diario y abnegado trabajo de Secretaría, tiene seguramente su propio punto de vista.
Yo tengo también el mío, el que me permite deducir una relación académica de años con ella, y del trato cordial y amable que siempre me dispensó.
Y es mi punto de vista el que me mueve a evocarla, ante todo, como un facsímil de la “mujer fuerte” –algunos traducen por “mujer ideal”- , a que se alude el Libro de los Proverbios, del sabio rey Salomón, de Israel.
Reproduzco algunas frases del capítulo 31:
“Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Vale mucho más que las perlas preciosas… Una mujer así da beneficios sin mengua todos los días de su vida… Va vestida de fuerza y dignidad y mira con optimismo el porvenir. Abre su boca con sabiduría y su lengua instruye con cariño. Muchas mujeres han hecho proezas, pero ésta, la mujer fuerte, con creces las supera a todas”.
Es posible que, para muchos, este epígrafe de “mujer fuerte” connote idea de “mujer bandera”, de “mujer figurín o fetiche”, de “mujer despampanante” o de “mujer de garra o presa”
Yo no adosaré a Carmen ninguno de estos epígrafes u otros parecidos, al evocarla hoy –aquí y ahora- con ese rótulo de “mujer fuerte”.
Yo, lo primero que advierto en Carmen, es que era “una mujer”. Y. para mí. decir “mujer” es decir una persona humana, del género femenino y en nada distinta del hombre o varón salvo en una cosa específica suya, de toda mujer: la “feminidad”: porque -siempre bajo mi punto de vista- este distintivo es prerrogativa que –dentro de la unidad general de la condición humana- la hace egregiamente diversa por su llamada a cumplir, dentro de esa única y unitaria condición humana, un papel, una misión, que ningún otro ser humano podrá cumplir cumplidamente sin ella.
Una “mujer fuerte” es una mujer de cuerpo entero y de alma completa; y no se entiende bien lo uno sin lo otro.

Pero yo, en Carmen, veo también otra razón para llamarla o considerarla “mujer fuerte”. Su actitud ante la vida y, especialmente, ante una de las realidades irrecusables en toda vida humana: el sufrimiento. Su fortaleza ante el sufrimiento, la enfermedad implacable, el dolor continuado, que –en cualquier otro- llevaría a tirar la toalla o caer en el desánimo o el desencanto, en ella fue –a mi ver- síntoma inequívoco de una personalidad tan bien templada como provista de medios para sobrevivir hasta en las peores tormentas del vivir humano. Creo que sólo quien sabe sufrir puede saber vivir

Y porque Carmen fue una “mujer fuerte”, en este sentido bíblico de la palabra, recordémosla esta tarde con amor y cariño; honremos su memoria hasta ver y honrar lo que en ella era grande, que fue mucho; y recemos también a Dios por ella los que estamos aquí reunidos, porque el mero hecho de estar aquí, en una iglesia y con este noble fin, ya es rezar.

“Una mujer fuerte ¿quién la encontrará”. ¿Dónde brotará, en los abiertos campos de la vida, ese tipo de flor?
Los que la veíamos día tras día saber estar y sufrir sin perder la sonrisa de los labios ni la esperanza del corazón, sin abdicar nunca de ser mujer, sabemos que en Carmen hemos tenido a la mano la grata compañía de una de esas muchas mujeres que se pueden, con toda verdad, llamar “mujeres” y “mujeres fuertes”; y ello sin caer en feminismos, sobre todo de los que yo suelo llamar “feminismos” sin mujer, por la deconstrucción aguda que suponen del llamado y dignísimo ”eterno femenino”.

La feminidad, queridos amigos, imprime carácter y no se compra ni se vende; se va haciendo, desde que se nace mujer, hasta que se va perfilando, a mano y a golpes de cincel y de vida en el esfuerzo y la lucha diaria, para desarrollarla, defenderla y orquestarla tal como se merece.

Recemos, pues, un poco por Carmen. También se lo merece.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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