Hoy, domingo - Lo esencial es Dios (III) - La receta es rezar -8-XI-2018
“No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa”. Con este juego de palabras, tan ingenioso como provocador e incisivo, diagnostica Ortega y Gasset esa especie de angustia vital que nos asalta, cuando no sabemos explicarnos bien a nosotros mismos lo que pasa o nos pasa.
+++
Ortega, en uno de sus más conocidos ensayos, el titulado En torno a Galileo, al reflexionar sobre la ansiedad o perplejidad del hombre volcado a las grandes crisis del existir –personal o colectivo-, deja caer la sibilina frase, incisiva como digo y en cierto modo provocadora, de “No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa” (verla al inicio del cap. VIII, En el tránsito del Cristianismo al Racionalismo, Obras, Alianza Edit,, Madrid, 1983, t. V, pag. 93),
¿Quién –me pregunto-, que no sea piedra o madero, ha dejado alguna vez de sentirse perdido en medio de gentes que vienen y van, siempre de prisa y corriendo como si fueran a perder el último tren, pero que, si se rasca un poco, no tienen idea clara de los pasos que han de dar para librarse de perplejidades e incertezas?.
“El hombre de hoy –prosigue Ortega- empieza a estar desorientado con respecto a sí mismo, –‘dépaysé’-, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que es como una tierra incógnita. Tal es siempre la sensación vital que se apodera del hombre en las crisis históricas.
Esta desorientación, esta iniciación de pánico, este no saber lo que nos pasa es percibido con cariz diferente por los que, habiendo vivido una parte de nuestra vida en una tierra conocida, hemos asistido con pleno conocimiento a nuestro destierro de ella y por los jóvenes que han nacido ya en el territorio desconocido”.
Desorientación, desconcierto, angustia en ocasiones, incertidumbres sobre lo que nos pasa, sensación de estar caminando por senderos de arenas movedizas….. Sensación opresora y penosa de que ya nada es cierto, nada es bueno, nada es firme y consistente. Lo de ayer mismo se desdeña como atrasado e impropio de la gente ”de progreso” y al día (si no te lo llamas tú o no te llaman “progre”, anímate a pensar que eres tenido por basura social); el presente no cuaja en casi nada que no sea efímero e insustancial; y el futuro se vislumbra menos seguro que el agua en una cesta.
¿No es esto acaso, o parte de ello, el decorado de muchos de los escenarios de la vida en estos tiempos llamados ya “pos-modernos” para indicar el freno o la marcha atrás en el progreso de verdad?
Si los problemas se plantean para buscar soluciones y no tanto culpables (Laotsé lo decía), cuando el hombre se vea sumergido en una de las grandes crisis que periódicamente vapulean su historia, “no saber lo que nos pasa” es, en idea de nuestro gran pensador, un serio inconveniente para ese fin. Será problema, por tanto, nuestro problema, si no acertamos a sacar el espejo -el de cada uno- para mirarse y preguntarse si hay o queda en nosotros algo que no sea un “bluff” total; para saber si -en vez de personas que piensan, tienen ideas y creencias, que se rebelan y son capaces de decir no o sí –cuando se debe y por impulso propio-, estamos haciendo en cambio papel de guiñoles, con vocación de secuaces o esclavos.
Es importante por eso, por la cuenta que nos trae, tener un juicio capaz de saber discernir “lo que nos pasa”.
Este domingo, al repensar al escriba judío, impuesto en la Ley, pero con la incesante avidez de interesarse más y más por la verdad, y especialmente por las verdades que fundamentan la vida; el escriba que sabe pero insiste; que conoce la verdad pero no se conforma y sigue, a pesar de eso, en lucha por ella… Al rebobinar una y otra vez la escena, rozo la envidia –la sana envidia- del que no se conforma con dejarse llevar y bracea contra la corriente a la menor sospecha fundada de estar equivocado o simplemente por ahondar más en lo que ya se tiene por cierto. Y es normal –creo yo- esta envidia, porque las certezas morales no son la absoluta certeza del “dos y dos son cuatro”, sino la que se hace trillando la paja hasta separarla del grano.
Hoy, domingo, me asomo a lo esencial, a lo más esencial del hombre, polarizado para bastante gente en Dios y “el otro” y para mucha más, en divinizaciones de personas o cosas que no son ni Dios ni “el otro”; iconos de fantasía, de “marketing”, de cartón-piedra como mucho, de superficialidad posmoderna.
Y, en este plano de cosas afines al criterio que sostengo de que “lo esencial es Dios” y a la idea, que abrigo, de que, si ello se aceptara, se daría de lado seguramente a la penosa sensación de “no saber lo que nos pasa”, no he de eludir un pensamiento de hace tiempo, que tomé de un escrito de uno de los llamados epígonos de la “modernidad” sin Dios.
P. I. Proudhon –el impulsor del anarquismo- se refiere al sentimiento religioso como algo presente en la condición humana por una especie de “instinto básico” (así lo anota), parangonable a las otras bases de lo humano, como el “homo sapiens” o al “homo faber”; se admiraba y le sorprendía que, invariablemente, al abordar una cuestión política seria, le saliese al encuentro una cuestión teológica; y era por ello un convencido –a pesar de sus proclamas en contra- de que la religión -el afán religioso mejor- está en el hombre del mismo modo que lo están el ansia o el afán de la verdad o el sentido innato de la justicia (cfr. P.-J. PROUDHON, Oeuvres Complètes, Écrits sur la religion, Paris, 1959)
Situados, pues, en atalayas de modernidades más o menos lucubrantes, mantengamos la vista puesta lo mismo en la trascendente pregunta del escriba que en la respuesta de Jesús aseverando - categóricamente- que lo primero y esencial son, en una especie de sociedad comandita, “Dios” y “el otro”.
Y desde esas atalayas, al otear las etapas de “odium Dei” con que Ortega define una de las perspectivas de su “Dios a la vista” y ver el panorama de las “culturas divinizadoras” de lo efímero, por esa ley de las sustituciones que el propio Ortega también muestra, paremos la mente un momento en dos contrapuntos que, agarrados a la teta maternal de esas culturas, llevan nombre de “La muerte de Dios y “El infierno está en los otros”. De Nietzsche y de Sartre, dos “santones” del pensamiento moderno que más han calado en el ideario secularizador y ateo; el de la filosofía de la “muerte de Dios” y del “super-hombre” por uno de los lados y el de la “nausea” y la “”nada” por el otro; el “super-hombre” tomando el lugar de Dios y Narciso obsesionado con verse sólo a sí mismo en el espejo, pero locos ambos por volver del revés la escena majestuosa del escriba judío y Jesús. Episodios ambos, en contrapunto agudo de la misma y vieja historia del escriba que pregunta para domesticar las dudas y de Jesús que responde para superarlas, hasta llevar el amor al otro, por Dios y como si fuera Dios, no a un “infierno” sin esperanza, sino al área o cielo de lo sublime y divino.
Y ya, con este contrapunto a la vista, si Dios ha muerto y en “los otros” está en infierno, aventuremos un interrogante. ¿Seguirá valiendo el rótulo de mis ensayos de este domingo, de que “lo esencial es Dios” y, a su lado, el “otro”?.
+ ¿Dios ha muerto, como pomposamente pregonara Nietzsche? ¿O es un mito más de quienes dicen abominar de los mitos, seguramente sin haberse asomado jamás a un manual de mitologías, para comprobar si son algo o no representan nada en el existir del hombre?
La verdad no es esa. Dios no ha muerto. Si Dios existe -y hablar de su muerte ya supone su existencia-, ni ha muerto ni puede morir…. Es otra cosa. A Dios se le ha echado y se le sigue vetando en esta sociedad, que, para curarse en salud de su propia fantasía o sueño, se agarra a esta coartada simplona, sin percatarse de que lo que no puede ser no es por mucho que se le revista de aplauso colectivo o de orgullos intelectuales tan simples como el que pinta en la Galería de los Uffici de Florencia nada menos que a san Agustín –uno de los mayores genios de la historia del mundo-, viendo claro que el agua del mar no se puede meter en el hoyo de arena cavado por un niño, pero sin enterarse de que Dios, esa montaña gigante que pinta Ortega, no cabe en la cabeza limitada de un hombre por grande que sea su cabeza. Estamos –creo yo- ante el gran pecado del “orgullo ilustrado” que, en su obcecación racionalista, no se ha enterado de que la sola razón –dejada a sus anchas- crea monstruos o es capaz de crearlos, como se ha dicho tantas veces.
Hoy -incluso- puede que cunda en algunos el “orgullo” de ser enemigos declarados de Dios. Ya no les vale que el “ilustrado” Voltaire dijera que, si Dios no existiera, habría que inventar uno; ni que el irónico y advertido Chesterton pregonara que el que no cree en Dios es capaz de creer en cualquier cosa. Este otro “orgullo” es criminal y va más lejos, hasta proponer que “si Dios existiera, habría que fusilarlo”, como clamaban los de La Commune cuando la revolución de 1878 en Francia.
++ ¿El “infierno” son “los otros”, está en “los otros”, como -no menos pomposamente que Nietzsche con la “muerte de Dios”- escenifica en Huis clos el sorprendente filósofo de El ser y la nada?
El teatro de Huis clos, en sus tres personajes cerrados por esencia a la misma posibilidad de convivir, entenderse y mucho menos amarse, es infernal efectivamente y encaja perfectamente en el materialismo ateo, nihilista y, por cerrado a la esperanza, deprimente, de Jean Paul Sartre. Si la “nausea” y el “absurdo” flotan a lo largo y ancho de su ideario, la “nada” de su más conocida obra remata la faena de una inmanencia tan plena que ni a su mismo autor satisfacía plenamente.
De hecho, una de sus varias asignaturas carentes de lógica en su obra está en que al “otro”, puesto a mi lado y siendo, no sólo útil, sino necesario para mi desarrollo humano, se le carga el “sambenito” de “ser” el “infierno” en la tierra.
Las contradicciones consigo mismo, los callejones sin salida, el énfasis de una libertad absoluta y sin techo de nada ni de nadie contrapuesta contrastada con la fatalidad de no poder ni coexistir con “el otro” dejan en evidencia las carencias humanistas de un “existencialismo” tan cerrado a sí mismo que ahoga el mismo “ser del hombre” hasta volverlo “nada”.
A su lado, el diálogo positivo y feraz del escriba y Jesús, recalcando el estrecho maridaje entre Dios y la semejanza de Dios que es el otro”, con la lógica del amor erigida en norma para ordenar sus relaciones, no me deja margen para elegir. Me quedo con “Dios” como lo más esencial y con “el otro” –mirado y tratado como lo que es, imagen y semejanza de Dios; una semejanza por Dios querida y por Él inducida como expresión plástica de que el amor a Dios no es ni farsa ni cuento. Tampoco está en “los otros”, ni son “los otros”, el infierno.
++++
Confieso que siento necesidad de Dios.
Hay veces –en momentos en que, como ahora mismo, las melenas del caos vuelan desgreñadas y las crisis –de valores sobre todo- andan sueltas casi a diario- que cuesta discernir lo que nos pasa, y no sabe uno bien, por más que piense, tolere o comprenda, a qué carta quedarse. Y hasta de Dios cabe dudar o desconfiar en medio de la noche.
Hace mucho que –al levantarme y abrir las ventanas para mirar y ver- me dirijo a Dios con la frase que una joven escritora francesa usaba para hablar a Dios en las noches negras “Señor, hay veces que no sé ya si creo en Ti; pero siempre sé muy bien que tengo necesidad de Ti”.
Es una pregunta. ¿Es que son incompatibles la fe y las dudas, sobre todo esas dudas que nacen del amor y del deseo de saber más; no esas otras que nacen de la incuria o la pereza y no digamos del conformismo y la comodidad? No hizo ascos plenos Jesús al apóstol que dudaba; le enseño a ver y a liberarse de las cegueras. Si Dios cupiera –todo Él- en la cabeza de un hombre, aunque fuese la cabeza de un “genio”, ¿sería Dios?. En este cerrar los ojos para ver mejor está precisamente el secreto de la fe en Dios y su mérito también. Hay orgullos que son “soberbia” y la soberbia es uno de los más toscos pecados del hombre.
Comprendo que otros no sientan esa necesidad: allá cada cual… Si alguien piensa que las “cosas que nos pasan” se pueden entender y aceptar sin fe en Dios, allá él igualmente. Yo me rebelo a lo del “aquí borrón y cuenta nueva”. Si el que la hace ha de pagarla, las cuentas no me salen con las justicias de aquí…. Ha de haber otras para que dejemos de reírnos tanto los unos de otros…
Pero a lo que vamos ahora. ¿Hay o quedan recetas para salir del hoyo?
Si digo que la receta está en rezar, no faltará quien diga “magias al canto”. Pero, como dijo Cecile me toca poco lo que pueda decirse a mis espaldas.
Si idea de Unamuno era (cfr. Diario íntimo) que, al rezar, aceptaba con el corazón al Dios que discutía o negaba su inteligencia; y una mujer tan entera y libre sin haberse acostado a las filas de ningún feminismo unilateral o melancólico, como lo fue Concha Sierra, decía que todas las mañanas pedía a Dios que no se cansara de haberla hecho libre; y si aquella muchachita, libre también aunque medio turulata en medio de los aires pos-modernos, no montaba sus posibles dudas de fe la “necesidad” de Dios, ¿dudaré ni un momento en afirmar que la receta es rezar?
El escriba muestrea y apunta el camino y la respuesta de Jesús lo marca como el único hacia la meta: enterarse que es rezar para caminar es la receta. Y como la oración no es “toreo de salón” y tiene una parte de compromiso con los cuernos del toro, que acosan siempre con el riesgo de verse uno volteado, dar la cara a los “retos del día a día para saber lo que pasa o nos pasa es –creo yo- lo razonable y correcto en casi todos los lances importantes de la vida.
Para que la razón, a su aire, no termine creando monstruos, hay que dejar también al corazón que hable y hasta que, en ocasiones, lleve él la voz cantante.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
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Ortega, en uno de sus más conocidos ensayos, el titulado En torno a Galileo, al reflexionar sobre la ansiedad o perplejidad del hombre volcado a las grandes crisis del existir –personal o colectivo-, deja caer la sibilina frase, incisiva como digo y en cierto modo provocadora, de “No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa” (verla al inicio del cap. VIII, En el tránsito del Cristianismo al Racionalismo, Obras, Alianza Edit,, Madrid, 1983, t. V, pag. 93),
¿Quién –me pregunto-, que no sea piedra o madero, ha dejado alguna vez de sentirse perdido en medio de gentes que vienen y van, siempre de prisa y corriendo como si fueran a perder el último tren, pero que, si se rasca un poco, no tienen idea clara de los pasos que han de dar para librarse de perplejidades e incertezas?.
“El hombre de hoy –prosigue Ortega- empieza a estar desorientado con respecto a sí mismo, –‘dépaysé’-, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que es como una tierra incógnita. Tal es siempre la sensación vital que se apodera del hombre en las crisis históricas.
Esta desorientación, esta iniciación de pánico, este no saber lo que nos pasa es percibido con cariz diferente por los que, habiendo vivido una parte de nuestra vida en una tierra conocida, hemos asistido con pleno conocimiento a nuestro destierro de ella y por los jóvenes que han nacido ya en el territorio desconocido”.
Desorientación, desconcierto, angustia en ocasiones, incertidumbres sobre lo que nos pasa, sensación de estar caminando por senderos de arenas movedizas….. Sensación opresora y penosa de que ya nada es cierto, nada es bueno, nada es firme y consistente. Lo de ayer mismo se desdeña como atrasado e impropio de la gente ”de progreso” y al día (si no te lo llamas tú o no te llaman “progre”, anímate a pensar que eres tenido por basura social); el presente no cuaja en casi nada que no sea efímero e insustancial; y el futuro se vislumbra menos seguro que el agua en una cesta.
¿No es esto acaso, o parte de ello, el decorado de muchos de los escenarios de la vida en estos tiempos llamados ya “pos-modernos” para indicar el freno o la marcha atrás en el progreso de verdad?
Si los problemas se plantean para buscar soluciones y no tanto culpables (Laotsé lo decía), cuando el hombre se vea sumergido en una de las grandes crisis que periódicamente vapulean su historia, “no saber lo que nos pasa” es, en idea de nuestro gran pensador, un serio inconveniente para ese fin. Será problema, por tanto, nuestro problema, si no acertamos a sacar el espejo -el de cada uno- para mirarse y preguntarse si hay o queda en nosotros algo que no sea un “bluff” total; para saber si -en vez de personas que piensan, tienen ideas y creencias, que se rebelan y son capaces de decir no o sí –cuando se debe y por impulso propio-, estamos haciendo en cambio papel de guiñoles, con vocación de secuaces o esclavos.
Es importante por eso, por la cuenta que nos trae, tener un juicio capaz de saber discernir “lo que nos pasa”.
Este domingo, al repensar al escriba judío, impuesto en la Ley, pero con la incesante avidez de interesarse más y más por la verdad, y especialmente por las verdades que fundamentan la vida; el escriba que sabe pero insiste; que conoce la verdad pero no se conforma y sigue, a pesar de eso, en lucha por ella… Al rebobinar una y otra vez la escena, rozo la envidia –la sana envidia- del que no se conforma con dejarse llevar y bracea contra la corriente a la menor sospecha fundada de estar equivocado o simplemente por ahondar más en lo que ya se tiene por cierto. Y es normal –creo yo- esta envidia, porque las certezas morales no son la absoluta certeza del “dos y dos son cuatro”, sino la que se hace trillando la paja hasta separarla del grano.
Hoy, domingo, me asomo a lo esencial, a lo más esencial del hombre, polarizado para bastante gente en Dios y “el otro” y para mucha más, en divinizaciones de personas o cosas que no son ni Dios ni “el otro”; iconos de fantasía, de “marketing”, de cartón-piedra como mucho, de superficialidad posmoderna.
Y, en este plano de cosas afines al criterio que sostengo de que “lo esencial es Dios” y a la idea, que abrigo, de que, si ello se aceptara, se daría de lado seguramente a la penosa sensación de “no saber lo que nos pasa”, no he de eludir un pensamiento de hace tiempo, que tomé de un escrito de uno de los llamados epígonos de la “modernidad” sin Dios.
P. I. Proudhon –el impulsor del anarquismo- se refiere al sentimiento religioso como algo presente en la condición humana por una especie de “instinto básico” (así lo anota), parangonable a las otras bases de lo humano, como el “homo sapiens” o al “homo faber”; se admiraba y le sorprendía que, invariablemente, al abordar una cuestión política seria, le saliese al encuentro una cuestión teológica; y era por ello un convencido –a pesar de sus proclamas en contra- de que la religión -el afán religioso mejor- está en el hombre del mismo modo que lo están el ansia o el afán de la verdad o el sentido innato de la justicia (cfr. P.-J. PROUDHON, Oeuvres Complètes, Écrits sur la religion, Paris, 1959)
Situados, pues, en atalayas de modernidades más o menos lucubrantes, mantengamos la vista puesta lo mismo en la trascendente pregunta del escriba que en la respuesta de Jesús aseverando - categóricamente- que lo primero y esencial son, en una especie de sociedad comandita, “Dios” y “el otro”.
Y desde esas atalayas, al otear las etapas de “odium Dei” con que Ortega define una de las perspectivas de su “Dios a la vista” y ver el panorama de las “culturas divinizadoras” de lo efímero, por esa ley de las sustituciones que el propio Ortega también muestra, paremos la mente un momento en dos contrapuntos que, agarrados a la teta maternal de esas culturas, llevan nombre de “La muerte de Dios y “El infierno está en los otros”. De Nietzsche y de Sartre, dos “santones” del pensamiento moderno que más han calado en el ideario secularizador y ateo; el de la filosofía de la “muerte de Dios” y del “super-hombre” por uno de los lados y el de la “nausea” y la “”nada” por el otro; el “super-hombre” tomando el lugar de Dios y Narciso obsesionado con verse sólo a sí mismo en el espejo, pero locos ambos por volver del revés la escena majestuosa del escriba judío y Jesús. Episodios ambos, en contrapunto agudo de la misma y vieja historia del escriba que pregunta para domesticar las dudas y de Jesús que responde para superarlas, hasta llevar el amor al otro, por Dios y como si fuera Dios, no a un “infierno” sin esperanza, sino al área o cielo de lo sublime y divino.
Y ya, con este contrapunto a la vista, si Dios ha muerto y en “los otros” está en infierno, aventuremos un interrogante. ¿Seguirá valiendo el rótulo de mis ensayos de este domingo, de que “lo esencial es Dios” y, a su lado, el “otro”?.
+ ¿Dios ha muerto, como pomposamente pregonara Nietzsche? ¿O es un mito más de quienes dicen abominar de los mitos, seguramente sin haberse asomado jamás a un manual de mitologías, para comprobar si son algo o no representan nada en el existir del hombre?
La verdad no es esa. Dios no ha muerto. Si Dios existe -y hablar de su muerte ya supone su existencia-, ni ha muerto ni puede morir…. Es otra cosa. A Dios se le ha echado y se le sigue vetando en esta sociedad, que, para curarse en salud de su propia fantasía o sueño, se agarra a esta coartada simplona, sin percatarse de que lo que no puede ser no es por mucho que se le revista de aplauso colectivo o de orgullos intelectuales tan simples como el que pinta en la Galería de los Uffici de Florencia nada menos que a san Agustín –uno de los mayores genios de la historia del mundo-, viendo claro que el agua del mar no se puede meter en el hoyo de arena cavado por un niño, pero sin enterarse de que Dios, esa montaña gigante que pinta Ortega, no cabe en la cabeza limitada de un hombre por grande que sea su cabeza. Estamos –creo yo- ante el gran pecado del “orgullo ilustrado” que, en su obcecación racionalista, no se ha enterado de que la sola razón –dejada a sus anchas- crea monstruos o es capaz de crearlos, como se ha dicho tantas veces.
Hoy -incluso- puede que cunda en algunos el “orgullo” de ser enemigos declarados de Dios. Ya no les vale que el “ilustrado” Voltaire dijera que, si Dios no existiera, habría que inventar uno; ni que el irónico y advertido Chesterton pregonara que el que no cree en Dios es capaz de creer en cualquier cosa. Este otro “orgullo” es criminal y va más lejos, hasta proponer que “si Dios existiera, habría que fusilarlo”, como clamaban los de La Commune cuando la revolución de 1878 en Francia.
++ ¿El “infierno” son “los otros”, está en “los otros”, como -no menos pomposamente que Nietzsche con la “muerte de Dios”- escenifica en Huis clos el sorprendente filósofo de El ser y la nada?
El teatro de Huis clos, en sus tres personajes cerrados por esencia a la misma posibilidad de convivir, entenderse y mucho menos amarse, es infernal efectivamente y encaja perfectamente en el materialismo ateo, nihilista y, por cerrado a la esperanza, deprimente, de Jean Paul Sartre. Si la “nausea” y el “absurdo” flotan a lo largo y ancho de su ideario, la “nada” de su más conocida obra remata la faena de una inmanencia tan plena que ni a su mismo autor satisfacía plenamente.
De hecho, una de sus varias asignaturas carentes de lógica en su obra está en que al “otro”, puesto a mi lado y siendo, no sólo útil, sino necesario para mi desarrollo humano, se le carga el “sambenito” de “ser” el “infierno” en la tierra.
Las contradicciones consigo mismo, los callejones sin salida, el énfasis de una libertad absoluta y sin techo de nada ni de nadie contrapuesta contrastada con la fatalidad de no poder ni coexistir con “el otro” dejan en evidencia las carencias humanistas de un “existencialismo” tan cerrado a sí mismo que ahoga el mismo “ser del hombre” hasta volverlo “nada”.
A su lado, el diálogo positivo y feraz del escriba y Jesús, recalcando el estrecho maridaje entre Dios y la semejanza de Dios que es el otro”, con la lógica del amor erigida en norma para ordenar sus relaciones, no me deja margen para elegir. Me quedo con “Dios” como lo más esencial y con “el otro” –mirado y tratado como lo que es, imagen y semejanza de Dios; una semejanza por Dios querida y por Él inducida como expresión plástica de que el amor a Dios no es ni farsa ni cuento. Tampoco está en “los otros”, ni son “los otros”, el infierno.
++++
Confieso que siento necesidad de Dios.
Hay veces –en momentos en que, como ahora mismo, las melenas del caos vuelan desgreñadas y las crisis –de valores sobre todo- andan sueltas casi a diario- que cuesta discernir lo que nos pasa, y no sabe uno bien, por más que piense, tolere o comprenda, a qué carta quedarse. Y hasta de Dios cabe dudar o desconfiar en medio de la noche.
Hace mucho que –al levantarme y abrir las ventanas para mirar y ver- me dirijo a Dios con la frase que una joven escritora francesa usaba para hablar a Dios en las noches negras “Señor, hay veces que no sé ya si creo en Ti; pero siempre sé muy bien que tengo necesidad de Ti”.
Es una pregunta. ¿Es que son incompatibles la fe y las dudas, sobre todo esas dudas que nacen del amor y del deseo de saber más; no esas otras que nacen de la incuria o la pereza y no digamos del conformismo y la comodidad? No hizo ascos plenos Jesús al apóstol que dudaba; le enseño a ver y a liberarse de las cegueras. Si Dios cupiera –todo Él- en la cabeza de un hombre, aunque fuese la cabeza de un “genio”, ¿sería Dios?. En este cerrar los ojos para ver mejor está precisamente el secreto de la fe en Dios y su mérito también. Hay orgullos que son “soberbia” y la soberbia es uno de los más toscos pecados del hombre.
Comprendo que otros no sientan esa necesidad: allá cada cual… Si alguien piensa que las “cosas que nos pasan” se pueden entender y aceptar sin fe en Dios, allá él igualmente. Yo me rebelo a lo del “aquí borrón y cuenta nueva”. Si el que la hace ha de pagarla, las cuentas no me salen con las justicias de aquí…. Ha de haber otras para que dejemos de reírnos tanto los unos de otros…
Pero a lo que vamos ahora. ¿Hay o quedan recetas para salir del hoyo?
Si digo que la receta está en rezar, no faltará quien diga “magias al canto”. Pero, como dijo Cecile me toca poco lo que pueda decirse a mis espaldas.
Si idea de Unamuno era (cfr. Diario íntimo) que, al rezar, aceptaba con el corazón al Dios que discutía o negaba su inteligencia; y una mujer tan entera y libre sin haberse acostado a las filas de ningún feminismo unilateral o melancólico, como lo fue Concha Sierra, decía que todas las mañanas pedía a Dios que no se cansara de haberla hecho libre; y si aquella muchachita, libre también aunque medio turulata en medio de los aires pos-modernos, no montaba sus posibles dudas de fe la “necesidad” de Dios, ¿dudaré ni un momento en afirmar que la receta es rezar?
El escriba muestrea y apunta el camino y la respuesta de Jesús lo marca como el único hacia la meta: enterarse que es rezar para caminar es la receta. Y como la oración no es “toreo de salón” y tiene una parte de compromiso con los cuernos del toro, que acosan siempre con el riesgo de verse uno volteado, dar la cara a los “retos del día a día para saber lo que pasa o nos pasa es –creo yo- lo razonable y correcto en casi todos los lances importantes de la vida.
Para que la razón, a su aire, no termine creando monstruos, hay que dejar también al corazón que hable y hasta que, en ocasiones, lleve él la voz cantante.
SANTIAGO PANIZO ORALLO