La boda (3) Unas glosas al paso 22-X-2018
En las bodas siempre hay algo más allá del “Sí, quiero”. Son, en efecto, además de cauces de un compromiso personal de altos vuelos, actos de sociedad, en los que se dan cita -en paralelo al mismo, en oblicuo y hasta en dispar a veces- eventos colaterales pero no extraños, a tono casi siempre de usos o tradiciones populares que, fuera de casos aislados de chabacanería o mal gusto, son alicientes afines y no desdicen sino que contribuyen a hacer de la boda una efemérides cultural y social de positivo valor. Y que son adherencias a lo que, en esencia, es el núcleo: el “Sí quiero” de los novios.
Fueron, a mi ver, muchos los alicientes que –para mi gusto- se dieron cita y me agradaron vivamente en la boda de Ibor y Pilar.
No podré ir, de uno en uno, haciendo mención o glosa de todos ellos. Pero no me privaré de realzar algunos que, a mí particularmente, más me afectaron e incitaron ese día y los siguientes a reflexionar.
Mi primera glosa ha de ser académica. El que una parte de los invitados y asistentes fueran el director, varios profesores y un grupo nutrido de antiguos alumnos –condiscípulos de Ibor en El Cisneros- no me parece casualidad. El azar sorprende pero no tiene lógica y este detalle de esta boda sí la tiene.
Aquella provecta “universitas” que era “comunidad” de profesores estudiantes, de maestros y aprendices me pareció rediviva en esta boda. Se lo dije a Raul, el director del centro. Es ejemplar -en estos tiempos tantas veces desalmados- ver al director y a varios de los gestores y profesores de un centro educativo- “estar” al lado de uno de sus educandos en una fecha como esta; y con ellos. una docena o más de sus antiguos compañeros de estudio. Es más que casualidad y yo lo miro y veo como señal distintiva de un centro docente, en el que lo académico ha de primar como es normal, pero lo humano nunca se aleja más de la cuenta de lo académico y docente. El ideal humano de aquella “universitas studiorum” medieval -pero también moderna porque, a fuerza de humana, trasciende las fronteras de aquel universo como era palpable en esta boda- es cosa que me creo en el deber de realzar. Creo que “lo humano” es tan “de hombres” que sacarlo de sus esquemas, sean de la índole que sean, es –o puede ser- pecado de humanidad.
La universidad estaba de boda ese día y se notaba sin duda.
Otra algo más en esta boda que me veo también en el deber de realzar y glosar. El tema de los “referentes” de vida.
Hay quien puede quizá pensar que “ser moderno” o dárselas de tal equivale a ser iconoclasta; es decir, a romper con todo, hasta con aquello en que se asienta el presente de cada cual, el pedestal de las creencias, que son –como apunta Ortega en Ideas y creencias, no algo que viene y va, sube o baja, se tiene o se deja, sino aquello en lo que estamos anclados y que nos lleva a ser lo que cada uno ha de ser de acuedo con su vocación y potencialidades.
Claro que la familia es un “referente” primario en la vida del hombre y de la mujer. Claro así mismo que –sin familia o sin referentes familiares de peso y valor- el riesgo de ser veletas o plumas al aire se acrece y sube.
En la boda de Ibor y la peripecia de su vida ante la decisión de contraer matrimonio como lo acaba de hacer, me ha sido posible –experiencia vivida le llamo- vislumbrar planeando la sombra de una mujer. Me refiero a Josefa, su abuela materna. Lo aludía al terminar la ceremonia. Era la madrina pero, más que como madrina, la veía en aquel momento como musa o hada-madrina inspirando los pasos por un itinerario –como ya dijera en la primera crónica- nada expedito, fácil y abierto en estos momentos. El matrimonio, en general y no digamos el religioso, no sé si asusta, si repele o si acompleja.
No hizo nada que se notara porque no pretendió nada, pero pienso que hizo mucho para que las cosas fueran como han sido.
Y por fin mi hallazgo de un ignoto amigo. Es profesor y estaba de boda como yo. No le había tratado antes. Si lo conocía, pero era de nombre y por fuera. Esta vez tuve la suerte de hablar con él y, enseguida, notamos los dos, mano a mano, que las sintonías eran más y más fuertes que las divergencias. No fue posible que me tratara de tú como insistentemente le pedía, pero, fuera de eso, “chappeau, monsieur!”. Todo u n perfil de caballero de la honestidad intelectual y ética.
Comienza diciéndome que es “agnóstico”, a lo que le contesté que eso era cosa suya y que la libertad –si ha de ser algo- ha de ser respeto a las ideas y sobre todo creencias de los “otros”. Y seguimos hablando, y no sólo nos encontramos a gusto, sino que comprobamos que las cosas en que coincidíamos eran muchas más que aquellas en las que divergíamos.
Antes de despedirnos en la tarded-noche, mientras el ruido, la fiesta, el baile, las alegrías y satisfacciones de casi todos holgaban a su aire, me hizo una confidencia que no esperaba, pero tampoco me sonó a extraño: “Soy agnóstico, pero quiero creer”. Me limité a responderle: “Si quieres creer, ya estás creyendo”. como suelo decir, en paralelo, del rezo y la oración: “Si quieres reazar, ya estás rezando”.
Me dijo también que era fervoroso de Unamuno y le indique que me gustaba como escritor y explorador de sentimientos y verdades, aunque hubiera sido toda su vida un atormentado por cuestiones de fe. Y repetí ante él una idea de Unamuno –creo que de su Diario íntimo-, que me ha servido, más de una vez, para reflexionar –a solas o con otros- sobre el misterio de la fe y que dice, como si de una confesión se tratara “cuando rezo, reconozco con el corazón al Dios que rechazo co n la inteligencia”.
Conste –he de añadir- que Unamuno no es nada extraño a mis preocupaciones. Más de una vez, en clase de matrimonio, dije a los alumnos la frase que él dijo a sus propios alumnos de Salamanda cuando le preguntaron qué era o cómo veía el amor en el matrimonio. Y se limitaba a decir más o menos esto: es sencillamente que “cuando a mi mujer le duele una pierna, un brazo o un pecho, a mí me duele el alma”.
A mi desconocido y siempre amigo, he de dar las gracias por impulsarme, como lo hizo esa tarde-noche, a confirmarme aún más en que un amigo es un “divino tesoro”, hasta cuando el que se presta a ello echa por delante ser un escéptico. Me parece más apropiado en él este calificativo que el de “agnóstico”.
Aunque no se hayan acabado los posibles temas de glosa o mención, de esta boda, he de cerrar hoy estas reflexiones porque el espacio y el tiempo se agotan.
No lo haré, sin embargo, sin aludir a una anécdota real vivida por mí la última vez que me ví con otro de mis pensadores favoritos, don Juliñan Marías.
Era una tarde otoñal como estas de ahora mismo. Había pasado departiendo con él más de dos horas en su casa de la calle Vellehermoso de Madrid. Habíamos hablado especialmente del concepto del amor en Ortega y de la diferencia entre amor y enamoramiento. Al despedirme, en aquel pasillo ornado con estanterías plenas de libros, y dolerme de la pérdida, no lejana, de su mujer, me dijo unas palabras que no he podido olvidar nunca: “El día que murió mi mujer, empecé a morir yo también”. No hubo tiempo ya para otras entrevistas con él. Pero esas palabras finales del gran pensador -crítico hasta con su religión católica, pero ecuánime y fiel a ella a pesar de todo- me sirvieron para reafirmarme en la idea de que “casarse” es una cosa muy seria y hacerlo ante Dios no es ni de “meapilas”, ni de atrasados, sino de gente que, por tener la cabeza en su sitio, hace honor a sus ideas y más todavía a sus creencias; sin óbice de que se las pueda discutir. Pero, con todo y eso, a la hora de la verdad, no se hace farsa con ellas.
Es posible que mañana vuelva con alguna otra glosa a lo mucho que percibí, sentí, pensé y disfruté –legítimo y colosal disfrute- viendo a Pilar e IBor emocionarse al ponerse –tras el “Sí quiero” -el uno a la otra y la otra al uno- dos anillos que sólo simbolizan las ataduras del amor, que, por eso mismo, no son –ni de lejos- de las que matan la libertad porque son de las que la hacen más humana.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Fueron, a mi ver, muchos los alicientes que –para mi gusto- se dieron cita y me agradaron vivamente en la boda de Ibor y Pilar.
No podré ir, de uno en uno, haciendo mención o glosa de todos ellos. Pero no me privaré de realzar algunos que, a mí particularmente, más me afectaron e incitaron ese día y los siguientes a reflexionar.
Mi primera glosa ha de ser académica. El que una parte de los invitados y asistentes fueran el director, varios profesores y un grupo nutrido de antiguos alumnos –condiscípulos de Ibor en El Cisneros- no me parece casualidad. El azar sorprende pero no tiene lógica y este detalle de esta boda sí la tiene.
Aquella provecta “universitas” que era “comunidad” de profesores estudiantes, de maestros y aprendices me pareció rediviva en esta boda. Se lo dije a Raul, el director del centro. Es ejemplar -en estos tiempos tantas veces desalmados- ver al director y a varios de los gestores y profesores de un centro educativo- “estar” al lado de uno de sus educandos en una fecha como esta; y con ellos. una docena o más de sus antiguos compañeros de estudio. Es más que casualidad y yo lo miro y veo como señal distintiva de un centro docente, en el que lo académico ha de primar como es normal, pero lo humano nunca se aleja más de la cuenta de lo académico y docente. El ideal humano de aquella “universitas studiorum” medieval -pero también moderna porque, a fuerza de humana, trasciende las fronteras de aquel universo como era palpable en esta boda- es cosa que me creo en el deber de realzar. Creo que “lo humano” es tan “de hombres” que sacarlo de sus esquemas, sean de la índole que sean, es –o puede ser- pecado de humanidad.
La universidad estaba de boda ese día y se notaba sin duda.
Otra algo más en esta boda que me veo también en el deber de realzar y glosar. El tema de los “referentes” de vida.
Hay quien puede quizá pensar que “ser moderno” o dárselas de tal equivale a ser iconoclasta; es decir, a romper con todo, hasta con aquello en que se asienta el presente de cada cual, el pedestal de las creencias, que son –como apunta Ortega en Ideas y creencias, no algo que viene y va, sube o baja, se tiene o se deja, sino aquello en lo que estamos anclados y que nos lleva a ser lo que cada uno ha de ser de acuedo con su vocación y potencialidades.
Claro que la familia es un “referente” primario en la vida del hombre y de la mujer. Claro así mismo que –sin familia o sin referentes familiares de peso y valor- el riesgo de ser veletas o plumas al aire se acrece y sube.
En la boda de Ibor y la peripecia de su vida ante la decisión de contraer matrimonio como lo acaba de hacer, me ha sido posible –experiencia vivida le llamo- vislumbrar planeando la sombra de una mujer. Me refiero a Josefa, su abuela materna. Lo aludía al terminar la ceremonia. Era la madrina pero, más que como madrina, la veía en aquel momento como musa o hada-madrina inspirando los pasos por un itinerario –como ya dijera en la primera crónica- nada expedito, fácil y abierto en estos momentos. El matrimonio, en general y no digamos el religioso, no sé si asusta, si repele o si acompleja.
No hizo nada que se notara porque no pretendió nada, pero pienso que hizo mucho para que las cosas fueran como han sido.
Y por fin mi hallazgo de un ignoto amigo. Es profesor y estaba de boda como yo. No le había tratado antes. Si lo conocía, pero era de nombre y por fuera. Esta vez tuve la suerte de hablar con él y, enseguida, notamos los dos, mano a mano, que las sintonías eran más y más fuertes que las divergencias. No fue posible que me tratara de tú como insistentemente le pedía, pero, fuera de eso, “chappeau, monsieur!”. Todo u n perfil de caballero de la honestidad intelectual y ética.
Comienza diciéndome que es “agnóstico”, a lo que le contesté que eso era cosa suya y que la libertad –si ha de ser algo- ha de ser respeto a las ideas y sobre todo creencias de los “otros”. Y seguimos hablando, y no sólo nos encontramos a gusto, sino que comprobamos que las cosas en que coincidíamos eran muchas más que aquellas en las que divergíamos.
Antes de despedirnos en la tarded-noche, mientras el ruido, la fiesta, el baile, las alegrías y satisfacciones de casi todos holgaban a su aire, me hizo una confidencia que no esperaba, pero tampoco me sonó a extraño: “Soy agnóstico, pero quiero creer”. Me limité a responderle: “Si quieres creer, ya estás creyendo”. como suelo decir, en paralelo, del rezo y la oración: “Si quieres reazar, ya estás rezando”.
Me dijo también que era fervoroso de Unamuno y le indique que me gustaba como escritor y explorador de sentimientos y verdades, aunque hubiera sido toda su vida un atormentado por cuestiones de fe. Y repetí ante él una idea de Unamuno –creo que de su Diario íntimo-, que me ha servido, más de una vez, para reflexionar –a solas o con otros- sobre el misterio de la fe y que dice, como si de una confesión se tratara “cuando rezo, reconozco con el corazón al Dios que rechazo co n la inteligencia”.
Conste –he de añadir- que Unamuno no es nada extraño a mis preocupaciones. Más de una vez, en clase de matrimonio, dije a los alumnos la frase que él dijo a sus propios alumnos de Salamanda cuando le preguntaron qué era o cómo veía el amor en el matrimonio. Y se limitaba a decir más o menos esto: es sencillamente que “cuando a mi mujer le duele una pierna, un brazo o un pecho, a mí me duele el alma”.
A mi desconocido y siempre amigo, he de dar las gracias por impulsarme, como lo hizo esa tarde-noche, a confirmarme aún más en que un amigo es un “divino tesoro”, hasta cuando el que se presta a ello echa por delante ser un escéptico. Me parece más apropiado en él este calificativo que el de “agnóstico”.
Aunque no se hayan acabado los posibles temas de glosa o mención, de esta boda, he de cerrar hoy estas reflexiones porque el espacio y el tiempo se agotan.
No lo haré, sin embargo, sin aludir a una anécdota real vivida por mí la última vez que me ví con otro de mis pensadores favoritos, don Juliñan Marías.
Era una tarde otoñal como estas de ahora mismo. Había pasado departiendo con él más de dos horas en su casa de la calle Vellehermoso de Madrid. Habíamos hablado especialmente del concepto del amor en Ortega y de la diferencia entre amor y enamoramiento. Al despedirme, en aquel pasillo ornado con estanterías plenas de libros, y dolerme de la pérdida, no lejana, de su mujer, me dijo unas palabras que no he podido olvidar nunca: “El día que murió mi mujer, empecé a morir yo también”. No hubo tiempo ya para otras entrevistas con él. Pero esas palabras finales del gran pensador -crítico hasta con su religión católica, pero ecuánime y fiel a ella a pesar de todo- me sirvieron para reafirmarme en la idea de que “casarse” es una cosa muy seria y hacerlo ante Dios no es ni de “meapilas”, ni de atrasados, sino de gente que, por tener la cabeza en su sitio, hace honor a sus ideas y más todavía a sus creencias; sin óbice de que se las pueda discutir. Pero, con todo y eso, a la hora de la verdad, no se hace farsa con ellas.
Es posible que mañana vuelva con alguna otra glosa a lo mucho que percibí, sentí, pensé y disfruté –legítimo y colosal disfrute- viendo a Pilar e IBor emocionarse al ponerse –tras el “Sí quiero” -el uno a la otra y la otra al uno- dos anillos que sólo simbolizan las ataduras del amor, que, por eso mismo, no son –ni de lejos- de las que matan la libertad porque son de las que la hacen más humana.
SANTIAGO PANIZO ORALLO