A tiempos inclementes, actitudes audaces. Las audacias no son violencias 24-I-2019

“El Reino de Dios sufre violencia y los audaces lo arrebatan” (Evangelio de san Mateo, 11, 12).
Muchos han sido los sentidos y alcances dados a este augurio de Jesús, que en su verdadero contexto (Juan el Bautista encarcelado por cantar las verdades al rey Herodes) indicia los riesgos de bracear contra-corriente -lo “políticamente correcto”, como ahora se diría-, pero que, sacado de contexto –como han hecho, ayer y hoy, los expertos en tergiversar la realidad-, se torna salvoconducto para guerrear y matar “en nombre de Dios”. Cosa que efectivamente se ha hecho en ocasiones, pero no porque Jesús lo haya bendecido, ni con este dicho ni con ningún otro, de su Evangelio.
Giovanni Papini, el gran converso del s. XX, en su Historia de Cristo (Obras. Aguilar Madrid 1957, vol. IV. Espada y fuego, pags. 198-201), recrea –con la fuerza de su verbo bravío- las versiones de unos y de otros, hasta dejar en evidencia a los que llama –jocosa, o no tan jocosamente- “abogados de las degollinas”; inculcando que, al entender así, “o no saben leer, o quieren falsear”.
Para la tarea evangelizadora y sus riesgos –añade- “se precisa una valentía que no todos poseen para atravesar esta muralla en llamas; una audacia que sólo tienen los valerosos. Jesús puede decir que el reino de Dios lo arrebatan “los violentos” y el vocablo “violentos” tiene realmente en el texto significado de “fuertes”, de hombres que saben tomar por asalto las puertas, sin vacilar ni temblar”.
Esta “violencia” sólo literal, que es fuerza de ánimo y entereza, valor, intrepidez, audacia en su verdadero alcance, no es “violencia” en el sentido que han querido ver esos “abogados” que Papini tan bien define. Si la violencia de verdad es guerra, las audacias solamente son maneras de “atreverse” a asumir los riesgos anejos a las cosas que valen; es decir, , decidirse a tareas o quehaceres de riesgo.

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Efectivamente -en el Diccionario de la Lengua puede verse- “audacia” es disposición a acometer empresas, o fuera de lo corriente, o arriesgando en el empeño; de dar cara más a los fines que a las dificultades o peligros de los caminos hacia ellos; de ensayar actitudes activas sin quedarse en una cómoda o cómplice pasividad; de saber leer los signos de los tiempos para encajar en ellos la realidad cambiante. Enderezar el rumbo; reformar y renovar en busca de la plenitud de las posibilidades; lavar la cara; volverse de los errores o equívocos. Y todo ello en aras de armonizar el pasado al presente y proyectarlo hacia el futuro cambiando de lo problemático y mejorable a lo mejor. Que eso es el progreso.
“Audacia” es “atreverse” a romper moldes sin quebrar esencias. Y audaz, atrevido, arrojado, valiente o valeroso, animoso, resuelto, intrépido, denodado son voces sinónimas que rondan una base común de dinamismo hacia lo mejor en un momento determinado y ante una realidad concreta.
La audacia, además, no es temeridad ni locura, por aquello de Cicerón: “A los hombres fuertes, no sólo les ayuda la fortuna, según el viejo proverbio, sino mucho más la razón” que les asiste (cfr. Disputationes Tusculanae, II).

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En este caso de las reflexiones de hoy, dos noticias, dos reclamos, dos ejemplos de intrepidez o audacia para devanarlos un poco y verlos al traluz de una realidad palmaria en este momento: los retos que a la Iglesia de Cristo –milenaria en las raíces y principios, pero con el “pathos” de la circunstancia en su devenir existencial- le salen al paso y le demandan imaginación y tino para adaptarse y soslayar así las contrariedades de coyuntura, que se pueden presumir, a poco que se piense, hostiles o no del todo favorables a su radical misión de liberar y redimir a los hombres en todo tiempo; y también en nuestro tiempo acelerado y en esta sociedad blanda e invertebrada y a veces líquida y hasta gaseosa.
Son de hoy mismo esas dos realidades que incitan hoy estas reflexiones, para las que acabo he acopiado las notas que preceden. La Jornada Mundial de la Juventud que ayer inauguraba en Panamá el papa Francisco, de una parte, y de otra el fallecimiento –hoy mismo- en Málaga, del cardenal español F. Sebastián Aguilar. Creo que, en uno y otro sucesos, aunque por distinta vía, se pueden descubrir actitudes dinámicas y positivas, de clarividencia y de fortaleza o audacia ante retos y desafíos al Cristianismo, con virtud, dejados a su aire, de enturbiar y desazonar su presente, pero sobre todo de condicionar negativamente su futuro,
Son distintos los casos y las circunstancias, como digo, pero idénticos o muy parecidos los fondos y las urgencias. Situaciones casi de supervivencia, en que la adecuación de los medios a los fines ha de ser lo más ajustada posible a los tiempos que corren. Si hoy la Iglesia atraviesa por momentos de dificultades fuertes y se necesita el apoyo de una juventud valerosa y audaz, lo de ayer y lo de anteayer no lo eran menos por el apremio de sintonizar con el sentir de todo un pueblo, que -ansioso de libertad y de verdad- se disponía a superar tiempos de excepción y de confusión, y abrirse a otros nuevos de mayor justeza y verdad y a más auténticos panoramas de ideas y creencias. La Iglesia no podía quedarse al margen sin desentonar e incluso faltar a su misión.
Dos noticias; dos reclamos; dos ejemplos de intrepidez y audacia.

* La JMJ en Panamá.
A la Iglesia, y no siempre por entera culpa suya, con frecuencia le “crecen” -como suele decirse para indicar anormales precariedades o desventuras- los “enanos”. A partir sobre todo del influjo de esa parte de la Ilustración –racionalista, anticlerical y laicista en el sentido belicoso de esta palabra-, que se propuso a la Iglesia de Cristo como enemigo a batir llueva o caliente el sol, se ponen los ojos en ella para culparla sin más y casi nunca para disculparla, aunque haya razones para ello; incluso cuando se trata de vicios o o defectos que, por ser humanos, caben en ella con la misma lógica que en cualquer otra institución formada por hombres.
Por culpa suya tal vez en ocasiones y otras tantas o más por endosos ajenos, por fas o por nefas, la realidad es la que se observa cuando –ahora mismo- entra uno en una iglesia y observa: bajón de asistencia; gente mayor; falta de recambios, de personas sobre todo. Nada extraño es que el Papa Francisco, al mirar y ver desde su atalaya cimera, diga y afirme que “la Iglesia está hoy en dificultades. Y en lo que más se nota el bajón es en la juventud.
Ante esta realidad -preocupante sin duda porque una Iglesia de viejos será una Iglesia claudicante y en crisis y las iglesias vacías son casi tumbas, todos nos hemos hecho alguna vez la pregunta del por qué se van, especialmente y ahora mismo los jóvenes. Del mismo modo que nos hemos hecho, ante otras derivas de la juventud, preguntas semejanrtes, de por qué beben, por qué se drogan, por qué se suicidan , por qué se deprimen o por qué ven la responsabilidad como enemigo de la libertad.
¿Por qué se han ido, se van, abominan incluso muchos, de la religión y de la Iglesia?
Sin entrar en profundidades de un tema poliédrico y complejo humanamente hablando, aunque no se deba casi nunca simplificar, diría que porque “algo falla”, o en la juventud o en los que tiene el deber que dar a la juventud un pase honorable y correcto a la vida adulta del joven; sean la familia o los padres; sean los maestros o la sociedad; sea el Estado o sea la propia Iglesia en el caso de la religión.

Al ver al papa Francisco estos días en Panamá, en medio de esos dos o tres cientos de miles de jóvenes del mundo entero, a gusto ellos y él, sintonizando a pesar de tener los unos alrededor de veinte años y el Papa más de ochenta, mi primera reflexión me sigue impulsando a decir que “algo falla” cuando el joven, ante metas nobles que piden valor y audacia, en vez de apuntarse, se da la vuelta y se va.
Dos ideas se unen -además de lo anterior- a mis reflexiones.
La una –la encomienda del Papa estos días a los Obispos reunidos con él: dejad de lado todo clericalismo. ¿Por què? Porque, al representar predominio, prepotencia, monopolio, etc. de “lo clerical” sobre “lo laico” en la Iglesia, no sólo lleva en germen la casi totalidad de los anticlericalismos de la Historia, sino que tergiversa la misma teología católica. ¿Qué ha de hacerse para desaraigar los “clericalismos”? Una sola creo en definitiva, creo yo: ir por la Iglesia dejándose llevar de la mano de la justicia; pero no de la justicia que pretenden fabricar algunas leyes, sino de la que –con ley casi siemore o sin ley a veces- incita efectivamente a dar a “cada uno lo suyo”.
La otra –recomendada también por el Papa estos días a los miles y miles de jóvenes- una invitación solemne a huir del llamado “pesimismo existencial”. Ese pesimismo que fluye de una parte del pensamiento moderno anclado, por ausencia de valores o por presencia de desvalores, en el nihilismo, la deconstrucción, el tedio y la nausea y, con todo ello, esa desgana de vivir en que han dado las filosofías de la llamada “muerte de Dios”. Como audacias hacen falta para sobreponerse a tales idearios, reacciones de audacia se necesitan para recomponer las ganas de vivir y las ganas de luchar por lo que realmente merece la pena: la innegable trascendencia del ser humano.

El cardenal F. Sebastián Aguilar.
No trataré de analizar, ni de bosquejar siquiera, su entera figura y trayectoria de hombre de Iglesia, perfectamente dotada para percibir y calibrar los signos de los tiempos y los deberes de adaptarse a la realidad para no caer en anormalidad.
Sólo pretendo situar esta figura episcopal en un momento crucial de la España moderna; aquel momento en que un pueblo entero, unos líderes políticos tan diferentes de color como lo que va del blanco al negro o del azul al rojo, una colectiva convicción de “ahora o nunca” y unas inmensas ganas de cerrar ciclos históricos para abrirse a otros más ajustados a la unidad, libertad y dignidad del hombre. Eran de tal urgencia y gravedad el momento y la tarea que echarse atrás o no secundar hubiera sido pecado mortal o delito de traición a la evidencia.
La Iglesia de España estaba también allí.
Había llovido mucho desde los inciviles años treinta hasta aquellos setenta y más de la deseada Transición a una democracia plena, superando en la medida de lo posible la tragedia enloquecedora de las “dos Españas”, de los siglos XIX y XX de nuestra Historia.
Se había cerrado el Vaticano II y con ello se habían abdicado oficialmente viejos dogmatismos en materia de libertad religiosa y de relaciones entre la Iglesia y el Estado. Era preciso dejar de lado viejos tópicos –topicazos más bien- que habían sembrado discordiass seculares, sospechas y dudas mutuas y era menester que cada cual se pusiera en su sitio, se descabalgaran prejuicios y ambiciones de poder y se pusieran en marcha, desde la verdad, la sinceridad y transparencia, vías o caminos nuevos de convivencia e incluso de cooperación mutua por el bien común de todos.
Pero había que dar el paso de traducir a obras las teorías, Había que hacerlo.
Mons. Fernando Sebastiásn era en aquel momento Secretario y Portavoz de la Conferencia Episcopal. Y esa fue su primordial tarea: sumar la Iglesia a los afanes de la mayor parte del pueblo de España, en aquel momento. Fue su mérito logrado a rebufo de una visión responsable de aquella realidad en aquella circunstancia, tanto de la sociedad española como de la Iglesia en España. Reconocerlo es de justicia.

Otras pocas ideas completen este primordial acento agudo en honor del meritado cardenal español que acaba de morir.
Fue un pionero. Un forjador de la Historia moderna de la Iglesia en España y de la propia Historia de España. Un hacedor de caminos para recorrer con aires nuevos las viejas trochas. Si, como dice María Zambrano interpretando a Ortega, hay una mayoría de seres humanos que viven sin duda, pero sus vidas discurren “bajo el nivel de la histórico”, porque “sus cabezas están por debajo de la línea de flotación de la Historia” (cfr. Escritos sobre Ortega¸ Trotta Madrid, 2011, pag. 67), Mons. Sebastián fue clarividente detector de futuros y de los prohombres que, en aquellos momentos, supieron percibir y tener además la audacia de decidirse –arriesgando por supuesto, porque aún era -puede que aún lo sea hoy para algunos- romper los tópicos- a poner a la Iglesia de España en su sitio y, desde ese lugar, unirla a la lista de los que postulaban con toda razón nuevos moldes para los nuevos tiempos.
Un acierto son duda. Pero -sobre todo- un alarde de perspicacia, de clarividencia, valentía y decisión. La Historia son los hechos que la componen pero al alma de la historia son los hombres y mujeres que imperan y ponen esos hechos que hacen la Historia.

“Audaces fortuna iuvat”, recuerda Cicerón en el dicho antes citado. No son violencias las audacias cuando las empuja la razón como en el caso de las causas nobles. Por eso vale lo del encabezamiento. Para tiempos inclementes, actitudes audaces.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
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