El Pregón pascual



El Exultet, también llamado Pregón pascual (praeconium paschale) o bendición del Cirio pascual, es uno de los más antiguos himnos de la tradición litúrgica romana de la Iglesia católica. Existen testimonios de su existencia desde fines del siglo IV d. C. Asimismo, noticia de varios textos. El obispo Ennodio de Pavía compuso dos; el sacramentario gelasiano, uno breve y simple; el Misal mixto hispánico, dos; el misal ambrosiano, uno. El más popular de todos, sin embargo, es el Exultet galicano, introducido en Roma a través de los sacramentarios gelasianos del siglo VIII.

Incierta paternidad la del Exultet, es verdad, lo que no quita para que su inspiración ambrosiana sea evidente. En cuanto a la parte que habla de las abejas, fue inspirada por Virgilio (Georg. IV, 56-57). La estructura del texto comprende tres partes principales: introducción, acción de gracias, y peroración.

La introducción, a su vez, comienza con la alegría de los ángeles por la resurrección de Jesucristo, la participación de la tierra en esta alegría y el papel de la Iglesia en su jubiloso resonar. Es decir, al aire de un ritmo ternario: (1) «Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación». (2) «Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero». (3) «Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo».

La segunda parte trata del agradecimiento pascual y de la alabanza a Dios, autor de maravillas en la noche de Pascua, referente constante del cantor del Pregón, que dice, repite, insiste con « ¡Qué noche tan dichosa! »: « ¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos! ». Bella idea que borda el Himno de Vísperas de la II Semana del Tiempo Ordinario, que empieza con este rondó triunfal a lo divino: «La noche no interrumpe/ tu historia con el hombre; / la noche es tiempo/ de salvación».

Himno adelante, nos sale al camino de trova y poesía esta hermosura de Pascua: «La noche fue testigo de Cristo en el sepulcro; / la noche vio la gloria de su resurrección». Particular acento reciben aquí la tipología del Éxodo y la imagen de las abejas que han producido virginalmente dicho Cirio, como María concibió y dio virginalmente a luz a Cristo.

La peroración, por último, es una lograda síntesis de la laude de Pascua y se cierra con una petición universal. La síntesis lo dice todo en su brevedad: « ¡Que noche tan dichosa en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino! ». En lo relativo a la petición universal, es admirable la definición de Cristo como Lucero matinal con la inagotable fuente de su gracia: «Te rogarnos, Señor, que este cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la oscuridad de esta noche, y, como ofrenda agradable, se asocie a las lumbreras del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo resucitado, que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos. Amén».



Desde finales del siglo IV, el canto del praeconium paschale fue oficio encomendado a los diáconos. El Liber Pontificalis recuerda que el papa Zósimo había dado a éstos el permiso de bendecir el cirio pascual en las parroquias (Lib. Pont. [ed. Perovsky], II, p. 95). El sacramentario gelasiano de Angulema (800 ca.) trae la noticia de que san Agustín, de diácono, cantó el praeconium paschale: «adhuc diaconus cum esset et cecinit feliciter». El mismo santo de Hipona nos dice que compuso una bendición: «Expresé brevemente esto con los versos en alabanza del cirio» [«quod in laude quadam cerei breviter versibus dixi»] (De civ. Dei 15, 22). Probablemente sea éste el motivo por el cual documentos litúrgicos posteriores solían asignar al Hiponense la paternidad del mismo Exultet.

Las fuentes importantes del texto del Exultet se encuentran en los sacramentarios galicanos, en los gelasianos del siglo VIII y en los sacramentarios gregorianos. Actualmente, cuando se canta, no reviste la solemnidad ni el melodioso tono de los tiempos clásicos del canto gregoriano, pero es indudable que sigue despertando interés y alegría en el alma que asiste gozosa a la celebración del gran misterio pascual, reconocida ella a la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

No quiero despachar estas reflexiones sin detenerme en una de las frases más afortunadas, a mi manera de ver, y más bellas también, si se quiere, de este canto angélico –también suelen los maestros y especialistas denominarlo Angélica (Se trata de la interpretación en canto llano de la melodía Exultet iam angelica turba)-; y esa frase no es otra que « ¡Oh feliz culpa, que nos hizo merecer un tal y tan grande Redentor!» (Pregón). De ella me ocupé ya en mi libro Voces de sabiduría patrística. San Pablo, Madrid 2011, p. 290-292), pero creo que merece la pena rescatar algunas ideas para mis lectores de RD.

Literalmente felix culpa significa bendita culpa. Por su lado religioso se refiere a la caída de Adán y Eva, y litúrgicamente se canta todos los años en el Exultet. Tan poderosa es la luz de Cristo que la Iglesia no duda en aprovechar la liturgia romana de la Vigilia de Pascua para exclamar, según acabamos de advertir: O felix culpa! San Juan Pablo II llegó a decir que «Ante el misterio del pecado [...] no basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio de Dios, en las profundidades de Dios» (Encíclica «Dominum et vivificantem», n. 32).

Hay en el modo patrístico de entender la Pascua, además de la perspectiva salvífica, otra, más positiva quizás, que se articula en el mismo Exultet, y es la de una Pascua como renovación del mundo y palingenesia cósmica, donde el resumen de toda la historia sagrada en «cuatro noches»: la noche de la creación, la noche de la inmolación de Isaac, la noche del éxodo de Egipto y la noche final cuando el mundo desaparezca, encuentra también resonancia en el Exultet. Porque si hasta entonces se había hablado de una renovación hacia atrás (renovatio in pristinum), o sea de un llevar las cosas a su primer estado, a sus orígenes; aquí, en cambio, se habla de una renovación hacia delante, es decir para mejor (renovatio in melius) [San Agustín, De Gen.litt. 6,20,31-28,40: 27,37].



El Pregón pascual alude a ello cuando dice: «Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!». Audaz expresión, si bien se mira. Tanto, que andando el tiempo llegaría a producir cierto miedo el solo hecho de pronunciarla. Más aún, en algunas Iglesias locales, a partir del siglo X, se dieron al olvido estas dos frases. No así, por el contrario, en la Iglesia de Roma, donde nunca se tocó el Exultet ni se le privó de este culmen teológico y lírico. ¿Quién pudo estar detrás de un grito así, tan atrevido y místico a la vez? Poco parece responder diciendo que un compositor desconocido: los expertos ponen compuesto el Exultet en la Galia, corriendo el siglo V. Y apuntan incluso al gran Padre y Doctor de la Iglesia, san Ambrosio de Milán, que habría escrito casi literalmente dicha expresión.

Hablando de la culpa de Adán, san Ambrosio sí había llegado por lo menos a exclamar: «Feliz ruina que es recompuesta»; y también: «Mi culpa se ha hecho para mí el precio de la redención [...]. Más ventajosa fue para mí la culpa que la inocencia» (En. Ps. 39, 20; De lac. I, 6, 21.). Pero san Ambrosio evidentemente sacaba sus mejores tesoros de la Sagrada la Escritura, y en ella la voz de san Pablo afirma categórica: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Ciertamente el O felix culpa! va más lejos aún. Es un grito de esperanza y de optimismo que no encuentra justificación en texto alguno de la Escritura tomado aisladamente, por supuesto, sino a lo sumo en su conjunto; un grito de esperanza basado en el convencimiento de que el poder de Dios es tal que puede sacar bien de todo; puede, como decía san Agustín, «sacar bien del mismo mal» (Enchir. 11).

La extraordinaria belleza de ese grito estriba en el entusiasmo que se trasluce por la persona de Cristo, «tal Redentor». Se prefiere abiertamente un universo con culpa pero con Cristo, antes que un universo sin culpa y sin Cristo. Y ¿quién podría desmentir a quien ha osado afirmar esto? Consuela y reconforta, por eso, el que cuando nos sentimos hundidos, pero con Cristo siempre a nuestro lado y presto a echarnos una mano, pronto a levantarnos en suma, podemos también nosotros entonces sintonizar con el Exultet de la Vigilia pascual cantando el ¡Feliz culpa, que nos hizo merecer un tal y tan grande Redentor! Felicidad, sí, que nos viene de Cristo.

El propio Doctor de la Gracia llegó a escribir un Pregón pascual incidiendo en estas ideas, brevemente expresadas «con los versos en alabanza del cirio: Estas cosas son tuyas, y son buenas, porque bueno eres tú que las creaste. Nada nuestro hay en ellas, sino nuestro pecado invirtiendo el orden, al amar, en vez de ti, lo que tú creaste» (De ciu. Dei 15,22).

El Exultet da, concluyendo, para disfrutar y no parar. Y si le añadimos la lámpara preciosa del Cirio pascual, la dicha conmueve y arrebata y sube enteros hasta el infinito deleite de lo inefable. Esta es --digámoslo, sí, con el mismo Pregón--, la Gran Noche, el Kairós, como si dijéramos, de un consorcio indisoluble entre teología y poesía, sin duda determinado –he ahí lo grande-, por la victoria de Cristo sobre las tinieblas.

El empuje lírico de la gran Acción de Gracias que subsigue abarca la historia toda de la salvación resumida en el poema. Todo se cifra en aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Noche en que la columna de fuego esclareció las tinieblas del pecado y en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, restituidos a la gracia y agregados a los santos. Noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. Al autor del poema se le despierta la musa lírica para exclamar conmovido: « ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!». Lo cual es ya como el éxtasis de un repetido ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!

Noche santa, pues, Noche buena, también, Noche dichosa, en fin, que conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos. Noche asimismo que ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia y doblega a los poderosos. Dicho en tiempos como los presentes, de tanto cristiano perseguido, tanta paz pisoteada, tanto energúmeno suelto, tantas injusticias ladrando como mastines a la Cruz no deja de ser, para muchos, una utopía, un esfuerzo inútil, un canto a la luna. Miradas tales “cosas” a la luz del misterio, sin embargo, la fe sigue dictando su lección perenne: al final reinará victorioso y por siempre Cristo el Señor.



Celebrar en consecuencia la Pascua llevados de la mano por estas efemérides únicas de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo mediante el Pregón de marras y el Cirio pascual equivale a echarle diariamente a la realidad de la vida un pulso de cristianismo sabio y viejo, creyente y joven, sobrenatural y mistérico, haciéndolo a base de vocablos escogidos y metáforas selectas por cuya virtud podemos tocar juntas, con ayuda de la fe, cronología y eternidad. Es, dicho en síntesis, aprender a caminar a la escucha siempre del Cristo pascual.

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