La Viuda de Sarepta y Naamán el Sirio



La Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece como modelos de fe dos figuras bien conocidas: la Viuda de Sarepta y Naamán el Sirio. La primera aparece en el ciclo de los relatos sobre el profeta Elías, quien, durante un tiempo de carestía, recibe del Señor la orden de ir a la zona de Sidón, por lo tanto fuera de Israel, o sea en territorio pagano. Allí encuentra a esta viuda y le pide agua para beber y un poco de pan. La mujer objeta que sólo le queda un puñado de harina en la tinaja y unas gotas de aceite en la orza (1R 17, 12-13), pero, puesto que el profeta insiste y le promete que, si le escucha, no faltarán ni harina ni aceite, ella accede y se ve recompensada. Dios es particularmente sensible a la hospitalidad: en el Evangelio, por un vaso de agua fresca promete recompensas eternas (Mt 10,42); aquí, por un poco de harina o de aceite, riquezas multiplicadas.

La segunda guarda estrecha relación con el profeta Eliseo. El Evangelio de san Lucas nos lleva hoy al episodio de la curación de Naamán, jefe del ejército arameo, y leproso, que fue curado sumergiéndose siete veces en las aguas del río Jordán, como el profeta Eliseo le había ordenado (2R 5,14). También Naamán retorna adonde el profeta y, reconociendo en él al mediador de Dios, profesa su fe en el único Señor. Un ilustre enfermo de lepra, que se cura porque cree en la palabra del enviado de Dios. Se cura en el cuerpo, pero se abre a la fe y esta lo cura en el alma, es decir, lo salva. Una vez curado Naamán hace una profesión de fe.

La salvación es universal pero pasa a través de una mediación determinada, histórica: la mediación del pueblo de Israel, que se convierte luego en la de Jesucristo y de la Iglesia. La puerta de la vida está abierta para todos pero es, justamente, una «puerta», o sea un pasaje definido y necesario. Dios es amor y quiere que todos los hombres participen de su vida; para realizar este designio él, que es uno y trino, crea en el mundo un misterio de comunión humano y divino, histórico y trascendente: lo crea con el «método» —por así decir— de la alianza, vinculándose con amor fiel e interminable a los hombres, formando un pueblo santo que se convierta en una bendición para todas las familias de la tierra (Gn 12, 3).

Ambas figuras, la Viuda de Sarepta y Naamán el Sirio, son invocadas por Jesús ante sus paisanos, en la sinagoga de Nazaret. San Lucas nos refiere el episodio (4,21-30). Visto el recelo de los lugareños, Jesús declara que ningún profeta es bien recibido en su tierra, y seguidamente echa mano de los antedichos episodios. Oídas estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba el caserío, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, «pasando por medio de ellos, se marchó» (Lc 4,30).

Sus conciudadanos quedaron en un primer momento asombrados por su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe y con entusiasmo se escandalizaron de él. Este hecho es hasta cierto punto comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Es entonces cuando Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y hasta se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos (Mc 6,5).



De hecho, los milagros de Cristo, lejos de una exhibición de poder, son signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre. Parece que Jesús, como suele decirse, se diera a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. Al asombro de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el de Jesús. Porque también Él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, la cerrazón de corazón de su gente, de sus paisanos, le resulta, pese a todo, impenetrable, oscura: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad?

De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne, el Xristós; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre. ¡Cuántas veces nos empeñamos en dar vueltas fuera de nosotros mismos, reacios a entrar dentro de nuestro propio corazón para entablar allí el diálogo de amor con Él!

La bienaventurada Virgen María, en cambio, creyó, y lo hizo con todas las consecuencias. Nunca se escandalizó de su Hijo. Su asombro por él estuvo lleno de fe, de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. El teólogo sostiene aquí una mariología genuflexa al servicio de la cristología. Merece la pena que aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios.

Los habitantes de Nazaret no alcanzaron a ver en Jesús más que un aspecto de su vida, el ser hijo de José (Lc 4,22), pero no percibieron en él al profeta anunciado por Isaías. Quizá lo que esperaban de él fuera sólo una actividad de curador en favor de los enfermos de Nazaret (Lc 4,23). Y ni eso quizá. San Lucas anuncia también en este texto programático el camino futuro de la Iglesia y las condiciones de su fidelidad al resucitado.

La comunidad creyente toma conciencia a través de este texto de que su misión evangelizadora se dirige preferentemente a los más alejados, como ya hicieron en el Antiguo Testamento Elías y Eliseo, citados por Jesús. Ambos profetas de Israel se volvieron hacia los paganos porque su propio pueblo no estaba dispuesto a escuchar su palabra.

Es lo que ocurrirá también en la Iglesia primitiva: «Los judíos, al ver a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía. Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: “Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra”» (Hc 13,45-46). En Lc 4,18-19 se especifican además las tareas más urgentes de toda comunidad cristiana. Llevándolas a cabo cumple la Iglesia, y cada uno de los creyentes en su vida personal, el seguimiento de Jesús.



Algunos de los judíos aseguraban que las profecías acerca de Cristo se habían cumplido en los profetas o en algunos de sus hombres más distinguidos. «Inútilmente los aparta Jesús de semejante opinión diciéndoles que Elías había sido enviado a una sola viuda, y que Eliseo había curado a un solo leproso, Naamán el Sirio. Con esto se refiere a la Iglesia de los gentiles que le aceptaría y sería librada de la lepra, por culpa de la insensibilidad de Israel» (San Cirilo de Alejandría, Com. Ev. de Lucas, 4, 23).

Asegura san Lucas que todos en la sinagoga se llenaron de ira (4,28-29). Peor aún: intentaron matar a Jesús. «Lo echaron de la ciudad, fijando para ellos mismos su condena y confirmando lo dicho por el Salvador. Ellos mismos se desterraron de la ciudad celeste por no haber recibido a Cristo […] Al llevarlo a la cima de la montaña, intentaban arrojarlo desde el precipicio. Pero él pasaba entre ellos, sin decir palabra de su intención» (San Cirilo de Alejandría, Ib. 4,28-30).

San Ambrosio, por su parte, matiza Lc 4,30: «En esta ocasión subió a la cima de la montaña para ser precipitado; pero descendió en medio de ellos, cambiando repentinamente y quedando estupefactos aquellos espíritus furiosos, pues no había llegado aún la hora de su pasión. Él quería mejor salvar a los judíos que perderlos, a fin de que el resultado ineficaz de su furor los hiciese renunciar a querer lo que no podían realizar» (Exp. Sobre el Ev. de Lucas, 4, 55-56).

También hoy nos cuesta trabajo creer en un Dios liberador que se manifiesta de la forma más sencilla, que no viene sobre un trono ni es un potentado importante, ni un religioso de élite, tampoco un hacedor de milagros, sino que Dios a través de su Hijo, se hace presente en los oprimidos y en todas las personas que viven en la soledad o en la marginación. Jesús es quién nos acerca la Buena Noticia, la salvación, quién nos ayuda y anima a trabajar por un mundo más justo y humano, donde todos tengamos una vida digna y llena de amor.

Al marcharse, Jesús marcó el camino por donde deben transitar quienes deseen seguirle. Recordemos que nadie es profeta en su tierra, en este caso abonemos nuestra mente y corazón para recibir al verdadero Profeta, Jesús, Hijo de Dios. Por alguna razón, al conocernos, y por ello mismo, no están dispuestos a creer en nosotros, ni darnos crédito alguno. Su falta de confianza en nosotros se convierte, de este modo, en el primer obstáculo a salvar para poder predicar entre ellos.

Tal vez esto nos lleve a reflexionar sobre la necesidad de salir, de romper con los nuestros y sobre todo con lo que hacemos siempre. Si no rompemos con esta rutina, con esta especie de predicción que tiene con respecto a nosotros y lo que hacemos, nos encasillarán y así difícilmente lograremos el cambio que pretendemos.



No dejemos de reflexionar en la necesidad de este cambio, relativo a salir de nosotros y del medio que nos circunda. Puede convertirse en el principal obstáculo para nuestra realización, pues de algún modo todo y todos conspiran contra nosotros. «Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó». ¿Por qué nosotros no?

Volver arriba