Cuando el paraíso se convierte en pesadilla


Construir el paraíso en la tierra puede convertirse en una pesadilla. Cualquiera que haya tenido relación con la meditación oriental conocerá el nombre de Osho. La secta que formó este gurú en la India –cuando se llamaba Bhagwan Rajneesh– aterrorizó América en los años 80. La historia que ahora populariza la serie Wild Wild Country, muestra el lado oscuro de la espiritualidad de la Nueva Era.

Desde que oí hablar por primera vez de esta serie al webmaster de Entrelíneas, José Pablo Fernández, la primera semana que la sacó Netflix, no he dejado de escuchar de ella más que en términos superlativos. El interés por las sectas es algo que me ha acompañado toda la vida. Desde que era niño escuchaba a mi padre distinguir entre un culto y otro con la misma naturalidad que algunos hablan de fútbol o de política.

Hablar de sectas es para mí algo tan normal como de música, cine y libros. Para poder escribir ahora sobre Bhagwan no necesito consultar siquiera páginas de Internet. Tengo en mis estanterías todavía bastantes libros sobre este gurú, publicados en los años 80 y 90. Hacía tiempo que no volvía a leer sobre él...

Cuando llegue a ser presidente en los años 90 de la asociación Libertad –una de las primeras organizaciones que presentó un informe a la Administración española sobre las sectas en los años 80–, el tema todavía estaba de actualidad en los medios de comunicación. No había la paranoia de los 80, pero rara era la semana que no había un artículo o programa sobre ello.

La preocupación sobre las sectas no sólo se evaporó a principios de este siglo, sino que la perspectiva ha cambiado considerablemente. Lo que interesa ya no es Bhagwan como “gurú del sexo libre”, o cuál era la particular técnica de meditación de Osho. El enfoque de una serie como Wild Wild Country es mucho más inteligente que los reportajes de denuncia a los que estábamos acostumbrados en aquella época. Nos acerca al “factor humano” que tantas veces olvidamos los cristianos, cuando condenamos todo rápidamente como obra del diablo.



EL PODER DE LA RELIGIÓN
Detrás de la búsqueda de una religión de poder capaz de transformar el mundo no hay muchas veces más que la ambición del poder que da la religión. Es por eso que sigue siendo tremendamente simplista decir que las sectas no son más que una forma de ganar dinero a costa de otros. Dinero, ¿para qué? Esa es la cuestión. Detrás del culto a ese dios que todos reconocen, que es el dinero, están los ídolos que verdaderamente mueven nuestro corazón, como puede ser el poder, el placer o la fama.

La verdadera protagonista de Wild Wild Country, que es Sheela, no está interesada en el dinero, sino en el poder que le da ser la secretaria y portavoz de Bhagwan. La mayor de la gente no sabe que quien realmente manda en una secta no es su fundador y profeta, sea Russell en los Testigos o Joseph Smith en los Mormones, sino sus lugartenientes, el llamado juez Rutherford en la organización Atalaya o Brigham Young en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, por poner un ejemplo clásico del siglo XIX. Así ocurre también en las denominaciones protestantes, por cierto. Reciben el nombre de alguien, que les ha dado su teología y eclesiología, pero es realmente otro el que les ha dado su forma y énfasis principales.

En el mundo de las sectas, como en muchas iglesias, nada es lo que parece. Tanto el sensacionalismo secular como la demonización cristiana, sirve de poco para entender a sus adeptos, si es que realmente nos interesan las personas. Los enfoques sociológicos, psicológicos, o criminales, tratan aspectos interesantes, pero que no son esenciales para comprender el fenómeno sectario. La cuestión no es sólo por qué alguien se hace miembro de una secta, sino por qué está a gusto en ella.



EL MITO DEL GURÚ EN OCCIDENTE
Aunque la serie comienza con algunos datos sobre Bhagwan en la India, lo que le interesa es el experimento de Oregón, no los problemas que tuvo antes, ni sus últimos años en Pune. Nacido en un pequeño pueblo de la India en 1931, su familia es jainista. Se rebela contra la religión de sus padres y estudia filosofía en la universidad, donde enseña hasta 1966, que se hace gurú, al tener una experiencia de “iluminación”. Su salida es por problemas con el fisco, pero a ello sólo hace referencia un periodista, cuando ya está bastante avanzada la serie. Lo que le interesa es cómo Sheela reemplaza a Laxmi como su secretaria.

Aunque Sheela nació en la India, a los 18 años se va a Estados Unidos. Estudia en la universidad de Montclair y se casa con un americano. Al regresar a la India, los dos se hacen discípulos de Bhagwan, o sea “sannyasins”, miembros de la comunidad o “áshram”, donde se retiran a aprender y meditar según la enseñanza de un maestro que convive con ellos bajo el mismo techo. Desde que Bhagwan establece su centro en Pune en 1974, atrajo a muchos occidentales. Es en la India donde la prensa le empieza a llamar “el gurú del sexo”. Muchos de sus seguidores tienen un aspecto “hippy” hasta los años 80, que se desarrolla la serie.

Como demuestra Peter Washington en su clásico libro sobre la historia del gurú en Occidente (El mandril de Madame Blavatsky), aunque las raíces de este fenómeno están en la teosofía del siglo XIX –que trae a Krishnamurti a Europa–, será con el Parlamento Mundial de las Religiones celebrado en Chicago en 1893, que los primeros gurús se establezcan en Estados Unidos –sobre todo en California, donde ya había una tradición de comunidades alternativas–. Una secta como esta no hubiera tenido esa libertad en Europa, ya que como dice el diputado del fiscal general del estado en la serie, si no hubiera Bhagwan denunciado a Sheela a las autoridades, el FBI no hubiera podido entrar en el rancho. Así es la libertad religiosa en Estados Unidos.

SORPRENDENTE SERIE
Muchos de los entusiastas espectadores de la serie se sorprenden que no supieran nada de estas cosas, aunque vivieran en los años 80 en Estados Unidos. Gran parte del éxito viene de lo poco conocidos que son estos sucesos ocurridos en Oregón con una secta tan paranoica como cienciología, tan controlada como la de Manson y tan criminal como la de Jim Jones. Para mantener la sorpresa del futuro espectador, no voy a contar los hechos que tan magistralmente narran los hermanos Way.

Los directores no sólo entrevistaron a todos los protagonistas de aquellos acontecimientos que aún vivían, sino que logran una intimidad que rara vez se encuentra en las entrevistas que suelen aparecer en los documentales. Cuando encuentran a Sheela en el pueblo suizo de Maisprach, hacen dos viajes para conocerla, pasando tiempo con ella. Y al volver un año después para hacer la entrevista, graban como cuatro horas al día. Aunque ya no es tan mal hablada como en su juventud, conserva algo del descaro que la ha convertido en una especie de anti-héroe feminista, lejos de la tontería que predomina en estos círculos de meditación oriental, donde sólo se habla de paz y amor.

El hábil montaje cuenta con el abundante material que el barato soporte del vídeo proporciona en los años 80 –en los 70 el rodaje en 16mm era bastante más escaso, por su coste–, que provienen de los informativos de las televisiones locales, pero también de grabaciones publicitarias en Súper 8 de la secta. Todo ello acompañado de canciones de músicos cristianos como Bill Fay o Damien Jurado, pero también la maravillosa voz grave de Bill Callahan, una de cuyas canciones da título a la serie. Otro de los aciertos para mí, que tiene Wild Wild Country, es que evita las dramatizaciones que tanto daño hacen a documentales históricos como los de National Geographic. Esas malas representaciones quitan verosimilitud a la Historia y la convierten en un espectáculo barato, cuando aquí hasta las ilustraciones están hechas con gusto.

Lo más sorprendente es el tono objetivo con que se quieren contar estos hechos tan cargados de fuerza emocional y evidentes prejuicios. La crítica más conocida a esto, es la que apareció en la revista The Atlantic, escrita por una colaboradora cuya madre dejó a su familia para entrar en la secta. Obviamente, el visionado de alguien que buscaba la imagen de su madre ausente en cada escena, tiene otro valor que el comentario de tantos que ahora descubren estos hechos. Lo novedoso es que en esta serie, como la que se ha hecho ahora sobre lo ocurrido en Waco en 1993, hay una perspectiva crítica también sobre la paranoia de los vecinos y autoridades que recurrieron a procedimientos dudosos en su persecución y acoso a la secta, como la supresión de voto.



¿LAVADO DE CEREBRO?
Cuando los soldados americanos que estaban presos en la guerra de Corea volvieron a casa en los años 50, contaron los métodos con los que sus captores intentaron ganarlos para su causa. Nace así la teoría del llamado “lavado de cerebro”, tal vez la explicación más popular de por qué muchos de los que han sido miembros de una secta hablan bien de ella. ¿Es una especie de “síndrome de Estocolmo” (la reacción psicológica que recibe ese nombre, a partir de observar cómo hablan los rehenes en el robo de un banco sueco en los años 70, a favor de sus agresores)?

La ingenuidad con la que muchos en Occidente se apuntan a terapias o prácticas de meditación oriental y yoga, sin pensar en qué efecto psicológico puede tener –aparte de la relajación–, explica como muchos se ven cautivos de esa dependencia emocional de su gurú o maestro, sin apenas darse cuenta. Es cierto que la terapia de Osho era peculiar. Los adeptos bailaban desenfrenadamente a ritmos actuales y tenían explosiones emocionales catárticas de gritos, risas y lágrimas. No sólo estaban desnudos parte del tiempo, sino que se practicaba el sexo libre como en una comuna hippy. Pueden imaginarse el contraste con la vida de los pocos vecinos mayores que vivían en el pueblo de Antelope, donde sólo hay una iglesia metodista episcopal.

El vecino que resulta más simpático es el que llegó a ser alcalde del pueblo, John Silvertooth. Su sonrisa y facilidad para hablar del tema sin la gravedad de la alcaldesa que hubo antes de que el consejo estuviera en manos de la secta, sorprende tanto como sus comentarios finales cuando dice que el rancho es ahora un centro de campamentos de la organización evangélica Young Life. “Un tipo de secta también –dice el alcalde–. Hemos pasado de sexo todo el tiempo, a nada de sexo –comenta riéndose–. No son perfectos, pero mejores vecinos que los rajnishes”. Es entonces cuando te das cuenta que esa es la perspectiva objetiva que quieren tener los directores.

La comunidad que establecen en este rancho perdido en una zona rural desértica del centro de Oregón, sólo conocida por ser el lugar de origen del fundador de Nike, no sólo se dedica a buscar la “iluminación” por la meditación, el baile y el sexo libre. También trabajan en la agricultura, acogen a gente sin hogar y ayudan a la rehabilitación de ex convictos. No todo es blanco y negro. Como dice la propia Sheela, “Rajneeshpuram –como llaman ellos al pueblo– es una gran ópera en vivo. Y las óperas al final, siempre son trágicas. Pero había muchas facetas, muchas dimensiones en esta ópera.”



EL LADO OSCURO
“Hay oscuridad en todos nosotros”, dice el antiguo abogado de Bhagwan, Philip Toelkes. Después de cuatro años hablando con Sheela, los directores dicen que no le escucharon ni una palabra de remordimiento por las atrocidades que ha cometido. Todo lo justifica. “No muestra ninguna empatía”, dicen. Es la religión sin compasión. El fanatismo despierta odio, porque no puede ponerse en el lugar del otro.

Así tras la búsqueda de realización personal nos encontramos simplemente el sueño egoísta del que busca su propio placer. Es por eso que los niños vivían aparte y se esterilizaba o hacían vasectomías a todos –algo que no se menciona en la serie–, no sólo para practicar el sexo más libremente, sino porque no había lugar para la familia en la secta. La secta era la familia. Y las acusaciones sobre malos tratos a niños –que también se omiten en los documentales– son para algunos tan graves como los envenenamientos que hacen a los vecinos.

Cuando a los directores les preguntan cómo explican que tantos adeptos recuerden con afecto la secta. ¿No será porque les “lavaron el cerebro”? Ellos contestan categóricamente que no. Creen que nadie les “comió el coco”. Su impresión es que “eran adultos que libremente se unieron a este movimiento para mejorar sus vidas”. Lo que ocurre es que esa “devoción absoluta puede ser manipulada y usada contra sus seguidores”. Esa es para ellos, la experiencia de la australiana Jane Stork (Shanti Bhadra), que “se une a ellos con las mejores intenciones, para construir una comunidad basada en el amor, la armonía y la paz, pero acaba haciendo cosas terroríficas”.

Una de las seguidoras de Rajneesh en los años 70 era hija del congresista Leo Ryan, que fue asesinado por los seguidores del Templo del Pueblo en Guyana en 1978, cuando iba a investigar la secta de Jim Jones. Shannon viajó a la India para ofrecer el dinero del seguro de vida de su padre a Bhagwan. Fue luego a vivir en la comunidad de Oregón, donde dijo que “quisiera confiar tanto en él, que si le pidiera que se matara a sí misma, o a otra persona, lo hiciera, pero que no le veía capaz de pedírselo”... ¡así de ingenuos somos!

EL VIEJO ENGAÑO DE LA NUEVA ERA
Osho enseña que “nadie es pecador”, ya que “incluso cuando estás en el agujero más oscuro de tu vida, eres todavía divino: no puedes perder la divinidad”. Es la vieja mentira de la Serpiente antigua que nos dice que podemos ser como Dios (Génesis 3). Para Bhagwan, “no hay necesidad de salvación”, porque “está dentro de ti”.

“Tengo que vivir conmigo misma –dice Sheela al final del documental–. Tengo que mirar dentro de mí misma y preguntarme quién soy, qué soy, por qué soy... No hay bien o mal, correcto o equivocado, blanco o negro. No sé si cuando muera, iré al cielo o al infierno. No importa. Donde vaya, crearé mi propio paraíso.”

Ella piensa con Osho que “la desobediencia no es un pecado, sino parte del crecimiento”. Tú eres la propia medida de todas las cosas. No hay justicia a la que responder finalmente. Al pretender discernir por ti mismo lo que es bueno y malo, te haces como Dios. Una de las grandes paradojas de la idolatría, como dice Romanos 1, es que al dejar de reconocer al Creador, sirves a la criatura.

¿Cómo entender que personas inteligentes pudieran adorar a Osho como un dios? Porque como Sheela, al alabarle a él, se servían a sí mismas.La divinización de la criatura no es más que otra forma de deificación de uno mismo. Como Dios es todo, para Bhagwan, y los seres humanos no son más que formas ilusorias de la divinidad, no hay crimen, ni pecado...

El mal, sin embargo, es una realidad (Romanos 3:23; 6:23). No podemos escapar de él. No es la inconsciencia, como dice Osho. Para él, la moralidad era un juego, que cambia de una sociedad y un tiempo a otro. No tenía una realidad última. Es el viejo engaño de Satanás. Sólo al creer en Jesús, podemos ser libres de sus últimas consecuencias (Juan 3:18).

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