El reino perdido de Jurassic Park


“Dios crea los dinosaurios. Dios destruye los dinosaurios –dice el científico que interpreta Jeff Goldblum en Jurassic Park–. Dios crea al hombre. El hombre destruye a Dios. El hombre crea a los dinosaurios”. Ahora Bayona muestra qué ocurre cuando “Dios no entra en la ecuación”, dice el personaje que interpreta el actor en El reino caído, ya envejecido, a la pregunta del Senado de “si Dios ha tomado las cosas en sus manos”...

La saga que comenzó Spielberg hace un cuarto de siglo, se dedicaba a la reconstrucción de estas criaturas. Todo lo que puedas imaginar, existe. Sería el argumento ontológico de la existencia de Dios, aplicado al mundo sáurico –como dice Luis Martínez en su entusiasta crítica de Metrópoli–. El director español nos revela ahora la demostración ontológica de que los dinosaurios no desaparecieron nunca. Somos nosotros. La cuestión es si compartiremos su suerte...

La fascinación por los dinosaurios viene de la exhibición de sus esqueletos en museos a principios del siglo XX. A comienzos de siglo llenan las salas de Historia Natural, rodeados por dioramas, como los que todavía se pueden ver en Nueva York y Bayona reconstruye en la mansión del filántropo multimillonario John Hammond, donde transcurren muchas escenas de El reino perdido. Los primeros ejemplares de dinosaurios se habían identificado a través de fósiles en 1924. Hoy en día se identifican más con el período cretácico que en el jurásico.

El personaje de Hammond era escocés como el autor de Sherlock Holmes, Conan Doyle (1859-1930), cuyo libro El mundo perdido (1912) sirve de inspiración a Michael Crichton para escribir Parque Jurásico. Tanto Doyle como Crichton estudiaron medicina, pero estaban fascinados por estas criaturas que la novela original imagina que sobreviven en una meseta sudamericana, donde va en una expedición científica el profesor Challenger, que protagonizó algunas historias de Doyle, inspirado por el fisiólogo William Rutherford.

La editorial Valdemar ha publicado en Madrid una excelente edición de El mundo perdido y el resto de las historias de Challenger en El abismo de Maracot y otras aventuras. Esta colección sustituye adecuadamente uno de los tres relatos que protagoniza Challenger, El país de la bruma, ya que no era más que una excusa para hacer propaganda del espiritismo –la religión de Doyle–, por la que da título al libro, que protagoniza un colega suyo llamado Maracot.



NATURALEZA INDÓMITA
El libro de Michael Crichton (1942-2008) es mucho más que un homenaje a Conan Doyle –su segunda novela lleva el nombre de “El mundo perdido”, así como la secuela a la película de Spielberg–. Su obra se enmarca en lo que se ha dado en llamar el “tecno-thriller”, un tipo de ciencia-ficción marcadamente distópica, o sea pesimista sobre el futuro que la tecnología puede lograr. Sus libros y películas –ya que también fue director y guionista de cine– se suelen leer como una advertencia sobre la fe en el progreso que la ciencia pueda lograr. Aunque Parque Jurásico (1990) trata en realidad sobre la incapacidad del hombre para contener la naturaleza.

En el 2004 Crichton se hizo famoso por una polémica acerca de su novela Estado de miedo, que atribuye el calentamiento global, no a la actividad humana, sino a la especulación de un grupo de científicos que producen desastres naturales. Es por eso que Bush alabó el libro y Crichton fue criticado por recibir un premio de los geólogos petrolíferos americanos. Autor de La amenaza de Andrómeda, Coma y Westworld, dirigió incluso la versión cinematográfica de estas dos últimas. La idea del parque temático aparece ya en esta última historia, que es una popular serie de HBO.

Parque jurásico pone en evidencia la ilusión de creer que podemos controlar la naturaleza. La lectura ecológica que se le ha dado a veces a esta historia, no concuerda con la idea de Crichton, que veía el movimiento verde más como una religión, que como el resultado de la observación científica. Como Frankenstein, Hammond se propone recrear la vida, en este caso por medio del ADN, mientras que el Dr. Malcolm le advierte que la naturaleza es impredecible. Como todas las utopías, se desarrolla en una isla, que se convierte en distópica, como El señor de las moscas, cuando el entorno paradisiaco en vez de mostrar la bondad innata del ser humano, lo que revela es la oscuridad de su corazón.



NIÑOS PERDIDOS
Crichton escribió el guión original para Spielberg. Como le pareció demasiado pesimista, encargó que lo reescribiera otro, pero seguía mostrando el carácter indómito de la naturaleza. Será un tercero, Koepp, quien firma los créditos con Crichton, aunque es finalmente una obra de Spielberg, que hizo todo ese trabajo en el jardín de la casa del moribundo Steve Ross. Este empresario y filántropo judío de la Warner fue como un padre para Spielberg. Tuvo tanta influencia en él, que le llevó a apoyar la campaña de Clinton, llegando a estrenar la película en Washington, a favor de la causa benéfica favorita de Hillary. Ross murió ese año, el 92, a causa de complicaciones de un cáncer de próstata. Spielberg le dedicó La lista de Schindler.

De acuerdo a la conocida teoría de que el cine de Spielberg se entiende a partir de padres ausentes y niños perdidos –apuntada por Gordon y divulgada por el libro en español de Federico Alba, pero confirmada también por el reciente documental de HBO, que él mismo ha autorizado–, aquí hay tanto el deseo de ser padre que tiene en las dos primeras Grant, como la paternidad irresponsable de Hammond y Malcolm, pero sobre todo la vulnerabilidad de la niña perdida. Este último tema es además el característico, tanto de Bayona como de Spielberg, que transmiten ambos ese sentido de orfandad que da a su cine esa fuerza emocional que va más allá del espectáculo de artificio de tanto género fantástico. Hay afectos, no sólo efectos especiales.

En la novela de Crichton se retrata a Hammond como un ambicioso capitalista, devorado por su creación, pero en la película de Spielberg es un empresario del espectáculo que busca contentar al público desde que empezó con un circo de pulgas. Como ya no puede ser el fallecido Richard Attenborough, le ha sucedido su hijo (James Cromwell) que vive con su nieta (Isabella Sermon), o sea sin padres, bajo la supervisión de la institutriz que encarna Geraldine Chaplin, la hija de Charlot que se casó con el director español Carlos Saura. Será la niña quien se apropie de la película, al llevarla a su desenlace final en un decorado más propio del terror gótico que de la fantasía tecnológica.

JUGANDO A SER DIOS
La humanidad lleva jugando a ser Dios desde el reino perdido del Edén (Génesis 3). Al olvidar que somos criaturas, pretendemos ser el Creador, imaginando que tenemos el destino en nuestras manos. En vez de aceptar nuestra finitud y dependencia del Autor y Señor de la vida, traspasamos los límites (Gn. 2:17) en la búsqueda desesperada de asegurarnos que tenemos poder sobre la vida. Y eso es una ilusión.

Ese hambre de poder nace de esa inseguridad por la que nos sentimos huérfanos y perdidos en este mundo. Los seres humanos tenemos poco control sobre nuestra vida. Todo lo que somos y tenemos nos es dado por Dios. Ni siquiera decidimos el momento y lugar en que hemos nacido, quiénes son nuestros padres y cuál nuestra familia. Si hasta el ADN nos es dado, ¿cómo podemos creer que tenemos realmente control sobre nuestras circunstancias?



Nos hacemos la ilusión de que podemos ser lo que queramos. Cuando somos jóvenes pensamos que no vamos a ser como nuestros padres. Seremos nosotros mismos. Y a mitad de la vida nos damos cuenta de cuánto nos ha influido nuestra familia. Muchos se creen que son los que son, por su esfuerzo, inteligencia y dedicación, pero la realidad es mucho más complicada... ¿qué sería de nosotros si hubiéramos nacido en otra familia de otro lugar con menos oportunidades?

LA VERDADERA HUMANIDAD
Como el niño de “La travesía del Viajero del Alba” en las Crónicas de Narnia de C. S Lewis, Eustace, cuando queremos ser más que lo que somos, no somos más que humanos, sino menos. Nos convertimos en dragones depredadores. Ya al ambicionar el poder sobre nuestra vida, nos hacemos como lo que adoramos. Nuestro orgullo nos vuelve monstruos.

No podemos ser lo que queramos, porque no somos creadores infinitos, sino criaturas finitas y dependientes. Es nuestro miedo e impotencia lo que nos aleja de Dios. Y El nos muestra su Gracia, o sea su favor inmerecido, una y otra vez. Es cuando nos humillamos como Jesús (Filipenses 2:4-10), que dejó su poder para venir a este mundo a salvarnos en una cruz, que encontramos la esperanza de la resurrección.

Mientras tanto, la creación gime hasta “la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8:19), cuando Él vuelva será renovada. Ya no habrá más orfandad, porque hemos sido adoptados (v. 23) por nuestro Padre eterno en Cristo Jesús. No seremos dioses, pero tampoco monstruos, sino verdaderamente humanos.

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