Hombre religado: Dios implicado

(Trascendencia)

En su interesante librito “Habitar los confines” (Bellaterra, 2013), el teólogo italiano Carmelo Dotolo ofrece una especie de gramática de la existencia humana abierta a la trascendencia religiosa. Existir es aquí ex-sistir, o sea, trascender, cuya sentido se basa en el principio de nuestra libertad como liberación de la realidad dada. La cual realidad no es un mero dato bruto, sino un don simbólico que la trasciende. La trascendencia aparece así como apertura de nuestra inmanencia, una inmanencia alterada por la alteridad medial del otro u otros, y finalmente por la alteridad radical del Otro cuyo nombre tradicional es Dios.

De esta guisa, la trascendencia comparece originalmente en este texto más que como límite, a lo Eugenio Trias, como un confín en el que confluimos todos al fin. El principio de trascendencia introduce en nuestro mundo cerrado una brecha o rajadura, una posibilidad abierta y una esperanza de liberación de la realidad opaca. En este sentido, el hombre mismo comparecería como el límite, mientras que Dios fungiría como el horizonte abierto, el horizonte que abre el límite ilimitadamente. Si el hombre es el límite del mundo, Dios sería su confín o confluencia, la otredad liberadora.


(Cristianismo)

Así se muestra precisamente en el cristianismo, en el que Dios es la otredad salvadora o redentora, a través de su encarnación radical en el mundo del hombre. Por eso el Dios cristiano no sería propiamente libertad absoluta, como quiere Dotolo, sino libertad religada, o sea, amor. Dios como libertad absoluta sería puro arbitrio o arbitrario, mientras que un Dios sin libertad sería ciego destino. Entre el paganismo del destino y el liberalismo de la libertad arbitraria, el Dios cristiano es un Dios implicado, amor cómplice, confín universal del ser.
Si la existencia humana consiste en trascender, la existencia divina consistiría en intrascender o inmanentar, encarnarse o implicarse, confinarse. Pues si Dios es nuestro Otro, nosotros somos el otro de Dios y su otración u otraje, su alteración y alteridad, su encarnadura o inmanencia (véase el Dios-kénosis en la Epístola a los Filipenses de san Pablo, capítulo 2). En este contexto Jesucristo personifica su trascendencia como Cristo y su inmanencia como Jesús, encarnando así la potencia mediadora del amor como vínculo entre lo humano y lo divino. Por eso Jesucristo no es un límite propiamente, sino el confín entre Dios y el hombre, la inmanencia y la trascendencia.


(Amor)

Dios –lo divino- comparecería entonces como el amor implícito o implicado en el universo, mientras que el propio universo sería el amor explícito o explicado del Dios a través der su pro-creación amorosa. Ahora bien, no podemos interpretar el amor en su doble vertiente, trascendente e inmanente, de un modo tradicional e idílico, idealista. El amor como trascendencia inmanente en Dios o como inmanencia trascendente en el mundo del hombre, expresa o expone una diléctica no meramente beatífica sino dialéctica o conflictiva, por cuanto es el confín o encuentro de los diferentes y las diferencias. El amor como esencia de la existencia, como sabían Sócrates y Platón, es mediador de contrarios y diálogo de opuestos, tanto en su vertiente de amor o cohesión interpersonal como en su vertiente de amor o coherencia impersonal.
En el ámbito personal Jesucristo personifica como nadie en este mundo la diléctica dialéctica del amor conflictivo, el amor que produce vida pero conduce a la muerte. Por lo demás, todos somos hijos de un amor paterno-materno que nos dona la vida y nos condona/condena a la muerte. Pues bien, algo analógico ocurre en el ámbito impersonal del universo tal y como lo ve Konrad Lorenz: “el orden reina en la materia, pero dentro del vertiginoso sistema solar del átomo, las estructuras lógicas se deshacen y dan paso a la contradicción, la indeterminación, la incertidumbre (la ansiedad, el miedo, la angustia)” (Das sogenannte Böse).


(Habitar los confines)

Por todo ello pienso que la divinidad que nos propone C. Dotolo en su incisivo libro resulta ciertamente positiva, aunque quizás en exceso, ya que conlleva todavía un toque tradicional de carácter ideal o idealista. Habría que profundizar en la divinidad que proyecta P. Tillich y concita nuestro autor, según el cual el auténtico Dios aparece cuando el viejo Dios ha desaparecido. Y es que un Dios paterno-materno-fraterno, como es el cristiano, “sufre” en su divinidad el descoyuntamiento de su humanidad a causa de su encarnación o implicación, al modo como “sufre” la divinidad evolutiva en la cosmología de Whitehead. Me apunto con el autor a “habitar los confines”, pero habitar el confín es cohabitar el fin común que es la muerte: auténtica apertura trascendental y radical cobijo existencial (trastemporal).
Habitar los confines significa cohabitar la vida como confín existencial, la muerte como confín final y la divinidad como confín trascendental. El propio Wittgenstein, que respetaba los límites racionalmente, los trasgredía transracionalmente en su apertura ética o estética, religiosa o mística. Pues bien, el confín es el límite abierto y no cerrado, símbolo de una evolución que realiza la realidad ambivalentemente, positiva y negativamente, divina y diablescamente, conflictivamente. Por eso el mundo es mitad comedia de sentido y mitad tragedia de sinsentido y, por tanto, una auténtica tragicomedia, en la que están coimplicados Dios, el hombre y la realidad: cuya realización se realiza desrealizándose paradójicamente, hasta vaciarse o volverse a su principio u origen (nirvánico o extático).


(Conclusión)

Tras todo lo dicho importa la figura del Papa Francisco al presentarse no como un Patriarca sino como un Fratriarca, capaz de comprender la miseria, pobreza y sufrimiento de la humanidad en un mundo plagado de catástrofes naturales e innaturales, humanas o inhumanas. Con su espíritu franciscano y jesuítico, sencillo y abierto, Francisco personifica el clamor de los pobres e impotentes frente al glamour de los ricos y poderosos. El tradicional triunfalismo barroco del Vaticano deja paso a un Pontífice que trae a colación el pecado y la corrupción, el mal y la maldad, lo grotesco y lo diablesco, aunque sin perder su actitud positiva y la confianza religiosa en Dios. Desaparece del horizonte católico la vieja omnipotencia infantil típicamente religiosa, basada en un Dios infantilmente prepotente, como adujera Freud. Y reaparece la inspiración del Dios de Jesús radicalmente acogedor y asuntor de nuestra finitud y confinamiento en el Confín de su trascendencia trasfiguradora, proyectada por el homo religiosus que es el hombre religado.


(Bibliografía mínima)
---Carmelo Dotolo (Habitar los confines).
---San Pablo (Epístola a los Filipenses)
---Paul Tillich (El coraje de existir).
---Konrad Lorenz (Das sogenannte Böse)
---Ernst Bloch (El Principio Esperanza).
---Andrés Ortiz-Osés (El duelo de existir).
Volver arriba