Moral (II). ¿Una gramática moral universal?
Kant concedía a la razón la capacidad de generar juicios morales que apelaban a lo que él consideró un “imperativo categórico” a erigir en ley universal.
Este principio kantiano (bastante compartido en diversas culturas, y muy similar a otros expresados anteriormente por Pitágoras, Confucio, etc.) fue expresado de dos maneras:
"Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”.
“Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio".
Hume advertía que todo juicio viene precedido por una emoción. Por su parte, Rawls proponía que el juicio es posterior a un análisis de las acciones en el que intervienen tanto las emociones como la razón, aunque entiende que el principio de equidad que rige nuestras decisiones morales opera al margen de la conciencia.
Hauser se suma a la idea de Rawls, pero deduce que nuestra actitud moral viene gestada por un sentimiento, esencialmente innato e inconsciente o pre-racional. Este sentimiento es expresión de una gramática moral universal análoga a la gramática universal de Chomsky, referente en su caso a la formación del lenguaje.
(Otros principios, equivalentes a los de la moralidad y el lenguaje, subyacerían a la percepción, y a ciertos aspectos de las matemáticas y de la música).
Podemos verbalizar las razones de nuestros juicios morales, esto es, traducirlos al lenguaje racional que compartimos, pero no sin cierta dificultad, especialmente evidenciable cuando nuestros juicios morales se oponen a los propiamente racionales.
En sus experimentos sobre la moral (1), Hauser y Singer no hallaron diferencias significativas entre ateos y creyentes. Esto vendría a significar:
i) que la fe apenas influye en nuestras convicciones morales profundas y en nuestra sensibilidad hacia el prójimo (esto es, a nuestra comprensión de su situación y nuestra disposición a socorrerlo u obviarla);
ii) un dato adicional que apoya la idea de que la base de nuestros juicios morales instantáneos es innata e inconsciente.
Considerar que el origen de esta gramática moral es evolutivo, resulta consecuente con el hecho de que entre un 3% y un 10% de la población –porcentaje que varía según el problema concreto planteado en cada caso- carezca del mismo.
La explicación de Hauser apela al “gen egoísta” propuesto por William D. Hamilton y Richard Dawkins para explicar las conductas aparentemente altruistas que, sin embargo, repercuten favorablemente en la frecuencia de transmisión de los genes que las regulan.
Sea por la razón que fuere -efecto colateral de otros genes, selección de aquellos que mejoran la coordinación e integración grupal u otras características que favorezcan la supervivencia de los individuos de un grupo- la inmensa mayoría de los seres humanos compartimos un sentimiento moral que tiende a limitar un potencial abuso (o empleo excesivo) de la razón en asuntos morales.
(Contra lo que Kant suponía, la razón puede gestar decisiones frías e inhumanas. Por otro lado, su idea de que el fin no justifica los medios no es exactamente “racional”.)
El mero hecho de plantearnos respuestas morales alternativas ante una situación nos hace sentir una sensación de agrado o desagrado que (en un altísimo porcentaje de personas) se asocia a una preferencia o actitud de aprobación, o a una repulsa (Hauser llega a hablar de “asco”), las cuales deciden nuestro juicio moral.
De haber conflicto con el mero análisis racional de una situación, tenderá a imponerse este “sentimiento humano” . La excepción más notoria –esto es, la carencia de este sentimiento moral- la constituían los sociópatas (o psicópatas), que, en estos dilemas morales, eran seres “racionales puros”.
El resto de la humanidad, prefiere ver reflejada la alegría en el rostro de otras personas y siente aversión por su dolor. Es lo que llamamos tener “buen corazón”. No cabe duda de que este sentimiento es independiente de los mandatos morales que se nos den. De hecho, cabe analizar si las prohibiciones y los mandatos morales más bien operan contra el sentir espontáneo.
No se puede imponer –o forzar- el amor. Cuando nos imponen su ficción o nos reprimen su expresión, se genera una tensión interior que puede neurotizar, abocar a un sentimiento de frustración o, en cualquier caso, interferir en la expresión de la empatía.
En otras palabras, ser más bien contraproducente que promotor del sentimiento amor que se pretende propiciar.
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(1) Un resumen de los dilemas morales planteados en estos experimentos, y del resultado del estudio, puede verse en: https://www.academia.edu/4465821/Sobre_el_origen_de_nuestra_moral, diap. 7-18.