Un monasterio cercano en mi lugar y tiempo.
Cerca de mi pueblo hubo durante mucho tiempo un célebre monasterio de monjas benedictinas llamado San Salvador del Moral, hoy importante granja agrícola.
Estaba situado a la diestra mano de la carretera Burgos-Portugal, cerca de Quintana del Puente y al Norte de Palenzuela. Aparte de sufrir, en sus primeros tiempos, razias musulmanas, en el siglo XVIII un terrible incendio destruyó de tal manera el edificio que las monjas tuvieron que alojarse de prestado en otro de su orden.
De ese monasterio se guardan documentos desde casi sus inicios, alrededor del siglo XI, hasta finales del siglo XIV en el Archivo Histórico Nacional, en el de Silos y en la Catedral de Burgos. Hoy están disponibles en Internet. Como sucede cuando uno se interesa por un tema, surgen otros colaterales que obligan a desviarse por tal o cual personaje relevante citado en tales documentos, generalmente hidalgos, nobles o reyes: los Sepúlveda, los Tovar, los Enríquez...
En relación con la filología, resulta curiosa su lectura porque si bien los primeros están escritos en más o menos un latín correcto, llega un momento en que palabras y expresiones vulgares en castellano se entremezclan con formas latinas. Los últimos documentos ya están escritos en un castellano propio de los siglos XIII y XIV.
La Edad Media es un periodo excesivamente largo como para hablar de forma genérica de ella. Se habla de Alta y Baja E.M. y se distinguen varias épocas, lo cual es indicativo de que no hay una uniformidad dentro de los siglos que comprende. Sin embargo, se constata que costumbres religiosas, manifestaciones y, sobre todo, creencias, se prolongan mucho más que ciertas expresiones literarias o arquitectónicas.
Queremos decir con esto que durante mucho tiempo las creencias y ritos religiosos llamados “paganos” perduraron en la mentalidad e incluso práctica en las capas populares o, en otros casos, las costumbres antiguas quedaron entreveradas con lo que el cristianismo aportaba. Dentro de su concepción religiosa poco desarrollada, el vulgo no distinguiría lo uno de lo otro, pensando que se trataba de lo mismo, aunque con distintas expresiones y ritos.
Por supuesto, de lo dicho, de la vida religiosa de los que hoy se denominan laicos, no hay nada escrito. Lo que permanece es lo que hace relación a clérigos y monjes, con relaciones y documentos que alcanzan a los primeros tiempos del cristianismo. Esto, no se puede negar, produce una cierta distorsión en la apreciación histórica del cristianismo porque tan “iglesia” era el pueblo como la jerarquía rectora o los que rehuían convivir con el vulgo, los monjes.
El vulgo, por debajo de la somera cristianización que aceptaron sin mayor problema dado que eran mandatos del Emperador romano o del rey visigodo de turno, seguía admitiendo elementos de una credulidad que presuponía las supersticiones más diversas, prácticas y ritos mágicos, folklore popular las más de las veces enfrentado a los nuevos dogmas, fiestas populares que difícilmente casaban con la nueva religión.
Y no sólo el vulgo creyente. Las costumbres de los sucesores de los romanos, los bárbaros, no se impregnaron de la noche a la mañana del credo cristiano. Cuando el poder romano cedió y la férrea administración central ya nada pudo hacer por seguir dominando tierras alejadas (pienso, como ejemplo, en tierras de Palencia –La Olmeda-- o Cuenca –Noheda--), por no disponer de la necesaria leva de legionarios, estos espacios fueron a caer, primero, en manos de bandas numerosas depredadoras, generalmente, como ya sabemos, procedentes del norte de Europa. Luego llegaron verdaderas masas organizadas tanto de guerreros como de agricultores, artesanos y ganaderos. España cayó en manos de los visigodos, que asumieron el poder. Los así llamados luego “caballeros”, a pesar de su mayor poder adquisitivo y su holgada existencia, siguieron conservando ideas y prácticas heredadas de sus ancestros paganos, los pueblos germánicos.
Muestra de ello es el desprecio por el trabajo, algo que, por desgracia, ha perdurado entre la gente acomodada casi hasta nuestros días ; el gusto por la violencia y el aprecio de la misma; la preparación exquisita en las artes marciales o predatorias, unido todo a la exaltación guerrera, al furor sagrado; y, por otra parte, una moral familiar en exceso relajada y en modo alguno acorde con la enseñanza cristiana…
No aparece en las “grandes historias”, pero sí en otras más detalladas, pongo por ejemplo las Crónicas del Canciller López de Ayala o Historia de la Guerra de Granada de Hurtado de Mendoza (sublevación de los moriscos): matanzas, envenenamientos, venganzas; raptos; adulterio como práctica admitida; repudios y concubinatos; casamientos contra natura…
Tal pensamiento y tales prácticas perduraron durante muchos siglos, no fueron flor de un día en el invierno de los primeros siglos medievales. Todavía en los muy cristianos siglos XI y XIII eran norma y práctica común. Ello unido, en vulgo y clase superior, a unas creencias en el más allá justiciero, en el infierno como destino seguro de muchos, del que había que precaverse del modo que fuera. ¿El modo? Lo que la Iglesia instituyó: donando sus fortunas.
Recordemos el caso del, por otra parte, gran rey Alfonso XI, el de Algeciras. Su único hijo legítimo, Pedro, se convirtió en “el Cruel” (a la fuerza, si no quería verse destronado y muerto por sus hermanastros y nobles contrarios); su padre Alfonso, adjuntado con Leonor, de la que tuvo diez hijos “naturales”, a los que poco a poco fue asesinando Pedro (no a todos, claro). ¿Y cómo juzgaba todo esto la Iglesia? Pues… si no quería verse desprovista de prebendas, lo solventaba mirando hacia otro lado; no hablando de ello; tratando de ocultarlo; legitimando lo necesario… ¡Cuántos obispos hubo en España hijos ilegítimos! Y cuántos siendo partícipes del mismo modo guerrero o señorial de vida.
Y del rey abajo, todos los nobles vieron como algo natural ser crueles, no tener vida familiar y tener hijos extra matrimoniales. Pervivencias de prácticas y mentalidades ancestrales. Monasterios con abadesas de horca y cuchillo (por ejemplo, San Andrés del Arroyo); cardenales como virreyes; obispos con sus mesnadas al servicio del rey y a tanto la lanza.
Como siempre, el santo se me va al cielo, del tema me desvío y no puedo explayarme en él: hablaba del monasterio de benedictinas San Salvador del Moral. Algo que me ha chocado sobremanera es el mismísimo contenido de los documentos conservados, de lo que tratan y según parece de lo que realmente interesaba a las monjas: no hay en ninguno de ellos muestra alguna de religiosidad, excepto las primeras palabras invocando a la Santísima Trinidad, lo mismo que hoy se puede hacer referencia, en un documento, a la Constitución.
Los temas siempre los mismos: donaciones, propiedades, ventas, impuestos; asegurar pertenencias; pueblos obligados a pagar determinadas rentas; pleitos por tales tierras; deslinde de pastos… Por parte de los nobles relacionados con el monasterio: sepulturas, capillas, fundaciones, misas, el dinero para todo ello…
¿Qué demuestra todo esto? Dos cosas: por una, la necesidad que estas personas, temerosas del juicio de Dios, sienten de pervivir, de la manera que sea; por otra, asegurarse el cielo con ofrendas y rezos instituidos y, por supuesto, la vanidad del poderoso: una lápida, una inscripción, un medallón, un escudo para seguir viviendo en este mundo.
Choca que la inmensa mayoría de los legados y testamentos cedan fortunas inmensas a este o al otro monasterio y no consten idénticas donaciones a los pobres de tal pueblo o ciudad. Sí, a veces lo hacían, pero como las migajas del rico Epulón.
Una cifra: aparte de sus propias posesiones que generalmente contrataban en arriendo, el monasterio femenino de San Salvador del Moral, en tiempos de Isabel la Católica, año 1475, tenía una renta pagadera por los pueblos aledaños de algo más de 335.000 maravedíes anuales. Una bicoca, cuando un alto dignatario de su reino tendría un sueldo anual de unos 20.000 mrs. o menos.