“GENTE DE TROPA”

Del “matrimonio” se han dicho infinidad de palabras, y aún de definiciones. Depende del lugar y de los ojos con los que se contemple y se juzgue. El diccionario se limita todavía a determinarlo lisa y llanamente, sin perjuicios y ponderaciones, como “unión de un hombre y de una mujer, concertada mediante ritos o formulaciones legales”. A los expertos, y con buen criterio, les deja la tarea de reflexionar, concretar y articular, por ejemplo, qué es eso de “unión”, de “hombre”, de “mujer” y, sobre todo, de “legalidades”. Para los poetas, como casi siempre, el matrimonio es otra cosa. También lo es para quienes de alguna manera son, o se consideran, especialistas en cualquiera de las ramas de la antropología, sociología, y hasta economía, que se relacionan con acontecimiento y vivencia de tal naturaleza para las relaciones humanas. En el ámbito de lo religioso, al matrimonio lo define un sacramento con sus signos, la gracia de Dios y las obligaciones canónicas que aceptaran sus contrayentes, siempre y cuando lo hicieran libre y conscientemente.

Y es exactamente en este marco en el que situamos unas sugerencias que se desprenden con fiabilidad y con lógica, de una las orientaciones- preceptos ascéticos que se formulan en el libro “Camino”, que a muchos cristianos les sirven de apoyo y de argumento indulgenciado en el organigrama de su formación religiosa, con enaltecimiento y devoción y con raras –rarísimas- posibilidades de cuestionamiento. En el itinerante libro- resumen de ascetismo y de vivencia cristiana se alude al matrimonio como estado propio y destinado “a la gente de tropa”.

Nuestra fuente de ilustración es una vez más el diccionario, y para este, “tropa”, además de “muchedumbre de gente militar”, es también término que se aplica “ a gentecilla o gente despreciable”, dependiendo del contexto y de la intencionalidad con la que se emplee, sin necesidad de destacar el hecho de que normalmente este suele ser “desdeñosa y despreciativa”.

Como, así planteada e interpretada la definición matrimonial, esta entrañaría anomalías y humillaciones tan graves e insospechadas desde el punto de vista, personal, divino e institucional, urgen subrayar, aunque sea muy someramente, que, por santo que se sea y por mucha y muy buena intención que se tenga, un desliz lo tiene cualquiera. Eso sí, al haber sido tantas las ediciones del libro en cuestión, aún en vida de su autor, es posible que una nota aclaratoria al sentido y al contenido de la frase hubiera resultado provechosa, habiendo evitado susceptibilidades en el pueblo de Dios que mayoritariamente es el que no se siente vocacionado para el celibato y, por tanto, con santa proyección para el matrimonio, como marco y forma de vida.

La correspondiente, certera y ascético- mística explicación –si la hubiera- contribuiría a despejar recorrer con tranquilidad de conciencia y humildad importantes y decisivos tramos del “Camino” de perfección religiosa, explícitamente diseñados para los miembros de la “Obra” y para quienes pretendan peregrinar por sus enseñanzas y su catequesis. En este contexto, siempre penitencial como todo, se llegaría a esquivar, por ejemplo, la interpretación de que el término “tropa” fue elegido, y conscientemente mantenido, con el convencimiento de que son la “tropa”, y gracias a la “tropa”, puede haber, y hay generales y “generalísimos” y coroneles, comandantes, capitanes, tenientes, sargentos y cabos, con toda la rica variedad de grados, cruces, galones, alamares, aderezos, distinciones, soldadas y emolumentos y medallas…

Es precisamente la “tropa” lo que justifica y hace posible la existencia de jerarquías, escalas y grados, por lo que a algunos hasta pudiera llegar a parecerles congruente la referencia al enaltecimiento y mantenimiento de la “tropa” en cualquiera de los frentes de la conquista o reconquista contra el mal –el “Maligno” por más señas- y sus ejércitos.

Desde valoraciones ascéticas y cristianas, el matrimonio no es despectivamente para “gente de tropa”. Tampoco lo es el celibato. Uno y otro, son “caminos” y “estaciones de término” en la pertenencia al Reino de Dios. Y, por supuesto, no el “ordeno mando”, sino el “servicio”, es lo que confiere autoridad y jerarquía en la Iglesia, con la cruz como distintivo de resurrección y de vida. La misma cruz precisa ser redimida del habitual estado de condecoración, emblema o insignia al que los sometieron y someten las vanidades y los privilegios. Los verdaderos merecimientos de las cruces los valora Dios, Padre de todos.
Volver arriba