La Iglesia no es una fábrica
Ni es una fábrica –“producir en serie, generalmente por medios mecánicos”-, ni tampoco la Iglesia es una empresa –“en tanto en cuanto que en comercio sea una entidad integrada por el capital y el trabajo como factores de producción y dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación de servicios, con el fin principal de obtener beneficios económicos”. La Iglesia-Iglesia ni es ni tiene nada –absolutamente nada- de empresa y menos de fábrica.
Bien es cierto, no obstante, que “no siempre es verdad tanta belleza”, en conformidad con apariencias y pareceres firmados y conformados por los mismos fieles cristianos y por dirigentes o empresarios de profesión u oficio, del ámbito u orden sagrados…Pero dado que para algunos las ideas Iglesia- empresa se matrimonian con asiduidad e indecencia, hasta consentirían y recomendarían ser procedente que se aprovecharan determinados procedimientos , siempre que fueran a favor de la rentabilidad mayor en bien y al servicio del pueblo, y no de ciertos “accionistas” por devoción vocación o por algún privilegio o condición, tanto temporales como sobrenatural.
Y ocurre, por ejemplo, que en la mayoría de tales entidades empresariales “civiles” resulta frecuente – a veces, normal- que en todos sus segmentos y con la periodicidad establecida, se planteen, revisen y valoren el grado de rentabilidad que su actividad, trabajo o labor les ha supuesto a la empresa-fábrica a la que consagran su tiempo y dedicación laboral o profesionalmente. Para ello, les sirven de pauta los números del uno al diez con los que los propios trabajadores se auto-confiesen y juzgan entregando los resultados a sus inmediatos jefes, y estos también a los suyos, interpretados a la luz del personal técnico del departamento de “recursos humanos”, obligados unos y otros, es decir, todos, a llevar a cabo las debidas correcciones.
¿Qué pasaría si los laicos –ellos y ellas- procedieran de idéntico modo y medida en relación con la valoración del trabajo-ministerio de los encargados “por la gracia de Dios”, de pastorearlos? ¿A qué conclusiones llegarían los curas de los pueblos al revisar los índices de valoración que sus respectivos obispos se auto formularan y, a la vez, compartieran con humildad, decencia y veracidad con el resto del clero? ¿Cómo beneficiarían a la Conferencia Episcopal los números de clasificación que sus respectivos miembros, confesos y contritos, en temas concretos, como en los hoy tan vigentes e indecisos en las relaciones Iglesia-Estado?. Sintiéndolo mucho, pero es obvio llegar a la conclusión de que el sistema de los números y del departamento de los “recursos humanos”, no está suplido en la práctica por el sacramento de la confesión, ni por la penitencia que pueda ser impuesta con más o menos acierto e indulgencias.
De todas formas, aunque en parte este sacramento practicado ejemplarmente por curas y obispos, incluyera de por sí idénticas, o similares valoraciones humanas y divinas, una vez más y en deterioro de la validez de “la religión igual a ceremonia o a rito”, el número del uno al diez y el tú a tú, es una cosa y otra distinta el “padrenuestro” y el “Avemaría” de la penitencia , así como el propósito de enmienda o la reducción, o el plus, inherente a los sueldos.
A nadie debería molestarle la calificación de “fábrica” con la que me he referido a la Iglesia. En el lenguaje administrativo canónico, a la iglesia-templo se hace explícita referencia a la “fábrica” o lugar de administración de los sacramentos y a los estipendios establecidos por la recepción de cada uno de ellos, en las denominadas “tasas” en los Boletines Diocesanos, actualizadas año a año…
En orden a la incomodidad “impiadosa” que puedan padecer algunos al leer “empresa”, basta y sobra con reseñar que, además de bancos –“asientos largos y estrechos”-, de los que hacen uso los fieles en los actos de culto, las entidades bancarias con sus historias y cambios de nombres, formaron y forman parte de la Iglesia…¿Sí o no?
Aunque la Iglesia no sea de por sí ni una empresa, ni tampoco un negocio –“el negocio de la salvación eterna”-, la renovación “franciscana” llama a sus puertas con humildad y presteza, y en esta ocasión, “en el verdadero y sacrosanto nombre de Dios”.