VESTIDO TALAR : ¿SÍ O NO?
El del vestido –“veste talar” para curas y obispos- no es un tema menor. Es “mayor” e importante, como puede serlo el de cualquier otro colectivo, con implícita mención para el del género femenino, que con toda clase de lujos, de noticias e inversiones inunda los medios de comunicación, con multitud de poses, líneas, calidades y colores. El principio de que cada uno, grupo, clase social, profesión o familia, es como viste, y viste como es, aunque con limitadas y hasta extemporáneas excepciones, sigue vigente. En esta ocasión mi comentario se centra en la veste talar clerical, ajeno a la propia y específica de los actos de culto, adelantando tan solo que sobre los paramentos litúrgicos - y más los pontificales y solemnes-, han de desplegarse lienzos de sencillez, humildad y llaneza. El escándalo que los ornamentos sagrados pueden provocar, y provocan, ante propios y extraños, reclama reflexión y enmienda.
. Aceptando que otros piensen y actúen de distinta manera, yo no soy partidario de que en sus relaciones y comportamientos normales diarios, sacerdotes y obispos tengan que presentarse ante el Pueblo de Dios, con signos y señales diferentes, propios y específicos, que los identifiquen como “ministros del Señor”.
. Además de mi sensibilidad personal, y la de otros, ilustran mi convencimiento las palabras del Papa Inocencio I -a. 428- quien, en carta a los obispo de las Galias, resolvía así el tema de cómo el clero debe distinguirse del pueblo: ”doctrina, no veste; conversatione, non habitu, et mentis puritate, non culto”. Es decir,” la profesión y praxis de la doctrina y no el traje, la conversación –saber y sabor de Dios- y no el hábito, y la claridad y limpieza de los pensamientos y no el culto, habrían de ser veraces testimonios que distinguirían a curas y a obispo del resto de los “fieles cristianos”.
. Quienes a estas alturas de la vida y de la cultura pensaran que los hábitos protegen o salvaguardan la incolumidad moral y la ortodoxia de sus porteadores, y no sus convencimientos – y fuera esto lo que justificara su uso a perpetuidad y sin excepciones legales-, estarían formalmente equivocados, al fiar la perseverancia a uniformes e indumentos, y no a razones y a la gracia de Dios.
. Quienes estuvieran convencidos de que son los hábitos talares los que suscitan el respeto y la veneración de diocesanos y fieles en su relación y trato con obispos y curas, es posible que se olviden de que “el hábito no hace al monje”, según el sentir y la valoración del Pueblo de Dios, expresión fiel de su gracia y de la misma vocación religiosa, sacerdotal o episcopal.
. Si algo se estima en el mundo actual como valor añadido, fundamental y edificador de la convivencia entre todos, es precisamente la seguridad de que todos –todos- somos iguales, con capacidad para dar, darnos y recibir de los demás, sin privilegios, distinciones y miramientos. Ser y ejercer como “uno más” es –debe ser- parte del ejemplo que el propio concepto de Iglesia –comunión entraña, y se predica “en el nombre de Dios”.
. Todo, con inclusión de los hábitos, cuanto dificulte o impida la integración de cualquiera en la comunidad eclesial –también en la cívica o social-, habrá de ser examinado a la luz de principios fervorosamente humanos y cristianos, además de modernos y rejuvenecedores. Las antiguallas y las ranciedades jamás están permitidas en la Iglesia de Cristo.
. En los primeros tiempos de la Iglesia, sacerdotes y obispos vistieron fuera de los actos de culto al estilo de los romanos o de los pueblos en los que se asentaron, constituyendo el del traje talar uno de los capítulos más interesantes y curiosos de la historia eclesiástica – y civil-, en la que ni la vanidad, ni la arrogancia, ni el endiosamiento brillaron por su ausencia, sino que inspiraron, formas, estilos géneros, tejidos, telas y sedas.
. No rechazo la tentación de citar las cáligas –calzado de lujo- de las que hicieron y hacen uso los mismos Papas, tal y como antes hubieran hecho emperadores y patricios romanos. Consta que hasta el siglo XIII se confeccionaron en cuero, y más arte en tela y en seda, con el color de los tiempos litúrgicos y sobre las que se diseñaba una cruz…El modisto Armani firmaría –firmó- ejemplares muy comentados y con semi- universal complacencia y agrado bizantino- barroco.
. Aceptando que otros piensen y actúen de distinta manera, yo no soy partidario de que en sus relaciones y comportamientos normales diarios, sacerdotes y obispos tengan que presentarse ante el Pueblo de Dios, con signos y señales diferentes, propios y específicos, que los identifiquen como “ministros del Señor”.
. Además de mi sensibilidad personal, y la de otros, ilustran mi convencimiento las palabras del Papa Inocencio I -a. 428- quien, en carta a los obispo de las Galias, resolvía así el tema de cómo el clero debe distinguirse del pueblo: ”doctrina, no veste; conversatione, non habitu, et mentis puritate, non culto”. Es decir,” la profesión y praxis de la doctrina y no el traje, la conversación –saber y sabor de Dios- y no el hábito, y la claridad y limpieza de los pensamientos y no el culto, habrían de ser veraces testimonios que distinguirían a curas y a obispo del resto de los “fieles cristianos”.
. Quienes a estas alturas de la vida y de la cultura pensaran que los hábitos protegen o salvaguardan la incolumidad moral y la ortodoxia de sus porteadores, y no sus convencimientos – y fuera esto lo que justificara su uso a perpetuidad y sin excepciones legales-, estarían formalmente equivocados, al fiar la perseverancia a uniformes e indumentos, y no a razones y a la gracia de Dios.
. Quienes estuvieran convencidos de que son los hábitos talares los que suscitan el respeto y la veneración de diocesanos y fieles en su relación y trato con obispos y curas, es posible que se olviden de que “el hábito no hace al monje”, según el sentir y la valoración del Pueblo de Dios, expresión fiel de su gracia y de la misma vocación religiosa, sacerdotal o episcopal.
. Si algo se estima en el mundo actual como valor añadido, fundamental y edificador de la convivencia entre todos, es precisamente la seguridad de que todos –todos- somos iguales, con capacidad para dar, darnos y recibir de los demás, sin privilegios, distinciones y miramientos. Ser y ejercer como “uno más” es –debe ser- parte del ejemplo que el propio concepto de Iglesia –comunión entraña, y se predica “en el nombre de Dios”.
. Todo, con inclusión de los hábitos, cuanto dificulte o impida la integración de cualquiera en la comunidad eclesial –también en la cívica o social-, habrá de ser examinado a la luz de principios fervorosamente humanos y cristianos, además de modernos y rejuvenecedores. Las antiguallas y las ranciedades jamás están permitidas en la Iglesia de Cristo.
. En los primeros tiempos de la Iglesia, sacerdotes y obispos vistieron fuera de los actos de culto al estilo de los romanos o de los pueblos en los que se asentaron, constituyendo el del traje talar uno de los capítulos más interesantes y curiosos de la historia eclesiástica – y civil-, en la que ni la vanidad, ni la arrogancia, ni el endiosamiento brillaron por su ausencia, sino que inspiraron, formas, estilos géneros, tejidos, telas y sedas.
. No rechazo la tentación de citar las cáligas –calzado de lujo- de las que hicieron y hacen uso los mismos Papas, tal y como antes hubieran hecho emperadores y patricios romanos. Consta que hasta el siglo XIII se confeccionaron en cuero, y más arte en tela y en seda, con el color de los tiempos litúrgicos y sobre las que se diseñaba una cruz…El modisto Armani firmaría –firmó- ejemplares muy comentados y con semi- universal complacencia y agrado bizantino- barroco.