El Voto de Pobreza
LLa historia, la leyenda, la piedad y el fervor se siguen dando cita alrededor de la figura de San Francisco de Asís. En uno de los episodios áureos de su vida lo sorprendemos con un diálogo en el que, despojado de todo, hasta de sus vestiduras, mantuvo con Cristo Jesús sobre el tema de la pobreza. “Francisco, eres un loco”, a lo que “el loco de Asís” se limitó reverencialmente a contestar: “No tanto como tú, Señor”.
Y es que la pobreza es –tiene que ser- vida, historia y esencia de la Iglesia y, por tanto, con lógica, teología y evangelio, como no podía ser de otras manera, su homónimo, el hoy obispo de Roma, tenía que constituirse en su confaloniero.
. En las predicaciones, encíclicas, catecismos, ejercicios espirituales, conferencias, “pastorales” y sermones, otras virtudes y artículos de la fe acaparan el tiempo, la atención y la devoción, en mucha mayor proporción a como lo hace la pobreza. Las sexualerías, por ejemplo, desbordan toda medida. La pobreza no es tema “tabú”, pero lo parece. Aún más, en determinadas parcelas eclesiales, precisamente en las más necesitadas de su reflexión y de la palabra de Dios, sobre los capítulos referidos a los pobres, hay que tender velos muy “tupidos”, y elegir palabras latinas, griegas, arameas y hebreas para no acalorar los conceptos y evocar circunstancias de lugar y de tiempo, en las que encuentren refugio los ejemplos y doctrinas que encarnaran y vivieran el mismísimo fundador de la Iglesia y sus más cercanos amigos.
. Y no solo en relación con la doctrina, sino con la vivencia y veracidad de hechos y comportamientos, las lecciones de pobreza impartidas catequéticamente por la Iglesia, con inclusión de su jerarquía, pocas veces dan la impresión de ser ejemplares. La teoría y la práctica se “divorcian” con mayor facilidad en los templos de vida, de la pobreza, que en los de la llamada “indisolubilidad matrimonial”.
. Tiempos hubo en la historia de la Iglesia, en los que los obispos fueron llamados y considerados como “amigos y defensores de los pobres”. Los mismos bienes eclesiásticos fueron canónicamente catalogados como “patrimonio de los pobres, con la expresa obligación de pertenecerles a ellos una cuarta parte del total de los “diezmos” y de las “primicias”. Próximas a las residencias-palacios episcopales se ubicaron las llamadas “domus Dei”, al servicio de los pobres y de los enfermos, cuyos pies eran lavados por los propios obispos en solemnes actos litúrgicos, con la obligación sagrada de proporcionarles pingües limosnas. Estas “domus Dei” se convertirían después en otros tantos hospitales. Los monasterios dispusieron de hospederías- enfermerías dotadas de los medios precisos para la atención, sobre todo, de los peregrinos. En las mismas catedrales, en lugares acondicionados, tenían acomodo los pobres.
. No obstante, en la doctrina evangélica y en el reconocimiento de estos y tantos otros compromisos y comportamientos cristianos, la imagen de la Iglesia que perdura en la sociedad no es precisamente la de la pobreza como su distintivo, marca y emblema. Y menos la de ser consustancial con su doctrina. La Iglesia-Iglesia, no ejerce de pobre. La Iglesia es rica. En la opinión de católicos, y extra- católicos, como institución, la Iglesia una de las más poderosas, pudientes y acaudaladas de las que componen la configuración de la sociedad. En este caso, me limito a reflejar la opinión de muchos, con el correspondiente aval de los estudios sociológicos.
. Pero, además de como institución, a título personal, sus jerarquías más representativas, y los laicos que inspiran organizaciones, abiertamente confesionales o no, son estimados económica y socialmente como todopoderosos, sin relaciones efectivas con la pobreza , a excepción de alguna que otra obra o actividad misericordiosa. Proclamar la pobreza de la Iglesia en conformidad de las apreciaciones generalizadas, es atrevimiento y osadía.
. ¿Voto de pobreza de quienes canónicamente optaron por esa forma de servir a la Iglesia? El patrimonio de las Órdenes y Congregaciones Religiosas, y el de la Iglesia en general, así como el estilo y el talante con que se comportan sus “administradores”, no facilitan, sino todo lo contrario, la legitimidad de la vivencia –no ritualista, sino real- de cuanto es y significa la pobreza sacramentalizada en la Iglesia. Con la pobreza no se puede jugar, y menos dentro de la Iglesia, aunque sus normas y reglas sean, estén establecidas y se cumplan, con todo rigor canónico.
Y es que la pobreza es –tiene que ser- vida, historia y esencia de la Iglesia y, por tanto, con lógica, teología y evangelio, como no podía ser de otras manera, su homónimo, el hoy obispo de Roma, tenía que constituirse en su confaloniero.
. En las predicaciones, encíclicas, catecismos, ejercicios espirituales, conferencias, “pastorales” y sermones, otras virtudes y artículos de la fe acaparan el tiempo, la atención y la devoción, en mucha mayor proporción a como lo hace la pobreza. Las sexualerías, por ejemplo, desbordan toda medida. La pobreza no es tema “tabú”, pero lo parece. Aún más, en determinadas parcelas eclesiales, precisamente en las más necesitadas de su reflexión y de la palabra de Dios, sobre los capítulos referidos a los pobres, hay que tender velos muy “tupidos”, y elegir palabras latinas, griegas, arameas y hebreas para no acalorar los conceptos y evocar circunstancias de lugar y de tiempo, en las que encuentren refugio los ejemplos y doctrinas que encarnaran y vivieran el mismísimo fundador de la Iglesia y sus más cercanos amigos.
. Y no solo en relación con la doctrina, sino con la vivencia y veracidad de hechos y comportamientos, las lecciones de pobreza impartidas catequéticamente por la Iglesia, con inclusión de su jerarquía, pocas veces dan la impresión de ser ejemplares. La teoría y la práctica se “divorcian” con mayor facilidad en los templos de vida, de la pobreza, que en los de la llamada “indisolubilidad matrimonial”.
. Tiempos hubo en la historia de la Iglesia, en los que los obispos fueron llamados y considerados como “amigos y defensores de los pobres”. Los mismos bienes eclesiásticos fueron canónicamente catalogados como “patrimonio de los pobres, con la expresa obligación de pertenecerles a ellos una cuarta parte del total de los “diezmos” y de las “primicias”. Próximas a las residencias-palacios episcopales se ubicaron las llamadas “domus Dei”, al servicio de los pobres y de los enfermos, cuyos pies eran lavados por los propios obispos en solemnes actos litúrgicos, con la obligación sagrada de proporcionarles pingües limosnas. Estas “domus Dei” se convertirían después en otros tantos hospitales. Los monasterios dispusieron de hospederías- enfermerías dotadas de los medios precisos para la atención, sobre todo, de los peregrinos. En las mismas catedrales, en lugares acondicionados, tenían acomodo los pobres.
. No obstante, en la doctrina evangélica y en el reconocimiento de estos y tantos otros compromisos y comportamientos cristianos, la imagen de la Iglesia que perdura en la sociedad no es precisamente la de la pobreza como su distintivo, marca y emblema. Y menos la de ser consustancial con su doctrina. La Iglesia-Iglesia, no ejerce de pobre. La Iglesia es rica. En la opinión de católicos, y extra- católicos, como institución, la Iglesia una de las más poderosas, pudientes y acaudaladas de las que componen la configuración de la sociedad. En este caso, me limito a reflejar la opinión de muchos, con el correspondiente aval de los estudios sociológicos.
. Pero, además de como institución, a título personal, sus jerarquías más representativas, y los laicos que inspiran organizaciones, abiertamente confesionales o no, son estimados económica y socialmente como todopoderosos, sin relaciones efectivas con la pobreza , a excepción de alguna que otra obra o actividad misericordiosa. Proclamar la pobreza de la Iglesia en conformidad de las apreciaciones generalizadas, es atrevimiento y osadía.
. ¿Voto de pobreza de quienes canónicamente optaron por esa forma de servir a la Iglesia? El patrimonio de las Órdenes y Congregaciones Religiosas, y el de la Iglesia en general, así como el estilo y el talante con que se comportan sus “administradores”, no facilitan, sino todo lo contrario, la legitimidad de la vivencia –no ritualista, sino real- de cuanto es y significa la pobreza sacramentalizada en la Iglesia. Con la pobreza no se puede jugar, y menos dentro de la Iglesia, aunque sus normas y reglas sean, estén establecidas y se cumplan, con todo rigor canónico.