Sin familia

Solos, solos, solos… Púdicamente solos. Es decir, sin familia. Los sacerdotes, ahora jubilados, algunas de cuyas confidencias, aquí se reflejan, no tuvimos familia. Tuvimos, o habitualmente estuvieron con nosotros, normalmente alguna hermana, o algún que otro sobrino o sobrina. La familia- familia la constituyen de verdad la esposa, los hijos, los suegros, las nueras, los yernos, los primos y primas, los consuegros… La casa parroquial, y la seguridad de que a la hora de la convivencia dentro y fuera del recinto doméstico, al cura, por cura –y precisamente por eso-, no podrían, hoy por hoy, distinguirlo los privilegios, tanto religiosos como sociales, imposibilitó a los jubilados a tener, y haber vivido, en familia. Aquello de que fuimos elegidos, y a la vez, apartados, del resto del pueblo de de Dios, imposibilitó toda convivencia familiar lo que, según algunos, fue, y es hasta discutiblemente cristiano.

Y así, solos, y sin familia- familia, dictamos, interpretamos y aplicamos oficialmente a nuestros feligreses los principios ético-morales, distintivos y propios de la Iglesia, en pundonorosa sintonía con los cánones eclesiásticos. Huelga relatar que el atrevimiento por nuestra parte, fue ciertamente espectacular, y mucho más en la misma intimidad familiar y sin que a ninguno de nuestros jerarcas se le ocurriera pensar en los traumas de orden psicológico- espiritual que supondría tal decisión y su permanente y dogmatizadora insistencia.

Las hermanas del cura murieron Los sobrinos, a quienes tan denodadamente les facilitamos sus carreras y sus correspondientes puestos de trabajo, como es explicable y más o menos justo, “pasan” de nosotros, porque, claro, sus padres eran, y siguen siendo sus padres –y quiera Dios que por muchos años-, a la vez que sus respectivos hijos.

Nosotros, solos. Sin familia. Sin poder, ni saber, conjugar jamás el verbo “abuelear”, que, aún comprendiendo que no pocas veces se abusa del mismo, integra sílabas y situaciones de terneza comparables tan solo con las catalogadas en el catecismo como divinales.

Sin familia- familia, y sin posibilidad alguna de haber ejercido ministerio tan sacrosanto, se nos exilió de vivencias y palabras, hasta hacer de nosotros “entes raros”, incomprensibles, incomprendidos y ultramontanos. Aún no siendo ya portadores, por fuera, ni de sotanas ni de signos clericales, unas y otros los llevamos por dentro, imprimiéndole carácter indeleble a ideas y comportamientos. Esto quiere decir, nada más y nada menos, que, por ejemplo, ahora no sabemos expresarnos ante los demás con palabras y gestos normales. Sus problemas no nos atañen. Ni las causas y consecuencias de sus alegrías y tristezas. Por mucho que nos esforcemos en hacerles el bien y en proseguir la acción ministerial que justificó nuestro sacerdocio, apenas si acertamos en el empeño. La realidad es, de por sí, muy distinta de la que refieren los libros, y más si estos los redactaron y redactan misteriosa e insoportablemente “en el nombre de Dios”, a veces, con invocación de infalibilidades pueriles. El “Semper idem” de la continuidad en la Iglesia la destruyó y destruye en gran parte, y en todos nosotros, desligados ahora de acatamientos y sumisiones cecucientes por no haber contribuido más señeramente a acrecentar la adultez propia y ajena.

Liberadoramente sorprendidos ahora con las palabras y gestos del Papa Francisco, y las aún tímidas orientaciones teológicas con cierto carácter oficial, los jubilados lamentamos en nuestras últimas tertulias no haber prescindido a tiempo de acentuados complejos de “delincuencias” doctrinales y de la parte de responsabilidad que tuvimos en la desinformación religiosa de nuestros feligreses. A unos los llevamos al infierno y a otros al psiquiatra y a la desesperación. A todos les robamos la verdadera imagen de Dios en Cristo Jesús, sin ternura y misericordia, y como disfrutando con amenazas de su enemistad y condenación eternas. Blandiendo las banderas del “no”, allí conde la felicidad más elemental le hubiera sido posible hacerse presente y siempre y en todo, “no” como norma de religión y de ascética. Obligados, por ejemplo, a jugar al fútbol con el cilicio mordiéndonos los muslos, con imposibilidad de marcar goles, o haciéndolo ribeteados de sangre, para evitar, o paliar, tentaciones de soberbia y, por descontado, también contra la pureza. Los casos concretos que referimos y recordamos los componentes de nuestra tertulia, con absolutoria mención para nuestros “padres espirituales” fueron increíbles. Quiméricos e inverosímiles. Irracionales y absurdos, inhabilitándonos para ser y ejercer de por vida como educadores, y menos, de la fe cristiana.

Recordar estas y otras escenas de nuestra formación “espiritual”, padecidas por nosotros mismos y de la que hicimos herederos a aquellos a quienes creíamos educar, nos sirvió de cierta consolación y terapia, con el compromiso de dedicar los penúltimos días de la vida al cultivo de la alegría y de la felicidad inherente a todo ordenamiento religioso, y más al de la Iglesia católica.
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