¿Blogueros con el Papa?

Recibí recientemente una felicitación navideña de “Blogueros con el papa”. El grupo está a punto de convertirse en asociación y su mensaje adelantaba los componentes de su primera junta. Yo me pregunto: ¿Bloguero con el papa? Por supuesto. Quiero para el papa lo mejor y rezo continuamente por él. También rezo por los mil trescientos millones de católicos bautizados, por los novecientos millones de hermanos separados y por el mundo entero. Me importa tanto el papa que no querría dar a nadie motivos para que se me acusase de una beata papolatría. Igual que el papa, deseo estar siempre con nuestro Dios, el único padre que nos hace a todos hermanos, con su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, el único maestro, el único jefe o señor. El que nos enseña: “El primero entre vosotros será vuestro servidor” (Mt 23).

Benedicto XVI, que es un hombre muy inteligente, sabe bien que es el “siervo de los siervos de Dios”, un título que se aplicó por primera vez el papa san Gregorio Magno (590-604) y que se generalizó a partir de san Gregorio VII (1073-85). En realidad, todos los “pastores”, desde el papa hasta el último cura rural, somos servidores del pueblo de Dios, “ministros”, es decir, “sirvientes” o “criados”, para quien sepa latín y conozca el origen de una expresión que, igual que en el lenguaje del poder político, se ha magnificado.

A mí me ha emocionado siempre y me ha dado mucha luz la lectura de aquel pasaje de los Hechos de los apóstoles en que aparece Pedro, el primer papa -hacía poco que había dejado el oficio de pescador y era el guía de un reducido grupo de seguidores del Maestro-, en su encuentro con el piadoso centurión Cornelio. Cae éste de rodillas a los pies del apóstol. Y Pedro le dice: “Levántate, que soy un hombre como tú” (Hch 10,26).

El papa es un hombre “como tú”, como nosotros, que tiene sobre sus hombros de anciano una altísima misión y una no menos alta responsabilidad. No le cuadra la adoración. No la necesita ni la quiere. Los problemas del mundo actual y los de la Iglesia son tan graves y tan complejos que, más que devotos incondicionales, lo que necesita es colaboradores francos en todos los frentes. Y la franqueza debe llevar al creyente, en su fe activa, a una autocrítica constante e incluso a la crítica constructiva dentro de la Iglesia, madre de todos. Ahora bien, desde sus primeros tiempos, la Iglesia a la que sirve hoy Benedicto XVI ha conocido una amplísima transformación en el número de sus adeptos y en su complejo entramado institucional. La historia la ha ido cargando de una serie de adherencias, no todas ellas acordes con la pureza inicial. Es santa y pecadora. A menudo ha cedido a la tentación de sustituir el servicio por el poder.Es la eterna tentación. Ya ocurría en los tiempos del Maestro. El evangelio de Mateo (Mt 20,20-28) presenta a Santiago y Juan poniendo a su madre como intermediaria y pidiendo sentarse a la derecha y a la izquierda del Mesías poderoso. Y allí mismo se cuenta cómo los demás apóstoles se sienten indignados contra los dos hermanos porque también a ellos les tienta la misma ambición. Parece que en la comunidad destinataria del evangelio de Mateo asomaban ya los muy humanos pujos de la afición al poder. Nada extraño: tal afición y sus frecuentes desviaciones van con la naturaleza del hombre.

Recientemente –y hay que agradecérselo- se refería el Santo Padre a los problemas de ambición de algunos eclesiásticos, demasiado preocupados en redondear su carrera. Fue en una audiencia pública en la que elogiaba la humildad y la ejemplaridad de santo Domingo de Guzmán. “¿No es una tentación el afán de hacer carrera o la ambición de poder?”, se preguntó. Y respondió que a esa tentación “no son inmunes ni siquiera los que tienen un papel de gobierno en la Iglesia”. La denuncia del papa tiene toda la autoridad. Pocos como él conocerán el movimiento de curias y nunciaturas, de tramas y movimientos en la trastienda de los ascensos. Creemos sinceramente y lo afirmamos con el mayor amor y respeto que haría mucho bien a nuestra madre Iglesia la participación del clero y del pueblo creyente en la elección de sus obispos locales. Se evitarían algunas “vocaciones ocultas” al episcopado y no pocas disfunciones entre el obispo y su diócesis. El Consejo del Presbiterio y el de Pastoral, los dos instrumentos de corresponsabilidad derivados del Concilio Vaticano II, están en no pocas diócesis con una actividad bajo mínimos. No parece razonable que se siga ignorando el parecer de estos organismos de participación, incluso cuando se pronuncian de antemano demandando ponderadamente un determinado perfil para su próximo pastor. Entre el clero hay mucha gente preparada y capaz de discernir. Los seglares estudian y se forman como nunca en las más variadas disciplinas; tienen un sentido cada vez más alto de la participación en las decisiones cívicas y sociales. La bellísima parábola del Buen Pastor no da de sí para llevar la metáfora hasta el límite de tratar a la inmensa mayoría de los cristianos como a un rebaño mudo en asuntos de trascendencia. Hay en el pasado muy importantes precedentes de la participación de la Iglesia local en la elección de sus obispos. Pruebe el lector a hacer una incursión en la historia. Nuestro querido papa, al prevenir contra la ambición de cargos y honores, sabe muy bien que, al margen del destino personal y del logro o frustración de algunas carreras eclesiásticas, lo que verdaderamente importa es que la Iglesia elija lo mejor para sí misma. Y esto tendrá tanto más acierto cuanto más racional y evangélico sea el procedimiento empleado.

¿Con el papa? Naturalmente. En estos tiempos complicados es, sin duda alguna, la voz de más alta autoridad moral del planeta. Es la voz de la unidad en que muchos millones de creyentes en Jesús nos oímos. Casi a diario escuchamos o leemos su palabra sobre los problemas palpitantes del mundo y de la Iglesia. Benedicto XVI no es hombre de medias tintas. Seguro que no se ahorra el repaso frecuente a algunas páginas empolvadas de un Concilio en el que participó como teólogo prestigioso. Seguro que no le importaría acometer algunos retoques necesarios a la compleja maquinaria de la Institución que preside. ¿Todo ello a los 85 años? Honor et onus: honor y carga. La Iglesia, el mundo, todos necesitamos su fortaleza y su acierto. Y somos muchos los millones de personas que a diario pedimos para él la asistencia del Espíritu.

¿Blogueros con el papa? Sí. Y con todo el pueblo de Dios al que el papa pastorea y sirve, y con nuestros hermanos separados. Y con el mundo entero. Y, ¿por qué no?, con todo lo bueno, bello y verdadero que hay en el mundo de los hombres.
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