Moneda en curso, el odio

En aquel tiempo, en la vida pública de aquel país la principal moneda en curso era el odio. El odio afilaba y llenaba de garras y dientes los discursos de las mujeres y los hombres públicos. La moneda se fraccionaba en innumerables insultos, roces del insulto, veladas o desnudas calumnias, afrentosos desplantes, insidias, escupitajos, mortales zancadillas, golpes al hígado o al bajo vientre. El odio cotizaba quizá más alto que nunca en la bolsa del negocio político y sus enconadas adherencias. Se sumaban roncas y desgarradas las noticias en papeles, voces multiplicadas, imágenes llevadas hasta el último hogar. Las mujeres y los hombres públicos y sus arrimados comían y bebían del erario, montados alegremente sobre las espaldas del pueblo. Una parte de él sufría en silencio. Otra se sublevaba, y en la calle o en los huecos de las modernas ondas descargaba su descontento, a menudo su odio, odio a muerte envuelto en el tosco papel de estraza de palabras soeces y el rebozo de un lenguaje degradado.

Caín no había muerto. Y mirando por encima de las multitudes, no se vislumbraba la presencia de Abel. Tal vez había fallecido ya, víctima de su bondad. O se escondía entre la muchedumbre acobardada. Tal vez optaba por la paciencia en la espera y la esperanza de tiempos mejores…

O quizá Caín y Abel, hijos de los mismos padres, compartían el ADN y mezclaban sus genes en la mezcla de un espécimen humano irreconocible. O Caín era Caín y Abel, Abel. Pero ni Caín era absolutamente malo ni Abel alcanzaba la absoluta perfección y ambos podían pasar del todo a la nada y confundirse en un arranque feroz y fratricida -sin sacrificios, humaredas y quijada de burro- que arrojara a los dos al abrazo mismo de la muerte.


NOTA DEL ESCRIBA:Tal vez se le fue la mano y la pluma al redactor de esta historia. Tal vez el odio se expresaba predominantemente en un escénico “postureo”. Pero, aun así, quien esto escribe acredita que, en plena escena, chispeaban feroces los ojos, los dientes y las uñas del odio.
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